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Autoridad, de Martyn Lloyd-Jones

Jesucristo se presenta deliberadamente como el Maestro autoritativo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos […]. Pero yo os digo”.

FRAGMENTOS 13 DE FEBRERO DE 2020 21:00 h
Martyn Lloyd-Jones.

Un fragmento de “Autoridad. Jesucristo, la Escritura, el Espíritu Santo”, de Martyn Lloyd-Jones (Editorial Peregrino, 2006). Puede saber más sobre el libro aquí.



 



La autoridad de Jesucristo



El testimonio de los Evangelios



Permítaseme recordar brevemente el alegato que se presenta en el Nuevo Testamento en defensa de esta gran aseveración de la autoridad definitiva y suprema del Señor Jesucristo. Es interesante advertir cómo el Nuevo Testamento asevera ese hecho al comienzo de todas sus afirmaciones. Lo hace en el mismísimo comienzo de los Evangelios. Pensemos en Mateo 1:23. Esto sucederá —se nos dice— a fin de que se verifique la siguiente afirmación: “He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros”. Ahí lo tenemos, al comienzo, justo en la mismísima introducción del Evangelio.



De la misma forma, el ángel que se apareció a María y le anunció esto hace la siguiente afirmación extraordinaria con respecto a este ser “santo”, a este niño que habría de nacerle: “Y su reino no tendrá fin”, el Señor eterno y universal. Luego, recordemos que el ángel que habló a los pastores dijo: “Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor”.



     Ahora bien, esa clase de afirmación se hace al mismísimo comienzo. ¡Qué trágica es la frecuencia con que, debido a nuestra gran familiaridad con las Escrituras, pasamos por alto cosas como esta! Los Evangelios se escribieron con un propósito muy claro y deliberado en mente. No fueron unos simples testimonios escritos, una mera recopilación de hechos. No, no cabe la menor duda de que tenían la intención de presentar las cosas desde un punto de vista concreto. Todos ellos presentan al Señor Jesucristo como el Señor, como esta Autoridad última.



     El mensaje de Juan el Bautista fue esencialmente el mismo. Ahí lo tenemos solo, tras haber predicado y bautizado al pueblo en el Jordán, cuando oye las murmuraciones de la multitud. Hablan entre ellos y dicen: “Sin duda, este ha de ser el Cristo. Nunca hemos oído una predicación como esta. Cuando vemos su rostro, ¿acaso no se percibe su autoridad? Este tiene que ser el Mesías que esperábamos”. Pero Juan se dirige a ellos burlándose y dice: “No soy el Cristo”. “Yo a la verdad os bautizo en agua; pero viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. Su aventador está en su mano, y limpiará su era, y recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará” (Lucas 3:16-17). ¡Observa la aseveración! “Yo no soy el Cristo, no soy quien posee la autoridad. Preparo el camino; soy el precursor, el heraldo. Él es la autoridad y está aún por venir”. Nuevamente, toda la idea gira en torno a aseverar la autoridad de Nuestro Señor. ¡Con cuánto cuidado estos Evangelios hacen esa afirmación una y otra vez!



     Luego hay otra cosa interesante en la que desearía hacer hincapié, algo que es la mismísima esencia de toda esta cuestión de la autoridad. Es su narración de lo que ocurrió en el bautismo de Nuestro Señor. Allí se somete al bautismo de Juan. Parece un hombre como todos los demás, un pecador después de todo; porque necesita bautizarse igual que cualquier otro. Pero aquí le tenemos, justo al salir del agua, cuando el Espíritu Santo desciende sobre Él en forma de paloma. Y más importante aún es la Voz, esa voz de los cielos que dijo como autenticación: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). Nuevamente ahí se hace mucho hincapié en su autoridad. En el monte de la Transfiguración se utiliza un lenguaje similar, pero se añade algo de la mayor significación e importancia. Nuevamente vino una voz de la excelencia de la gloria y dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd” (Mateo 17:5). En otras palabras: “Este es a quien debéis escuchar. Esperáis una palabra. Esperáis una respuesta a vuestras preguntas. Esperáis una solución para vuestros problemas. Habéis consultado a los filósofos, habéis escuchado y habéis preguntado: ‘¿Dónde podremos hallar una autoridad definitiva?’. Esta es la respuesta del Cielo, de Dios: ‘A él oíd’”. Nuevamente vemos que se señala a Él, que es presentado ante nosotros como la Palabra definitiva, la Autoridad última, Aquel a quien hemos de someternos, a quien hemos de escuchar.



     Ahora bien, he escogido estos incidentes porque son algunos de los acontecimientos más cruciales documentados en los Evangelios. No debemos considerarlos meros sucesos en la vida terrenal de nuestro bendito Señor. Lo son, pero se deja constancia de ellos de tal forma que queda de manifiesto esta idea en concreto: su autoridad única y definitiva. Todo en los Evangelios parece aislarle, centrar la atención en Él, incluida la Voz del Cielo mismo.



 



Las afirmaciones de Nuestro Señor mismo



Si pasamos de manera más directa aún al Señor mismo, veremos ciertas otras características de importancia. Pensemos, por ejemplo, en su enseñanza. Cómo se cuidaba siempre de hablar en términos de “mi Padre y vuestro Padre”. No dice “nuestro Padre”. Dice “mi Padre”.



Enseña a los discípulos a orar: “Padre nuestro”, pero nunca se incluye entre ellos. Siempre insiste en recalcar esta diferencia, que Él es el Hijo del Hombre. Es hombre y, sin embargo, no es únicamente hombre. En Mateo 11:27 tenemos una importante aseveración muy concreta y explícita, dice: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar”. Esa es una reivindicación de exclusividad que siempre hemos de tener presente. Luego en otros pasajes dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). “Yo soy la luz del mundo” (Juan 8:12). Hizo numerosas afirmaciones y declaraciones de esa índole.



     Luego adviértase, especialmente en el Sermón del Monte, la forma en que se presenta deliberadamente como el Maestro autoritativo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos […]. Pero yo os digo”. Aquí tenemos a alguien que no había asistido a ninguna escuela. No era fariseo. Se decía de Él: “¿Cómo sabe éste letras, sin haber estudiado?”. No vacila, se yergue y declara “Yo” con autoridad.



     Hemos de recordar que este acento característico que pone en su Persona es lo que le diferencia de los Profetas. Los profetas del Antiguo Testamento fueron grandes hombres. Fueron grandes personajes independientemente de que fueran utilizados por Dios y ungidos con el Espíritu Santo. Pero ninguno de ellos utilizó este “Yo”. Todos decían: “Así dice Jehová”. Pero el Señor Jesucristo no lo expresa así. Dice: “Yo os digo”. Se diferencia de inmediato de todos los demás. Parece decir: “Ahora ha llegado el momento de la autoridad definitiva”. En el Sermón del Monte recalca este hecho constantemente. No pone en contraste su enseñanza únicamente con las tradiciones de los antepasados, las eruditas enseñanzas de los fariseos y de los doctores de la Ley. No vacila en interpretar de forma autoritativa la Ley de Dios, entregada a los hijos de Israel a través de Moisés. Va más lejos aún que eso. Ya no se trata del “ojo por ojo, y diente por diente”, tal como se había dispuesto hasta ese entonces. Ahora es: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen”. El broche final de este gran sermón son algunas de las palabras más extraordinarias y asombrosas que jamás dijera: “Por tanto, cualquiera que oye estas palabras mías y las pone en práctica, será semejante a un hombre sabio que edificó su casa sobre la roca […]. Y todo el que oye estas palabras mías y no las pone en práctica, será semejante a un hombre insensato que edificó su casa sobre la arena” (Mateo 7:24-26 LBLA). Ahí, como podemos advertir, todo el acento recae en “estas palabras mías”. Aquí tenemos la aseveración de su autoridad definitiva. Y si es posible añadir algo más a esa aseveración, lo hizo cuando dijo: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. No hay nada por encima de eso.



 



Los actos y las aseveraciones directas de Nuestro Señor



Además de eso, consideremos sus obras. Examinemos sus milagros. ¿Qué propósito tenían? Por supuesto, eran actos bondadosos, pero esa no era su finalidad fundamental. Juan recalca constantemente en su Evangelio que eran señales. Eran señales deliberadas que dio a fin de aseverar y atestiguar su propia persona y su propia autoridad. Tenían el propósito de afirmar y autenticar el hecho de que era el Mesías prometido. Puesto que hoy día hay una enseñanza muy endeble y sentimental acerca de esta cuestión, nunca hemos de olvidar que el objeto primordial de los milagros era simplemente dar testimonio de la persona de Nuestro Señor, aseverar su autoridad y establecer que Él era el Hijo de Dios fuera de toda duda. Él mismo lo afirma en muchos casos.



     Pensemos en otro notable incidente. Jesús iba caminando un día cuando vio a un hombre llamado Mateo sentado al banco de los tributos públicos. No vacila en abordar a ese hombre en medio de sus ocupaciones laborales y decirle: “Sígueme”. Y Mateo se levantó, lo dejó todo y siguió a Jesús. Se acerca a los hijos de Zebedeo y dice lo mismo. También ellos dejaron sus barcos, sus redes, a su padre y todo lo demás. Aquí tenemos a Alguien que no vacila en hablar con una especie de tono totalitario cuando ordena: “Sígueme”. Y fueron y le siguieron. Eso es el Evangelio en acción. Eso es la evangelización. Así es como nace la Iglesia. Esa es la forma en que se lleva a cabo la obra de Dios.



     ¡Pero llegó a ir más lejos aún! No vacila en afirmar que tiene el poder para perdonar los pecados. E insiste en recalcarlo. “¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?”, decía el pueblo. Pero Él perdona los pecados. Asevera que posee la autoridad y el poder para ello y lo demuestra. De forma que le dice al hombre: “Levántate y anda”, como una señal de que también tiene el poder para perdonar los pecados. Todo esto es puramente una cuestión de autoridad. Muy a menudo, cuando los ministros predicamos los Evangelios, tomamos estas cosas y las convertimos en parábolas acompañadas de pequeños mensajes agradables y reconfortantes. Pero perdemos de vista lo importante. Deberíamos predicar al Señor Jesucristo y aseverar su autoridad.



     Lo que muchos tienden a hacer hoy día es lo siguiente. Dicen: “Adopta el cristianismo. Merece la pena. Soy testigo de ello”. Se pronuncia un pequeño sermón, pues, y se llama a algunos para que testifiquen. ¿Cuál es la razón por la que se espera que las personas deseen aceptar el cristianismo? Porque funciona. Hace esto o aquello. Nos promete la felicidad. Nos proporciona paz y gozo. Mi opinión es que esa es una evangelización falsa. Nuestra tarea consiste en predicar al Señor Jesucristo, la Autoridad última. Se nos dice que le declaremos y que los hombres y las mujeres habrán de presentarse ante Él cara a cara. Las sectas pueden ofrecernos “resultados”. La Ciencia Cristiana nos dirá que si haces esto y aquello podremos dormir por las noches, dejaremos de preocuparnos, nos sentiremos más sanos y dejaremos de sentir dolor. Todas las sectas pueden hacer ese tipo de cosas. Nosotros no hemos de hacerlo. Debemos presentar a Cristo y hacer que las personas se enfrenten cara a cara con Él. Ese



fue su propio método.



     He seleccionado estos ejemplos para mostrarte que todo el Nuevo Testamento está claramente concebido para convencernos de la autoridad de Jesucristo. Está claro que, si Él no es quien afirma ser, no hay por qué escucharle. Si lo es, entonces estamos obligados a escucharle y hacer todo lo que nos pida. Nuestra propia felicidad no es el criterio. Si permite que sigamos enfermos o con problemas, o con cualquier cosa que desee, nosotros hemos de responder: “Sí, Señor”. Lo haremos porque Él es el Señor. Él es la Autoridad.


 

 


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