Nos es necesario recuperar el sentido de nuestra intranquilidad.
No banalizar la intranquilidad. Ni banalizarla con la imagen de la mujer que corre para no perder el metro, o con la del repartidor que, enfurecido, toca el claxon desde la cabina de su furgoneta. Ni tampoco adoptar los mantras resolutivos que hablan del amor al tiempo propio y de economizar las prioridades de la vida. Clases de yoga, de pilates, anuncios originales de masajes y servicios de fisioterapia. ¿No forma todo ello parte del panorama que define la intranquilidad?
La pregunta puede parecer ridícula porque ya hemos escuchado diferentes discursos que ubican nuestra intranquilidad en una especie de inflexión incómoda. Remarcan sus consecuencias negativas; que se nos cae el pelo, que nos salen arrugas, que desarrollamos dolencias crónicas, y ofrecen algún consejo que no suele escapar de la misma esfera en la que está instalada nuestra falta de calma; sal a correr, dedica tiempo al cuidado de un bonsái, cocina o vuélvete cinéfilo, de la noche al día.
Sin embargo, la presunción de la ridiculez, igual que las escapatorias superficiales, desaparece cuando se ejercita la reflexión, tanto desde el reposo como desde el propio desasosiego. Esa es la apelación que escribe la teóloga protestante francesa Marion Muller-Colard en La intranquilidad, publicado este año en español por Fragmenta Editorial. “¿Quiénes seríamos sin nuestra intranquilidad? Digamos que, si no tenemos otra opción que vivir con nuestra intranquilidad, mejor quererla un poco”, señala la autora.
A través de un relato que introduce recuerdos y episodios personales, Muller-Colard invita al lector a considerar si acaso, desde que nacemos, no iniciamos también una relación con la intranquilidad y, si es así, si no sería mejor el reconocer una existencia tácita mutua y buscar el espacio del aprendizaje que puede llegar a generar la falta de calma. “Sí, sabemos desde siempre que la intranquilidad es un elemento inevitable de nuestras vidas”, dice la autora. “Y, a pesar de ello, buscamos productos, dioses, mantras, chismes, diversiones que debieran alejarnos de esta contingencia”.(p.29)
Porque es pequeño el espacio de una vida que renuncia a su intranquilidad, ya que rechaza una parte imprescindible de su ser, y negligente la existencia que carga simplemente con su desasosiego, arrastrándolo con pesar, en lugar de poder ver en ello una razón para la esperanza que se hace efectiva desde ahora mismo, en este instante presente. “Clarísimamente, la esperanza se expresa en la intranquilidad, en la renuncia al reposo, al aplazamiento; la renuncia a saber, a la programación, a la proyección”. (p. 66)
Muller-Colard no solo desarrolla sus pensamientos acerca de la intranquilidad recurriendo a experiencias propias, sino que también hace alusión a obras literarias, como Libro del desasosiego o Los hermanos Karamázov. Pero el evangelio, a través de distintos pasajes, figuras y personajes, es el recurso hacia el que se vuelve constantemente la autora.
Enfatizando la visión de la humanidad de Jesús, e introduciendo también la condición de la intranquilidad entre el conjunto de elementos que encarna durante su ministerio, Muller-Colard encaja la cuestión del desasosiego en el transcurso del relato bíblico. “Jesús no promete, a la manera de los charlatanes, la desaparición de todo lo que nos abruma. Nos invita simplemente a llevar su yugo, el de él, un yugo ligero” (p.82), señala. Y acto seguido introduce una pregunta que quizá sea algo común, pero que pocas veces se plantea desde el reconocimiento severo de la virtud del desasosiego: “¿Qué tiene de ligero ese yugo del Hijo del hombre que no sabe de lugares donde reclinar su cabeza, que sabe que entre sus discípulos hay seres versátiles, apasionados, cobardes o farsantes, que renuncia a su propia violencia y deja que la de los otros se abalance sobre él?” (p.82)
De esta manera alude la escritora a palabras como las de Juan 12:25: “El que se apega a su vida la pierde; en cambio, el que aborrece su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna”. Y es que la intranquilidad planea a lo largo de la narración del evangelio, y es necesario no confundirla con la falta de fe. La distinción entre una cosa y la otra es como la diferencia entre Pedro hundiéndose en el agua por la que había comenzado a caminar y Jesús angustiándose en el Monte de los Olivos, ante el advenimiento de su calvario.
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