Hay un instante en que, en una vida con carácter autocrítico y honesta con su insatisfacción, todo se desmorona en busca de un sentido que justifique todo exceso, rechazo, aceptación y decisión. Entonces, es fácil percibir que no existen excusas.
“Quiero que todo lo que es inexplicable lo sea, porque veo los límites de mi mente”. Lev Tolstói
Pocos escritores dedican un espacio autobiográfico tan detallado y, sobre todo, sincero a explicar su búsqueda de un sentido de la vida y el proceso de sus propias creencias como lo hace Tolstói en su Confesión. Un relato expositivo, más que de reflexión, en el que el autor ruso desnuda ante el lector su mente, con el objetivo de mostrar un espíritu quebrado, turbado por haber perdido toda razón de existencia.
De este modo, se establece una relación que trasciende a la de simple emisor y receptor de pensamientos, dotando Tolstói a quien osa compartir sus tribulaciones más fundamentales del papel de confesor, y vaciándose ante él por completo, de tal manera que el escritor recurre constantemente a un concepto para explicar el desarrollo de su vida y cuyo significado alude a la aniquilación.
Porque es eso lo que confiesa el autor, que en su búsqueda de algo que aplacase las voces de duda alrededor de su existencia, y una presencia cada vez más agigantada de la compañía de la muerte, todo se viene abajo, se pulveriza como si no tuviese valor alguno, como si nunca hubiese existido de verdad. Su vida se derrumba en montones de añicos innecesarios que en un momento llegaron a ocupar un lugar aparentemente importante en la vida del escritor, y de los cuales, al final hace ascos y desproveé de toda relevancia para garantizar que no vuelvan a clavarse en su persona y su alma, heridas y angustiadas.
Es tal el acercamiento que Tolstói brinda de su proceso de aniquilación a través del detalle, que uno puede acompañarle sin oposición en su entrega al nihilismo salomónico. Esto es, la conciencia de que todo lo que permanecía revestido de un carácter de disfrute imprescindible, no solo se ha vuelto transitorio, sino que se desvanece ante una mirada insatisfecha y que, en un ejercicio de autocuestionamiento honesto, se cree abocada a la aniquilación. Se trata del limbo que se va oscureciendo y al que el autor se refiere cuando dice que “no podía esperar las tinieblas con paciencia”. O como cuando él, creador de pensamiento y moldeador de la opinión pública, se aparta a la inacción, se inicia en la negación. “No tenía deseos, la satisfacción de los cuales encontrase razonable. Hasta que no supiese por qué, no podía hacer nada”.
EL AMARGO DESCUBRIMIENTO DE LA VANIDAD
Lo que más duele de la decepción de la búsqueda de Tolstói es su insatisfacción, de tal manera que le hace preguntarse a uno si el escritor obtuvo felicidad en algún momento, y si realmente el gozo de la familia, del éxito literario y del reconocimiento público lo fueron para él. El relato descarnado de sus sucesivos (des)encuentros con las ciencias experimentales y las especulativas resulta, cuanto menos, trágico. “La verdad siempre había sido verdad, pero no la admitía, pues aunque aceptaba que 2x2=4, no aceptaba que yo era malo”.
El descenso hacia la propia destrucción se hace aún más evidente cuando confiesa, él que había abandonado sus oraciones y ayunos ortodoxos de niño por una carrera en la razón ilustrada, que “no puede ser que este estado de desesperanza sea propio de los hombres” y que “no puede ser que la misma razón niegue la vida si es la creadora”. En ese momento, cuando Tolstói trata a la vida de “putrefacción”, es cuando se inicia un cambio en la tendencia de su búsqueda.
Abocado al suicidio pero, según él mismo, demasiado cobarde para efectuarlo, abandona el aliento de sinsentido de Salomón y Schopenhauer y convierte el descubrimiento de la vanidad en una base sobre la que comenzar a reedificar un sentido concreto para su existencia. “Comprendí que, si quería vivir, no debía buscar el sentido de la vida en los que lo habían perdido, sino en los que vivían”, declara.
LA FE COMO SALVAGUARDA ANTE LA AUTODESTRUCCIÓN
Tolstói regresa a la Iglesia Ortodoxa, a los ayunos, las oraciones rígidas y lo que él llama ‘doctrina’, pero lo hace desde la realidad del hombre aniquilado, completamente hecho pedazos después de afrontar cualquier explicación existencial, y no desde la soberbia con la que habría podido combinar su religión de niño y el estatus que adquiere.
Pero su visión ha cambiado. Ahora no es un feligrés más, que no piensa ni sabe lo que hace, y, por lo tanto, al cual le resultaría muy fácil dejar de hacer lo que hace. El escritor, el hombre que ha sido destruido, puede ahora aplicar una visión crítica y aplicar la capacidad de distinguir la fe y el dogma. Quizás, por eso, cuestione las hostilidades entre católicos, ortodoxos y protestantes en la Rusia imperial del siglo XIX. “La verdad se revela en el amor”, dice quien considera a “la iglesia como reunión de creyentes unidos por el amor y, por tanto, poseedores de un conocimiento verdadero”.
Su renovación resulta evidente, y consoladora para el lector, cuando admite que mantiene una búsqueda, pero reorientada. “Mi vida, la de todo el mundo depende de una voluntad externa. Para comprender esa voluntad, primero debo vivir para cumplirla. La fe siempre añade el sentido del infinito a la existencia finita del hombre. Es el conocimiento de la vida humana y su sentido, a consecuencia del cual el hombre no se destruye, sino que vive”.
Y así, abandonando el Eclesiastés, y a Schopenhauer, y dejando de lado cualquier concepción de “la fe como elemento epicúreo”, solo para un consuelo agradable, una anestesia del disfrute, el escritor ruso concluye asegurando que “Dios ha hecho al hombre de tal manera que puede arruinar su alma o salvarla”, y remarcando que “la causa no es una categoría del pensamiento como el espacio y el tiempo”. “Si existo, es que la causa de esto existe también”. Es el fundamento de alguien que comienza a levantarse desde las cenizas de su propia aniquilación. El reverso necesario para salvaguardar el destino de una búsqueda del sentido de la vida que debe pasar por la autodestrucción para comenzar a construirse de nuevo.
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