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‘La Reforma involuntaria: cómo una revolución religiosa secularizó a la sociedad’, de Brad S. Gregory (4)

Mediante una impecable lógica conceptual, el autor aplica su perspectiva al análisis del impacto inesperado, no planeado, de la Reforma protestante en las mentalidades, ideas, usos y costumbres de los siglos posteriores.

GINEBRA VIVA AUTOR 79/Leopoldo_CervantesOrtiz 30 DE OCTUBRE DE 2020 11:02 h
Brad S. Gregory.

Una vez que en el alba de la Reforma se cayeron las escamas de los ojos largo tiempo nublados, los errores de una Iglesia obstinadamente egocéntrica y papista tenían que ser rechazados a la luz de la verdad de Dios. Esto significaba comparar las actuales doctrinas, prácticas e instituciones con la única fuente genuina de la fe y vida cristianas, a saber, la palabra de Dios en las Escrituras, y adherirse a esta última.



B.S. Gregory



 



En los restantes capítulos del libro La Reforma involuntaria…, del Dr. Brad S. Gregory, se aplica rigurosamente el método de reconstrucción histórica enunciado en la introducción y, mediante una impecable lógica conceptual, aplica su perspectiva al análisis del impacto inesperado, no planeado, de la Reforma protestante en las mentalidades, ideas, usos y costumbres de los siglos posteriores. Campos como la política, la moralidad y la ciencia mostrarían en su desarrollo algunos faltantes ocasionados por las evidentes divergencias en las perspectivas que entraron en juego. En el segundo capítulo, “La relativización de las doctrinas” se reconstruye ideológicamente la forma en que la modificación de las creencias cristianas que aconteció con ese movimiento pasó de lo sabido de manera universal a cambios profundos en los matices teológicos desarrollados por los reformadores. Su plataforma histórica se remonta por los menos dos siglos antes en figuras no muy conocidas (como Bernardino de Siena y Antonino de Florencia) que exhortaron a sus contemporáneos a vivir como Jesús (p. 132). El posterior rechazo de la autoridad papal y de su poder sobre las diversas regiones y países se vio estimulado por la fuerza con que las aparentemente “nuevas” doctrinas se impusieron en los diversos espacios. La devotio moderna fue un importante antecedente de esa oposición y los movimientos iniciales en Bohemia e Inglaterra consiguieron marcar una ruta que se seguiría apenas con modificaciones menores.



En ese sentido, Gregory no olvida la participación de algunas mujeres como Argula von Grumbach y Katharina Schütz Zell de Estrasburgo, quienes escribieron panfletos evangélicos en la década de 1520. La segunda “dijo a los directores de la Universidad de Ingolstadt en 1523 que ‘nedietiene derecho a ejercer la autoridad sobre la palabra de Dios. Sí, ningún ser humano, sea quien sea, puede legislarla. Porque sólo la palabra de Dios, sin la cual nada fue hecho, debería y tiene que gobernar’” (p. 136). En este punto cita los importantes trabajos de la profesora Elsie Anne Mckee, del Seminario de Princeton, acerca de Schütz Zell. Otra observación central del autor se refiere a la necesidad de estudiar simultáneamente la llamada Reforma Magisterial y los movimientos radicales a fin de apreciar el significado para el hiperpluralismo contemporáneo del principio denominado sola Scriptura (p. 147). Ése es el tenor del resto del capítulo, que concluye señalando cómo contribuyó ese principio a echar a andar cambios en el ejercicio del poder, tal como lo hicieron algunos líderes eclesiásticos mediavales, lo que forma parte claramente de los énfasis del autor (p. 193).



En “El control de las iglesias” se afirma que, al institucionalizarse las doctrinas divergentes de las nuevas iglesias en los países donde se impusieron regímenes magisteriales protestantes y católicos, éstas “se convirtieron en pautas para inculcar en sus súbditos valores religiosos, conducta moral y obediencia política” (p. 197). A lo que alude el título del capítulo es a que los Estados-nación “controlaron a las iglesias y a todas las expresiones de la religión con mayor eficacia de la que había sido posible durante la era de la Reforma”. Dicho control se fraguó y se desplegó de una maners similar a la que Estados Unidos y la Unión Soviética trataron a su modo con la religión. Las iglesias perdieron buena parte de su autonomía y cedieron el espacio visible al manejo político de los gobiernos. Todo ello se dio entreverado con las intrigas políticas propias de cada país. Los reformadores se alieron con las clases gobernantes y permitieron que éstas se hicieran del control de las iglesias, aun cuando los grupos más radicales señalaron esa connivencia como algo contrario a las esencia del Evangelio (pp. 223-224).



Del análisis anterior, Gregory transita a observar la forma en que ese dominio se desplegó en los países modernos, especialmente en Estados Unidos. De ahí que su conclusión sea precisa y abarcadora: “El control de las iglesias por obra de los Estados soberanos y la subsiguiente separación de la política y la moralidad; o, más bien, una transición de una ética cristiana del bien a una ética secular de los derechos en combinación con una distinción entre esferas pública y privada en conjunción con la privatización de la religión” (p. 264).



“La subjetivización de la moralidad” se ocupa de la influencia de la Reforma en el terreno de la ética. El autor traza puentes históricos entre ella y las tendencias actuales hacia la buena vida y el relajamiento moral. La diversidad religiosa causada por el movimiento, explica, produjo “afirmaciones rivales acerca de lo que era el bien cristiano y cómo tenía que vivirse en comunidad” (p. 271). Y más aún, el discurso medieval sobre los derechos naturales de la ética cristiana “se transformó y la trayectoria consecuente hacia una ética moderna de los derechos se estableció como resultado del cuestionamiento cristiano del bien, la violencia de la era de la Reforma y las subsecuentes demandas de libertad religiosa”. Nuevamente, el factor que representaron los grupos del ala radical de la Reforma aparece como un elemento de crítica del comportamiento de los reformadores magisteriales (pp. 296-298). Y es que también en los aspectos morales influyeron las diferencias sacramentales entre ellos: “…puesto que sus diferencias en el tema de la Cena del Señor separaba en términos sociales a Lutero del protestantismo reformado, también los dividía en cuanto comunidades morales” (pp. 299-300).



Consecuente con su esquema de análisis, Gregory encuentra también que en el aspecto ético las diferencias teológicas produjeron cambios impensados: “La influencia de la Reforma en la ética teleológica cristiana de las virtudes es evidente en los desacuerdos doctrinales que precipitaron una multiplicidad de comunidades morales protestantes mutuamente excluyentes, en la soteriología protestante magisterial y la antropología teológica y en el incremento del moralismo del cristianismo de la modernidad temprana a lo largo y ancho de las líneas confesionales” (p. 308). De esos descauerdos nació “la filosofía moral moderna como una disciplina autónoma, deliberadamente separada de la teología cristiana —aun cuando la mayoría de los filósofos morales de los siglos XVII y XVIII fueran cristianos de un tipo u otro—” (p. 319). No se puede dejar de percibir en estas constataciones un dejo de nostalgia por lo que el autor considera una suerte de pérdida en el desarrollo de la moralidad occidental secularizada.



En el quinto capítulo, “De la vida buena a la buena vida”, se discute el impacto de la Reforma en las costumbres cotidianas de las personas, encaminadas como están en esta época hacia el consumismo propio del capitalismo, lo que explica el juego de palabras del título que apunta a la transformación de lo ético y moral en la búsqueda y consumación de la comodidad como objetivo central de la vida. Si el ciclo del consumo es lo que caracteriza al mundo actual, mucho de ello puede atribuirse al arraigo de “la moralidad subjetivizada, característica del hiperpluralismo occidental contemporáneo” (p. 347). La ética protestante, trabajada por Max Weber, desembocaría en la secularización del impulso religioso original de discernir la elección divina y se disparó “el celo adquisitivo y emprendedor de los capitalistas modernos” (p. 349). A las diversas afirmaciones bíblicas y teológicas alusivas a este tema, Gregory opone referencias a maestros anteriores a la Reforma, como una especie de consigna para demostrar los cambios negativos que ocasionaron los desarrollos de ese movimiento.



El lugar del dinero y las posesiones en el pensamiento cristiano es un tema al que el autor dedica mucha atención en su análisis. El papel de las Escrituras en este asunto fue visto por los reformadores como un ámbito de denuncia de la codicia prevaleciente, así como su preocupación por los pobres y el bienestar material de los demás (p. 381). Una cita amplia explica la importancia que la Reforma (Lutero y Calvino, principalmente, aunque también otros dirigentes y teólogos) otorgó a este tema crucial para las sociedades:



Los reformadores protestantes magisteriales consideraban el comportamiento económico como parte de la moralidad cristiana, condenaban la avaricia como pecaminosa, predicaban el desprendimiento de las posesiones materiales, insistían en el cuidado y solidaridad con los pobres, y execraban a los que egoístamente tenían como prioridad sus deseos individuales por encima del bien común. La libertad de un cristiano de ninguna manera erntrañaba libertad de empresa para proceder como le pluguiera en cuanto individuo autónomo. Más bien era, como Lutero dijo, una toma de conciencia paradójica: que la emancipación de la ansiedad con respecto a la propia salvación, cuyo origen era Dios, era precisamente lo que obligaba a uno a servir a los demás por amor. Su antítesis era tratar simplemente de satisfacer susn propios deseos (p. 386, énfasis agregado).



Una observación muy sagaz contribuye a zanjar el problema en que derivó esta ética de austeridad y solidaridad: “La gran ironía de la era de la Reforma con respecto a la economía es el hecho de que, a pesar de sí mismos, los católicos, los protestantes magisteriales y los protestantes radicales forjaron juntos las mismas cosas que condenaban” (p. 395), es decir, el capitalismo y el consumismo occidentales modernos, además de la sociedad de mercado.



Finalmente, el último capítulo, “La secularización del conocimiento”, ahonda en las observaciones que aparecen a lo largo de todo el volumen acerca del impacto de la Reforma en la conformación del espíritu y la mentalidad científicos. No obstante, establece con firmeza que “la secularización del conocimiento en Occidente no era inevitable” sino que, más bien, fue “un proceso totalmente contingente derivado de las interacciones humanas” (p. 441) que involucraron muchas cosas simultáneamente, especialmente el deseo de descubrir y aprender. Su premisa intelectual, afirma Gregory, es sumamente discutible por más que haya sido la “verdad oficial” promovida por sus exponentes y defensores: el progreso de los protagonistas ilustrados de la modernidad temprana “que triunfa sobre la credulidad precientífica y supersticiosa, y la ignorancia precrítica y dogmática de los pueblos en el pasado que ha sido desbancado. La transición de la creencia religiosa premoderna al conocimiento secularizado moderno es el corazón virtual de la historia, casi sinónimo de la Ilustración que escoltó a la modernidad” (énfasis agregado).



En contraparte, con el surgimiento del darwinismo científico, se provocó “un literalismo bíblico reaccionario entre algunos de los protestantes mal equipados intelectualmente para asimilar la teoría de la evolución. Crearon lo que Mark Knoll ha llamado ‘el desastre intelectual del fundamentalismo’ que desde entonces ha contribuido ‘al escándalo de la mentalidad evangélica’”, título del libro de Knoll (1994). La conclusión del capítulo es, al mismo tiempo, amarga y realista: “En conjunción con la pujante avidez adquisitiva individual, nutrida por la revolución industriosa, y con el deseo comprensible de evitar la violencia político-religiosa, la convicción religiosa se privatizó y la teología fue aislada de tal manera que el mundo quedaría libre y seguro para la producción de conocimiento baconiano al servicio de los deseos humanos, cualesquiera que éstos fueran” (p. 528).



“Contra la nostalgia”, título de la conclusión del libro, no podía ser más exacta y fiel a los propósitos de Gregory desenvueltos en su prolongada argumentación, pues como comenta inicialmente, si se juzgan intrínsecamente, y con respecto a las intenciones de sus líderes, todo fracasó: la cristiandad medieval, la Reforma, la Europa confesional y la modernidad occidental, con diferentes consecuencias (p. 529). A pesar de todo, el autor reconoce que la Reforma es la fuente más importante del hiperpluralismo occidental contemporáneo y sus desacuerdos exegéticos internos se tradujeron en desacuerdos doctrinales cuyo resultado fue las divisiones morales y las impugnaciones políticas. Consciente de que el loibro no tiene un “final feliz”, Gregory termina diciendo que el pasado real hizo el presente real que sigue afectándonos a todos. El pasado distante continúa siendo “el alma del presente” y la Reforma protestante está ahí como tal, pata bien y para mal, como un problema central, todavía, del mundo occidental contemporáneo.


 

 


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COMENTARIOS

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Alfredo
01/11/2020
h
1
 
" todo fracasó: la cristiandad medieval, la Reforma, la Europa confesional y la modernidad occidental, con diferentes consecuencias" "para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste."
 
Respondiendo a Alfredo

Guillermo
06/11/2020
19:02 h
2
 
Que ha habido fracasos tiene lógica si se trata de obra de personas finitas y erradas. Es inevitable la imperfección humana. Pero igual la Reforma tuvo y tiene sentido. Pero quien ya ha escrito varias veces aquí: "para que todos sean uno", como una latiguillo repetitivo con el indisimulable sentido de regresar todos juntos a una iglesia romana; que se lo saque de la cabeza. La Reforma sigue en reforma a la luz bíblica, el romanismo sigue anquilosado, inmóvil, verticalista papal, ahogante.
 



 
 
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