El tiempo para invertir en ellos es hoy, y lo más importante a resaltar, es que nadie nos puede sustituir en nuestro papel de padre o madre.
Un fragmento de “Tus hijos sí importan”, de Juan Varela y Mª Mar Molina (Editorial Clie 2019). Puede saber más sobre el libro aquí.
CAPÍTULO I- Ser padres hoy: ¡Misión posible!
Los hijos: un encargo divino
El Salmo 127 se constituye en sí mismo como uno de los salmos con mayor proyección en cuanto al hogar y los hijos.
Si no somos capaces de construir nuestros hogares y edificarlos sobre la base de la Palabra de Dios, en vano trabajamos como constructores.
Otras versiones dicen: en vano trabajan los albañiles, y esto nos da la idea de que nuestros hogares se construyen ladrillo a ladrillo, en todo un proceso de edificación.
Sobre la base de un hogar estable nos viene la promesa de los hijos como una herencia dada directamente por Dios: Herencia de Jehová son los hijos (25), pues estos no nos pertenecen, son de Dios y Él nos los confía por un corto espacio de tiempo para que los eduquemos y los soltemos, se los devolvamos.
Desde el momento en que nuestros hijos nacen, comienza un lento camino a la independencia, hasta que un día vuelen del nido para comenzar a escribir su propia historia.
Para ese vuelo y esa proyección los padres tenemos la gran responsabilidad de dirigir bien sus vidas a fin de lanzarlos como saetas en manos del valiente (26), en la dirección correcta, habida cuenta de los peligros que entraña la sociedad líquida que venimos describiendo.
Desde el momento en que nuestros hijos nacen, comienza un lento camino a la independencia, hasta que un día vuelen del nido para comenzar a escribir su propia historia
El tiempo para invertir en ellos es hoy, y lo más importante a resaltar, es que nadie nos puede sustituir en nuestro papel de padre o madre. Es en este rol y responsabilidad, donde como padres somos insustituibles.
En nuestro trabajo nos podrán sustituir, alguien lo podrá hacer por ti y no pasará nada pues no somos imprescindibles, pero en nuestro hogar, y en nuestros papeles de padre y madre sí somos imprescindibles e irreemplazables.
Para nuestros hijos somos únicos e insustituibles y tenemos la responsabilidad y el privilegio de estar presentes, mientras ellos tienen la necesidad y el derecho de que estemos, ¡para eso somos sus padres!
Se cuenta la historia de un hombre de negocios que todos los días al llegar del trabajo le llevaba a su hijo un costoso regalo, que le entregaba al llegar a casa, tras lo cual se encerraba en su despacho para seguir trabajando.
Un día el hijo con apenas 8 años le preguntó a su padre: “Papi cuanto ganas a la hora?”, a lo que su padre extrañado le respondió: “Bueno, hijo, no estoy seguro, quizás 100 dólares…”, al día siguiente el jovencito le entregó a su padre 50 dólares mientras le decía: “Papi quiero comprar media hora de tu tiempo”.
Y es que nuestros hijos cuando sean mayores no recordarán lo que les regalamos, pues ningún regalo puede ser un sustituto de nuestro tiempo con ellos, no recordarán las marcas de sus ropas, o el diseño exclusivo de sus juguetes, pero sí el tiempo de calidad que hemos pasado juntos, los momentos de juego, las aventuras vividas juntos, experiencias únicas que quedarán grabadas para siempre.
El tiempo con nuestros hijos es nuestra mejor inversión, tiempo a cada uno en particular, nunca debemos sustituir tiempo por regalos, los hijos no quieren lo que les podamos dar, simplemente nos quieren a nosotros.
El privilegio de la paternidad
En la década de los 90 pastoreábamos una iglesia en la bonita isla de Mallorca. Cada día regresaba a casa cansado y lo único que me apetecía era sentarme en el sofá a desconectar viendo un poco la televisión.
El caso es que había un pequeño niño que esperaba a su papi para que le contara un cuento antes de dormir. Algunas ocasiones consentía a regañadientes, como quien cumple una obligación, hasta que un día el Señor me puso las cosas claras.
Una noche mientras dormía, soñé que llegaba a casa cansado y cargado, mi hijo estaba ya en su camita esperando que papi le contara el cuento, lo arropara y le diera un beso y oración de bendición.
Sin embargo al llegar a su habitación yo le decía: Hijito hoy estoy muy cansado, ya te contaré el cuento mañana, y me iba al salón.
Siempre en el sueño, me despertaba a la mañana siguiente y cuando iba a la habitación de Noel, de repente ya había crecido, se había hecho un adolescente y no quería “cuentos” ni abrazos de su padre. Ya era tarde, lo había perdido.
Ese sueño, profético para mi vida en aquel entonces, me hizo volver a la realidad y ser consciente de que el tiempo de la niñez es fugaz, pasa demasiado rápido, y ya no vuelve atrás.
Yo había caído en el error ministerial de gastar mi tiempo y energía en ser luz, en ser sacerdote para otros, mientras mi casa, si no prestaba atención, corría el riesgo de quedarse a oscuras: Me enviaste a guardar viñas y la viña que era mía no guardé (27). Qué importante cuidar nuestro hogar, nuestra familia como nuestra primera iglesia y principal prioridad.
Desde aquel sueño también fui consciente del alto privilegio que tenía cada día con mi hijo. Ya no perdí más tiempo y a lo largo de sus años de infancia, fue un auténtico placer y todo un privilegio crear junto a él pequeños momentos de intimidad compartida.
Aún recuerdo su sonrisa cómplice y su emoción cuando comenzaba a contarle el cuento, despertando su fantasía y la magia de su imaginación. A veces se quedaba dormido en mi hombro.
Pequeño y frágil en su ingenuidad infantil, vulnerable y confiado, en aquellos momentos yo era su mundo y su completa seguridad. Yo, su padre.
Por todo ello los hijos son encargos divinos que Dios nos confía para que los recibamos, los formemos y los enviemos.
En la última parte del libro ahondaremos más en estos conceptos pues como veremos el mayor legado y la mayor herencia no consiste en “darles” sino en “darnos”.
Los que somos padres y tenemos hijos ya adolescentes o adultos, nos damos cuenta de la rapidez con la que nuestros hijos crecen, parece que fue ayer cuando los podíamos tener en nuestros brazos, cuando los bañábamos, cuando empezaron a dar sus primeros pasos, decir sus primeras palabras.
Pero, ¡cuánto ha llovido desde entonces! Cuántas vivencias, experiencias, cuántas alegrías y tristezas vividas al lado de nuestros hijos, cuántas risas y lágrimas que como padres hemos tenido que vivir, gozar, sufrir.
En mi despacho, conservo plastificada una hoja con un mensaje muy importante para mí como padre, se trata de un dibujo que hace muchos años me regaló nuestro hijo cuando regresé de un largo viaje ministerial.
En el centro hay un gran corazón en cuyo interior pone: Noel + Juan + María del Mar = AMOR, pero la frase con la que comienza es la que realmente aún hoy sigue cautivando mi corazón: ¡Bienvenido! Hola papá, te quiero, no sé cómo expresarme de tanto quererte, cuando tú te vas es como si yo no existiera…, te dejo esta carta con mucho amor. Tu niñito Noel.
Cada vez que lo veo, efectivamente me parece que fue ayer, y hoy con nuestro hijo ya adulto, me doy cuenta de que el tiempo pasa muy rápido y no vuelve, de forma que estemos presentes en sus vidas tanto como nos sea posible, especialmente en los momentos cuando necesitan compartir con nosotros las experiencias que para ellos son importantes, cuando tienen alguna vivencia nueva, cuando dudan sobre algún aspecto de su vida, o cuando simplemente necesitan el calor de nuestra presencia a su lado, pues somos nosotros su fuente de estabilidad emocional y espiritual.
Un día escuchamos la siguiente frase: Los hijos son ejemplares únicos y tienen solo una oportunidad en la vida, no se puede pensar que si sale mal habrá otra oportunidad para ellos.
Habrá oportunidades de arreglar o compensar lo deteriorado, pero no de poner otro fundamento (28). Y es cierto, el tiempo para actuar es hoy, el tiempo para informarnos, para formarnos, para reconocer, para cambiar, para hacer, es hoy.
Es por todo ello, querido lector, que te felicitamos por el interés en este tema, pues al hacer tuya la lectura de este libro nos estás comunicando que tus hijos SÍ te importan.
(25) v.3
(26) Sal. 127:4
(27) Cant.1:6
(28) Solá, David, Educar sin Maltratar, Tyndale, p.17, Barcelona 2002
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