Unamuno, ya doctorado en Letras, fue profesor de lengua latina, luego estaba suficientemente capacitado para la tarea que le llevó a actualizar el drama griego.
Las primeras noticias que tenemos de Medea datan del siglo V antes de Jesucristo. Eurípides, uno de los grandes poetas trágicos de la Grecia antigua, junto a Sófocles y Esquilo, escribió Medea en torno al año 431 antes del nacimiento en Belén del Salvador del mundo. También publicó otras obras hoy consideradas clásicas como Electra y Las troyanas. En el primer siglo de la era cristiana el filósofo hispanolatino Lucio Anneo Séneca, preceptor de Nerón, inspirándose en la obra de Eurípides compuso en latín otra versión de Medea. La erudición que Séneca exhibe confiere a la obra una frialdad muy distante de la tragedia de Eurípides.
Unamuno, que ya se había acercado a la tragedia griega con Fedra, ahora se atreve con Medea, versionando en castellano la edición latina de Séneca. Recordemos que Unamuno, ya doctorado en Letras, fue profesor de lengua latina, luego estaba suficientemente capacitado para la tarea que le llevó a actualizar el drama griego. La versión unamuniana tiene como subtítulo Tragedia de Lucio Anneo Séneca, traducida sin cortes ni glosas del verso latino a prosa castellana por Miguel de Unamuno.
En un artículo publicado en el diario Ahora, de Madrid, el 22 de junio de 1933, que figura en el primer tomo de las Obras Completas con el título Séneca en Mérida, Unamuno explica así su versión de Medea: “La desenterré de un latín barroco para ponerla sin cortes ni glosas, en prosa de paladino romance castellano…. Pretendí con mi versión hacer resonar bajo el cielo hispánico de Mérida el cielo mismo de Córdoba, los arranques conceptistas y culteranos de Séneca, pero en la lengua brotada de las ruinas de la suya”.
Al mediar el mes de junio de 1933 Medea fue representada por primera vez en el teatro restaurado de Mérida por la compañía encabezada por Margarita Xirgu y Enrique Borrás. Cuenta García Blanco que “aquella primera representación de Medea tuvo mucha solemnidad. Asistió a ella lo mas encumbrado de la España oficial de entonces”. Al final de la misma hablaron José Ramón Mélida y Unamuno. Por aquellos meses Unamuno estaba sufriendo a causa de la tuberculosis ósea que padecía “la hija de su alma”, Salomé, quien moriría tres meses después, el 5 de septiembre.
Al año siguiente, 11 de septiembre de 1934 hubo una segunda representación de Medea. Tuvo lugar en Salamanca, al aire libre en la plaza de Anaya.
Algunos especialistas de la tragedia han sugerido que el episodio de Medea, abandonada por Jasón debido a una nueva esposa no incluye la matanza de sus propios hijos como medio de venganza. Según Cazzaniga en el tomo VII del Diccionario Literario la versión de Medea matando a sus hijos “es bastante reciente y es probablemente un elemento añadido”. Sin embargo, tanto José Luis Sánchez Triado en su libro Novela y teatro de Unamuno como Andrés Franco en El teatro de Unamuno sostienen que sí, que Medea, efectivamente mató a sus hijos.
En su breve comentario sobre Medea, María del Prado trata sobre la pasión que definía la personalidad de Unamuno. “Este afán de pasión –escribe– es el que le empuja a traducir la Medea de Séneca y, desde luego, a vivificar la obra de Eurípides…. Unamuno el humanista prefería la fuerza, la violencia, la pasión en una palabra”.
La versión unamunesca de Medea consta de cinco actos. Intervienen cinco personajes y un coro. Medea, la nodriza, Creonte, Jasón y un mensajero.
El primer acto lo ocupa Medea sola con un largo parlamento en el que invoca a dioses vivos y muertos:
—Dioses conyugales, y tú, Lucina, guardiana del lecho nupcial, que enseñaste a Tifis a frenar la nueva nave que habría de domar marinas; y tú, duro señor del mar de fondo, Titán, que repartes el claro día al orbe; y tú, Hécate triforme que das de testigo tu resplandor a los callados sacrificios; y vosotros, dioses por los que me juró Jasón y a quienes más le toca a Medea rogar, sima de la noche eterna, regiones contrarias a los altísimos, ánimas en pena, soberano del reino triste y soberana a que arrebató un mejor fiel, con voz malhadada os invoco.
En el segundo acto entran Medea y la nodriza. Medea culpa a Creonte de sus desventuras:
—La culpa toda es de Creonte, que, sin dominar su cetro, nos quebró el enlace, arrancó la madre a sus hijos, y rompió una fe estrechamente empeñada.
La nodriza desaprueba sus lamentos:
—Calla, por favor, y esconde en secreto dolor tus quejas. Quien soporta con ánimo sufrido e igual los golpes es quien puede devolverlos.
Sabias palabras.
Entra Creonte, rey de Corinto. Sus acusaciones contra Medea están cargadas de insulto:
—Tú, maquinadora de maleficios; tú, que en maldades de mujer, con vigor varonil para osarlas, no tienes en cuenta tu infamia, sal de aquí, purga de ti el reino. Llévate contigo tus yerbas mortíferas; libra de miedo a los ciudadanos. Vete a tentar a los dioses a otro suelo.
Medea pide llevar con ella a sus hijos. Creonte se niega. “Yo los acogeré como padre en mi seno”. Y continúa amenazando a Medea: “Te costará la cabeza si no dejas el istmo antes de que el claro sol traiga de nuevo el día”.
El argumento de la obra sigue concentrado en Medea. Sabe que su esposo Jasón ha decidido abandonarla para contraer nuevo matrimonio por razones políticas con Creúsa, hija del rey Creonte. La sola idea de la boda la enloquece: “¿Es que va a darle Creúsa hermanos a mis hijos?”. Trama el asesinato. Dice a la nodriza:
—Guardo un manto, regalo de la casa celestial, joya del reino, prenda que el Sol dio al linaje de Eta, y guardo también un collar de oro y una diadema donde realzan al oro las perlas y con que suelo ceñirme la cabellera. Que lleven mis hijos estos presentes a la novia, mas después de haberlos yo teñido y embadurnado con mis mejunjes.
El hechizo da resultado. El italiano F. Della Corte, en su comentario a la Medea de Eurípides, lo explica así: “Medea empieza enviando a la hija de Creonte, como regalo de bodas, un manto mágico. Apenas ella se lo pone es consumida por una llama inextinguible”.
Después de este asesinato Medea comete otros que el calificativo de monstruoso no es suficiente para describirlos: Mata a sus dos hijos. La nodriza intuye la tragedia. Sola en el escenario, dice para sus adentros: “Tiémblame de horror el ánimo. Es que se acerca una gran calamidad. Está tramando una mayor monstruosidad Medea”. El coro comenta: “¿Adónde le arroja de cabeza a esta bacante de amor sañudo? ¿Qué ferocidad prepara su impotente furia?”.
La tal ferocidad hace su aparición en el último acto de la obra. Medea, reflexionando a solas sobre su inhumana acción, habla desde el escenario a un público que sigue la trama con el ánimo suspendido:
—¿Es que voy a derramar la sangre de mis hijos, de mi prole? Mejor, ¡ay! El furor loco. ¡Ferocidad desconocida, atrocidad cruel, lejos de mi! ¿Qué culpa van a pagar los pobrecitos? Su culpa es la de tener a Jasón por padre y, mayor aún, la de tener por madre a Medea. Mueran, pues, ya que no son míos; perezcan, puestos que míos son. No le coge culpa de crimen, lo confieso, son inocentes.
Poco después, enfrentada a Jasón, le dice con una frialdad superior a la de los glaciares:
“Dispón el último funeral de tus hijos y álzales tumba. A tu mujer y a tu suegro los sepulté ya debidamente. Toma tus hijos, tú su padre. Yo me iré por los aires en el alado carro”.
Ovidio, en su Metamorfosis, prolonga la historia de Medea. Dice que en Atenas contrajo matrimonio con el rey Algeus, quien la divorció después de que ella intentara envenenar a su hijo Theseus. El historiador griego Herodoto añade que de Atenas, Medea huyó a Media, antiguo nombre del reino establecido en el noroeste de la antigua Persia, cuyos habitantes cambiaron su nombre por el de simple Medes.
Apéndice: Quienes estén interesados en otras tragedias semejantes pueden consultar mi libro Amor y sexo en la Biblia y en la mitología griega.
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