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“AMLO y la religión: el estado laico bajo amenaza”, de B. Barranco y R. Blancarte (II)

El presidente mexicano no duda en construirse la imagen religiosa más adecuada para sus intereses políticos.

GINEBRA VIVA AUTOR 79/Leopoldo_CervantesOrtiz 17 DE ENERO DE 2020 09:00 h
Roberto Blancarte.

En la primera parte del volumen (pp. 15-90), Roberto Blancarte (profesor-investigador de El Colegio de México, miembro de El Colegio de Sinaloa y toda una autoridad en el tema de la laicidad dentro y fuera de México), profundiza varios de los análisis que ha producido en los últimos años, en los que, con particular agudeza, ha señalado persistentemente los riesgos de la actuación de Andrés Manuel López Obrador, desde antes de triunfar en las elecciones presidenciales de 2018. En la primera sección (“Los liderazgos populistas y la religión”) ubica la actuación de AMLO en el marco de lo que está aconteciendo en la política mundial actual en torno a gobernantes populistas tales como Trump en Estados Unidos, Boris Johnson en Gran Bretaña o Jair Bolsonaro, en Brasil. Algunas de sus características son similares: se oponen a la globalización, son nacionalistas, nativistas y proteccionistas. Otra constante es que varios de ellos están reintroduciendo “a la religión en el espacio del Estado, de donde había sido expulsada, poniendo en riesgo los objetivos de garantizar la libertad de conciencia, la igualdad y la no discriminación”, lo que conlleva también un peligro para la laicidad del Estado. Además, el discurso, de tono maniqueo, que opone la bondad del pueblo a la corrupción de las élites aparece de modo parecido en este tipo de políticos, así como el clientelismo que mantiene una actitud de dependencia por parte de quienes ejercen el poder.



El liderazgo personalista es otro de los aspectos comunes que apunta hacia un “mesianismo político”, sobre todo cuando se apela a fuentes sagradas o religiosas que contribuyan a legitimar el poder: “La mezcla entre religión y política, a través de una especie de cesaropapismo contemporáneo, tiene frecuentemente efectos nocivos para las libertades de las personas, sobre todo aquellas que, compartiendo o no una preferencia religiosa, no necesariamente coinciden en las visiones morales que éstas generan” (p. 17). En este contexto, contradictoriamente, el Estado laico se ve atacado desde dentro por quienes tendrían la obligación de afirmarlo, pues uno de los problemas que causa el populismo es que se puede afectar el entramado jurídico que garantice el respeto irrestricto a las libertades. De ahí que la introducción de elementos religiosos en la gestión pública puede distorsionar la labor de los funcionarios, máxime cuando éstos asumen que parte de su labor está al servicio de sus convicciones o dogmas.



 



[photo_footer]Libro coordinado por Blancarte[/photo_footer]Uno de los problemas de estos gobernantes es que ignoran “tanto la trayectoria histórica de su entorno como las instituciones que han sido creadas alrededor de un determinado régimen” (p. 18), lo que ocasiona que traten de imponer políticas más acordes con sus creencias, a contracorriente de la dinámica socio-política. Blancarte distingue muy bien entre esta nueva camada de políticos y los antiguos conservadores pues los últimos buscan domesticar y manipular el elemento religioso para sus propios fines políticos. Para explicarlo recurre a los casos de Brasil y Argentina en la primera mitad del siglo XX. Asimismo, se refiere al crecimiento de minorías religiosas, como las evangélicas, que comenzaron a aparecer en la arena política en las últimas décadas y que se han incorporado al “mercado político” mediante una serie de prácticas que no existieron anteriormente. El resultado ha sido “no sólo el sobredimensionamiento de algunas posturas sociales provenientes de lo religioso, que en general reforzaron las posturas más conservadoras en la arena pública, sino, sobre todo, el abierto retorno de expresiones religiosas en la política, avaladas por todo tipo de líderes populistas” (p. 21), lo que ha modificado el panorama de formas bastante imprevistas.



En El esquema político-religioso de López Obrador; salvar a México, se destaca la forma en que AMLO se ha presentado a sí mismo como un político de izquierda, aun cuando muchas de sus ideas van, en realidad, en contra de esa postura, especialmente las que tienen que ver con el aborto, el matrimonio igualitario e incluso el divorcio, en su afán por mostrar los “frutos prohibidos del neoliberalismo” (p. 23). Sus concepciones y su lenguaje están impregnados de una visión religiosa, nada ausente de su quehacer político y social. Da la impresión, según Blancarte, de que AMLO participa de una oposición profunda a la secularización, entendida ésta como “el proceso mediante el cual las diferentes esferas de la vida […] se separaron de la religiosa”. Por eso este sociólogo lo califica como “integralista”, esto es, como alguien “que se niega a dejarse reducir a prácticas de culto y convicciones religiosas, pero está preocupado por edificar una sociedad cristiana, según la enseñanza y bajo la conducta de la Iglesia, aunque recientemente pierda esta connotación eclesial. Se conecta con lo social, porque pretende penetrar toda la vida pública y adquiere así una dimensión popular”, como explica en una nota a pie de página (p. 36).



Con ello en mente, quedan bastante claros los ejemplos que proporciona sobre el accionar de AMLO, quien ya como presidente no ha cejado en su intento por hacer visible su creencia en que ciertos postulados religiosos pueden ser útiles para renovar o “regenerar” al país. Su crítica es incisiva, al referirse a un tema concreto: “El combate a la corrupción no es, para López Obrador, parte de una lucha cívica, ciudadana o gubernamental. No; se trata de una lucha religiosa, identificada además con una convicción religiosa en particular, la cristiana. Mezclada además con posturas económicas nacionalistas. Como si se quisiera construir una alianza católico-cristiana-nacionalista en la que el jefe del Ejecutivo es una especie de supremo sacerdote que conduce al pueblo a su salvación tanto material como espiritual (p. 26, énfasis agregado)”. La idea de “salvar a México” en todos los aspectos (económico, político, social, moral) tiene una doble connotación, en la que lo religioso desempeña un papel central, por lo que AMLO continuamente ha hecho alusiones a textos bíblicos y, en el colmo de su paroxismo, ha invitado a los ciudadanos a comportarse como “buenos cristianos” (26 de enero de 2019). La preocupación de Blancarte es categórica:




Lo suyo es una tarea de salvación nacional encabezada por un liderazgo cuasi religioso, convencido de la necesidad de moralizar un país, con la ayuda de las iglesias y los grupos religiosos. Es, en pocas palabras, una tarea que implica revertir el proceso de modernización y laicización del Estado mexicano emprendido por Juárez y los hombres de su generación, con las Leyes de Reforma, que, entre muchas otras cosas, separaron al Estado de las iglesias y establecieron la libertad de religión. ¿Por qué un hombre que se dice juarista ha emprendido esta tarea regresiva? (p. 35)




Ésa es la razón por la que López Obrador supuso que debía empeñarse en producir una “constitución moral”, la cual es vista por Blancarte como “el gran equívoco” por causa de sus “exhortaciones” para el buen comportamiento de la sociedad, que son vistas completamente fuera de lugar por parte del gobernante de un Estado laico. La misma impresión han causado sus alusiones a la felicidad, a la bondad del pueblo y su convencimiento de que los elementos religiosos pueden transformar realmente al país. La “constitución moral” a la que se refirió al principio y la posterior distribución de la Cartilla moral del escritor Alfonso Reyes (1889-1959) han venido a confirmar los temores acerca de la enorme ingenuidad del mandatario. Su postulación por parte del partido filo-evangélico Encuentro Social ni hizo sino corroborar las crecientes sospechas acerca de la mayor intromisión de lo religioso en su agenda y en su pensamiento, con todo lo que eso implicaba: posturas afines a los sectores más reaccionarios de las iglesias evangélicas y una mayor “derechización” de su discurso para complacer a las bases de estas comunidades y a otras de la misma línea. La “la gran reserva moral” que cree ver en las comunidades religiosas es otro de los componentes de esta visión reduccionista de la solución de los problemas nacionales. Esa comprensión y el lenguaje en ocasiones abiertamente religioso le ha granjeado un gran rechazo en amplios sectores, aun cuando ha tratado de aclarar que su perspectiva es más bien “ecuménica”, esto es, abierta a todas las creencias o hacia la increencia también.



El anuncio de convocar a un “Constituyente” en el participarían todo tipo de personas y “practicantes de las distintas religiones”, a través de un “diálogo ecuménico, diálogo interreligioso, diálogo de religiosos y no creyentes, diálogo para moralizar a México” no se ha materializado, por fortuna, hasta el momento, pero su tendencia a “espiritualizar” la acción política y social sigue vigente. A partir de esta descripción, Blancarte hace un recuento de la forma en que ha sido rechazada esta percepción en diferentes espacios, incluso por personajes que en otro tiempo casi tuvieron un acercamiento con él, como es el caso del poeta católico Javier Sicilia, uno de los varios críticos citados por el autor: “Cuando una institución de poder se vuelve garante de la moral —la historia de la institución clerical lo muestra con creces—, la moral se corrompe, se hace farisaica en el sentido del Evangelio” (p. 46). La difusión de la Cartilla moral ha sido duramente cuestionada también, pues no se duda de las buenas intenciones del presidente, pero la manera de promoverla (mediante un sector de las iglesias evangélicas neopentecostales dirigido por Arturo Farela Gutiérrez) ha ocasionado severas reacciones adversas.



Así es como llega Blancarte a plantear el que es, acaso, el argumento más polémico de todo el libro: “AMLO no es evangélico, aunque lo parezca”, como se titula la cuarta sección de su colaboración. Al dejarse bendecir y acompañar tan cercanamente por dirigentes religiosos como Farela Gutiérrez, el ahora presidente, originario de un estado donde la tercera parte de la población es de filiación evangélica, ha dado muestras firmes de un convencimiento más ligado a la experiencia religiosa de ser señalado por el designio divino para transformar al país. Pero aquí es donde Blancarte cuestiona de fondo la fe evangélica de AMLO y señala la ambigüedad con que se ha comportado al momento de definir sus creencias con precisión: 




Las anteriores manifestaciones de la religiosidad del entonces precandidato, profusamente difundidas en las redes sociales, no hacen de López Obrador un evangélico, aunque él se suma en formas de paroxismo pentecostal. […] En realidad, aunque él juegue ambiguamente con la denominación de “cristiano”, asumiéndose más bien como un seguidor de Cristo, pero haga creer a los evangélicos que es uno de ellos, en realidad se ha declarado abierta y públicamente como “católico”. Un verdadero evangélico jamás afirmaría eso (p. 65, énfasis agregado).




Como otros populistas, observa Blancarte, AMLO no duda en construirse la imagen religiosa más adecuada para sus intereses políticos, integrando elementos de diversas formas de cristianismo, en este caso. Se trata, evidentemente, de la “mezcla posmoderna de un creyente inmerso en un proceso de secularización que lo ha hecho construir una visión muy personal de sus creencias” (p. 67). Al querer complacer a todos, no vacila en asumir la ambigüedad como consigna y ha llegado al extremo de visitar al papa Bergoglio (en 2015) y de citarlo en varias ocasiones como referencia, sin dejar de criticar la institución papal en otras, y al mismo tiempo, “fue actor central de una ceremonia que precisamente repetía todos los elementos del new age mexicano” (p. 72) con rasgos pretendidamente indígenas.



Con todo este telón de fondo y la acumulación de situaciones descrita, “La deuda de AMLO con el Estado laico” (última sección de Blancarte) es muy grande, debido al enorme riesgo en que está incurriendo al imponer sus creencias personales como base de algunas políticas públicas: “En una nación como la mexicana, con un Estado laico, se supone que las creencias personales del presidente son irrelevantes simple y sencillamente porque él (así como el conjunto de servidores públicos) no tiene permitido involucrarlas en la cosa pública. La idea de separar las creencias personales de la función pública es central” (p. 75). Pasar por alto su repetido ideario “juarista” y la gran tradición liberal y laica del país es más que un exabrupto: es desconocer las leyes y actuar a contracorriente de ellas. La laicidad del Estado afirmada en el artículo 40 constitucional (modificado en 2012 para tal fin) tiene que ser respetada en todas las esferas del espacio público. Todo lo que se ha derivado de la laicidad ha tenido consecuencias positivas en México, a pesar de las críticas que pueda recibir: libertad de cultos, educación laica, separación de las Iglesias y el Estado, no participación de ministros de culto en política y mucho más.



Como experto en el tema de la laicidad, Blancarte hace también un repaso de las características que ésta puede asumir y de los diversos matices con que puede experimentarse, pero sin dejar de lado que, en un país como México, son los gobernantes quienes deben dejar constancia, en la práctica, de lo que afirma la Constitución política en ese sentido. En ese punto cita su ensayo “Retos y perspectivas de la laicidad mexicana” (2000) y su libro El Estado laico (2008), en donde profundiza en esos detalles. Así, es posible advertir finalmente el quid de toda esta discusión: “el problema en la gestión pública del proyecto político-religioso de Andrés Manuel López Obrador [consiste en] introducir lo religioso en la gestión pública, apelando a iglesias y sus ministros de culto para resolver problemas (como el de la seguridad o la reconstrucción del tejido social) que le corresponden al Estado o, peor aún, el transformar la Presidencia de la República en un ministerio religioso, con tonos moralizantes de acuerdo con la visión de una religión específica” (p. 81).



Al ser disruptivo hacia “la lógica y el sentido de la laicidad mexicana”, AMLO ha entrado en una peligrosa dinámica “que confunde los papeles y funciones del presidente de la República con el de los ministros de culto”, además de que “lo hace desde una religión específica (la cristiana, en su sentido amplio), aunque pretenda situarse luego como una especie de sacerdote panreligioso, cuyo objetivo es conciliar a las religiones y a creyentes y no creyentes” y, por último, porque, “al reintroducir a lo religioso y a los religiosos en la gestión pública, incide directamente en el núcleo central del Estado laico, que es la fuente de su legitimidad y autoridad política” (p. 84). Un Estado laico débil es lo peor que podría dejar como legado a un país que se debate en el esfuerzo por solucionar sus acuciantes problemas presentes y ante los cuales la religión, si bien es un factor que no debe ignorarse, tampoco es la panacea y menos viniendo desde la manipulación de un poder transitorio. Ésas son algunas de las grandes lecciones que deja Blancarte con su ensayo. Y sus palabras son contundentes:




Cuando López Obrador asume un papel cuasi sacerdotal, refiriéndose continuamente a enseñanzas religiosas, cuando confunde su papel como servidor público con el de un ministro de culto, cuando invita a sacerdotes y pastores a participar en cuanto tales, en actos oficiales, cuando pretende predicar y moralizar desde una perspectiva religiosa particular (la cristiana) al conjunto de la población, cuando invita a ministros de culto a distribuir una cartilla moral (además aderezada de elementos religiosos), como si fueran agentes de gobierno, cuando acepta que líderes religiosos entablen diálogos y acuerdos con miembros del crimen organizado, cuando preside ceremonias oficiales, con contenidos y símbolos religiosos, cuando acepta, como presidente de la República, ser ungido y consagrado por supuestos o reales representantes de los pueblos originarios, en todos estos casos, rompe abierta y descaradamente el principio histórico de separación [entre el Estado y las iglesias] (p. 86).



 

 


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