Chumacero no es de los poetas mexicanos más famosos en el extranjero. Pero si acaso fuera solamente por Responso del peregrino, merece un lugar entre los grandes autores de la lengua castellana.
Yo, pecador, a orillas de tus ojos miro nacer la tempestad.1 A.C. “Responso del peregrino”
Así comienza uno de los mayores poemas de amor de la lírica mexicana del siglo XX, obra de Alí Chumacero, de quien recientemente se han conmemorado cien años de su nacimiento. Se trata, en palabras de José Emilio Pacheco, de “un canto epitalámico, cruzado desde el principio por ecos de oraciones fúnebres, en que antigenéricamente se predice para la pareja no el porvenir de los cuentos de hadas sino la dificultad irremontable de la convivencia humana y el final ‘despeño de la esperanza’”.2Ciertamente difícil, y por momentos hasta críptico, el poema, perteneciente al tercer libro de Chumacero, Palabras en reposo (1956, 1966), despliega en su exuberante vocabulario y linealidad, un pasmoso conjunto de creencias, mitos y afirmaciones que van desde la filosofía hasta la teología pasando, parsimoniosamente, por la religiosidad popular plenamente asimilada.
El propio autor explica los orígenes de este texto magnífico:
El poema fue concebido en vísperas de contraer matrimonio y está dedicado a la que luego sería mi esposa, de nombre María de Lourdes. Lo escribí en el término de cuatro meses: de febrero a mayo de 1949 y se publicó en el suplemento cultural del periódicoNovedades; me casé en julio. Está dividido en tres partes: la primera es una evocación precisamente de la Virgen de Lourdes; la segunda es una premonición o un preconocimiento de lo que será la vida matrimonial, y la tercera, una especie de imaginación entre lo que resulta de contrastar la vida de la tierra y la del más allá.3
Los versos subsiguientes muestran el flujo del pensamiento poético desatado:
Sumiso dardo, voz en la espesura,
incrédulo desciendo al manantial de gracia;
en tu solar olvida el corazón su falso testimonio,
la serpiente de luz y aciago fallecer,
relámpago vencido en la límpida zona de laúdes
que a mi maldad despliega tu ternura.
La siguiente estrofa retoma el lenguaje litúrgico para ir engarzando en los versos la expresión amorosa que linda en la celebración religiosa, como parte del atrevimiento del hablante al que no lo detiene nada para hacer sentir su rebosante arrobamiento ante la persona amada.
Elegida entre todas las mujeres,
al ángelus te anuncias pastora de esplendores
y la alondra de Heráclito se agosta
cuando a tu piel acerca su denuedo.
La métrica casi perfecta, con versos que se expanden y se autolimitan en una respiración admirable, además de la combinación de elementos filosóficos y motivos mitológicos, hacen que el poema fluya como un río que sabe el destino de su desembocadura. Hernán Bravo Varela se ha referido a una de las características centrales de esta poesía y también al linaje del poeta nayarita: “Dicha solemnidad no se entiende sin las afinidades electivas de nuestro autor: los Salmosy el Eclesiastés, [Stéphane] Mallarmé, [Rainer Maria] Rilke, [José] Gorostiza, [Xavier] Villaurrutia y [LUis] Cernuda. Expresión a la vez suntuosa y sentenciosa, destinada a hacer ponderaciones de tinte filosófico y construir templos del conocimiento; limpidez acentual en versos letánicos pero flexibles”.4La alusión bíblica, ligada a la experiencia epifánica, cercana al encuentro amoroso, es puntual y exacta:
Oh, cítara del alma, armónica al pesar,
al luto hermana: aíslas en tu efigie
el vértigo camino de Damasco
y sobre el aire dejas la orla del perdón,
como si ungida de piedad sintieras
el aura de mi paso desolado.
“Letanía”: ésa es la palabra de procedencia litúrgica que ayuda a deletrear y a paladear esta poesía que se despliega en esa solemnidad casi cultual para detallar esa antihistoria del amor que, en medio de la existencia, tiene un asidero metafísico, con nombre y apellido, pero con aspiraciones que no caben en la mera enunciación. La mención de María, designada arbitrariamente por el hablante por así convenir a sus intereses, coloca a la amada en una esfera casi religiosa que la corona de una serie de virtudes que el poema enumera sin tregua, sin descanso para su imaginación poseída por el fuego del asombro y la pasión:
María te designo, paloma que insinúa
páramos amorosos y esperanzas,
reina de erguidas arpas y de soberbios nardos;
te miro y el silencio atónito presiente
pudor y languidez, la corona de mirto
llevada a la ribera donde mis pies reposan,
donde te nombro y en la voz flameas
como viento imprevisto que incendiara
la melodía de tu nombre y fuese,
sílaba a sílaba, erigiendo en olas
el muro de mi salvación.
Hablo y en la palabra permaneces.
No turbo, si te invoco,
el tranquilo fluir de tu mirada;
bajo la insomne nave tornas el cuerpo emblema
del ser incomparable, la obediencia fugaz
al eco de tu infancia milagrosa,
cuando, juntas las manos sobre el pecho,
limpia de infamia y destrucción
de ti ascendía al mundo la imagen del laurel.
Petrificada estrella, temerosa
frente a la virgen tempestad.
Así termina la primera parte, con esa lenta observación de la amada, una delectación incesante que explica el poeta:
La insomne nave es la nave del templo donde se encuentra la Virgen de bulto, que los creyentes adoran. Estos versos se explican porque, según la leyenda, cuando ella ponía las manos en actitud de oración, había una suerte de efigie o de recuerdo de Dios mismo, y entonces «limpia de infamia y destrucción», podía significar la imagen de Dios. Simultáneamente es un reflejo o un eco de la infancia milagrosa cuando contemplaba en éxtasis a la Inmaculada Concepción. En este caso el laurel contiene un sentido divino: significa Dios, lo místico, lo más alto y lo mejor de la creencia.
Sin embargo, ella es una mujer llena de temor ante la tempestad, que es la vida misma. (p. 19)
En la segunda parte, el poema no ceja en su empeño por descubrir/describir rutas hacia la contemplación del tiempo, de la nada, de la futura vida en común, con una esperanza desusada en la convivencia cotidiana que, en vez de hacer enmudecer al hablante enamorado, le desata la lengua sin término, augurando situaciones tristes, quizá, pero la de la que el amor multiplicado saldrá siempre airoso. La Biblia reaparece, en su vertiente apocalíptica, para encarnar los vocablos con su presencia mítica y mística:
Aunque a cuchillo caigan nuestros hijos
e impávida del rostro airado baje a ellos
la furia del escarnio; aunque la ira
en signo de expiación señale el fiel de la balanza
y encima de su voz suspenda
el filo de la espada incandescente,
prolonga de tu barro mi linaje
—contrita descendencia secuestrada
en la fúnebre Pathmos, isla mía—
mientras mi lengua en su aflicción te nombra
la primogénita del alma.
Comenta el poeta, mostrándose como un gran lector de la literatura religiosa (Antiguo y Nuevo testamentos), que le ha prestado su voz no sólo para engalanar el verso sino para situarlo en unas coordenadas sagradas innegables e irreprochables:
Empieza esta sección con la adaptación de frases del Antiguo Testamento que significan que, aunque los hijos sean condenados a la nada, aunque sean miserables, y caiga sobre ellos “la furia del escarnio” y toda la fuerza de la Divinidad, se le pide a la mujer prolongar la especie. “La ira de Jehová contra los que mal hacen, para cortar de la memoria de ellos” (Salmo XXXIV, 16.) En Josué, en Isaías, en Jeremías, hay la amenaza o la realidad de que pueblos han caído o caerán bajo “el filo de la espada”.
“Prolonga de tu barro mi linaje”, es uno de los versos centrales del poema. En efecto: el amor no es solamente una relación de mirada a mirada, sino que encuentra su sentido en la relación hombre-mujer y en la reproducción de la especie.Mis hijos, que serán como yo, vivirán en la “fúnebre Pathmos”, isla de soledad por excelencia. La mujer es “la primogénita del alma”, la singular —no la primera— en el amor, la elegida entre todas las mujeres. (p. 21, énfasis agregado)
Lo que sigue es una retahíla en donde el habla popular se mezcla y confunde prodigiosamente con la expresión poética “culta” (si se quiere), dando como resultado una estrofa irrepetible que alcanza grandes alturas en medio de su inmediatez, siempre en el horizonte de la solemnidad litúrgica que resuena continuamente:
Ofensa y bienestar serán la compañía
de nuestro persistir sentados a la mesa,
plática y plática en los labios niños.
Mas un día el murmullo cederá
al arcángel que todo inmoviliza;
un hálito de sueño llenará las alcobas
y cerca del café la espumeante sábana
dirá con su oleaje: “Aquí reposa
en paz quien bien moría.”
(Bajo la inerme noche, nada
dominará el turbio fragor
de las beatas, como acordes:
“Ruega por él, ruega por él...”)
El final de la vida es atisbado como una sucesión de acontecimientos presentidos y palpados ya por el vidente-poeta que se asoma al futuro con la visión trágica de una felicidad que no cierra los ojos al infortunio. Dice el poeta sobre los caminos cristianos y paganos que ha recorrido tantas veces:
Pero un día vendrá la muerte y aquella armonía o desarmonía desaparecerá ante el arcángel que lo inmoviliza todo.
Entonces las alcobas, la sala, el comedor, se llenarán de tristeza y durante el velorio habrá como un aire de sueño en la casa, y la sábana que cubre el cuerpo sentenciará: “Aquí reposa en paz quien bien moría”.
Y las beatas repetirán el rezo: “Ruega por él, ruega por él...” Este verso es fundamental porque quiebra la armonía del poema entero. Es el acorde, la parte acompañante de la música. Entre tanto silencio se impone su especial y monótona repetición.
Y viene la explicación: yo moriré pero dejaré todo lo que soy en los ojos de la mujer. Ya no existiré: ella existirá por mí. Sola quedará y yo sobreviviré en su recuerdo. Muy común por cierto, esta frase es sartreana: el hombre perdura en la conciencia de sus semejantes. De esa manera todo lo que fui (“llama, ceniza, música y un mar embravecido”) recobrará su vigor en la mujer. Ella, en el cementerio, mientras soy bajado a la tumba, arrojará puñados de tierra (una costumbre judía y cristiana), y desde ese momento llevará mi angustia como óleo en los labios, igual que Edipo, ya ciego, era conducido por Antígona, “su báculo filial”, por los caminos de Grecia. Cruzará frente a mi tumba y se marchará del cementerio, y no podré invocarla, “no podré contemplar el duelo” de su rostro. Ella será entonces “arca, paloma, lápida y laurel”, es decir, lo que guarda, lo que es puro, lo que es ya mi ceniza, lo que es triunfo. (pp. 21-22, énfasis agregado)
La separación causada por la muerte, elemento de la mayor solemnidad, hace que el poema desglose esa experiencia humana con todo el rigor del momento:
En ti mis ojos dejarán su mundo,
a tu llorar confiados:
llamas, ceniza, música y un mar embravecido
al fin recobrarán su aureola,
y con tu mano arrojarás la tierra,
polvo erestriunfal sobre el despojo ciego,
júbilo ni penumbra, mudo frente al amor.
Óleo en los labios, llevarás mi angustia
como a Edipo su báculo filial lo conducía
por la invencible noche;
hermosa cruzarás mi derrotado himno
y no podré invocarte, no podré
ni contemplar el duelo de tu rostro,
purísima y transida, arca, paloma, lápida y laurel.
Regresarás a casa y, si alguien te pregunta,
nada responderás: sólo tus ojos
reflejarán la tempestad.
La última parte del poema, llena también de acentos apocalípticos, constituye un cierre majestuoso a todo lo dicho con anterioridad, no sin dejar de incorporar las voces escépticas del Eclesiastés en todo su esplendor, así como la tradición cristiana: “La impía estirpe son los hijos que se quedarán tan solos y serán tan triste y amargados como su padre. […] Según la tradición judía Josafat es el valle donde van a reunirse las almas el día del Juicio Final y donde Dios le designará a cada cual el destino último. Y yo no voy a estar allí, por razones obvias, pero le pido a la mujer que ruegue por nosotros cuando llegue a aquel valle. El primer verso tiene sombras del Eclesiastés. […] San Agustín escribe que el tiempo no existe, que es una ‘distensión del alma’. En la eternidad es tiempo de recordar la tierra, las noches y los días. Allá sólo queda el recuerdo: no hay distensión, no hay fluencia: todo está petrificado” (p. 23).
Ruega por mí y mi impía estirpe, ruega
a la hora solemne de la hora
el día de estupor en Josafat,
cuando el juicio de Dios levante su dominio
sobre el gélido valle y lo ilumine
de soledad y mármoles aullantes.
Tiempo de recordar las noches y los días
la distensión del alma: todo petrificado
en su orfandad, cordero fidelísimo
e inmóvil en su cima, transcurriendo
por un inerte imperio de sollozos,
lejos de vanidad de vanidades.
El final de todo, con un sabor escatológico profundo, anticipa la separación definitiva de los amantes, pero mediante una gran evocación de lo transcurrido, de la felicidad del encuentro, de la “tempestad” como gran símbolo de la vida apasionada. La amada, ya en soledad total: “Llorará, y sabrá bien, como cristiana, que será ella la sepultura del que fue su compañero, y en la fiesta de la alegría, la fiesta de Pascua —que celebraban los judíos en marzo en memoria de la libertad del cautiverio de Egipto— añorará la vida que dejó atrás. En otras palabras: la vida que vivimos es la verdadera fiesta” (p. 24).
Acaso entonces alce la nostalgia
horror y olvidos, porque acaso
el reino de la dicha sólo sea
tocar, oír, oler, gustar y ver
el despeño de la esperanza.
Sola, comprenderás mi fe desvanecida,
el pavor de mirar siempre el vacío
y gemirás amarga cuando sientas que eres
cristiana sepultura de mi desolación.
Fiesta de Pascua, en el desierto inmenso
añorarás la tempestad.
Hay que decirlo para concluir: Chumacero no es de los poetas mexicanos más famosos en el extranjero, como sí hay varios nombres que han salido de nuestras fronteras como muestra de la gran fuerza de esta lírica. Pero si acaso fuera solamente por Responso del peregrino, merece un lugar entre los grandes autores de la lengua castellana de todos los tiempos, tal como lo reconoce Eduardo Lizalde (1929), figura viva de la poesía latinoamericana:
Alí está solo en el ya extendido reino de nuestra poesía. a nadie se parece, sino de lejos. Tiene amigos, parientes, padres y maestros en la familia poética del mundo, y a todos ha leído, pero su timbre es único, su poesía es un tenso y conmovedor universo de paisajes humanos e inhumanos, de feroces malos sueños y ensueños inconclusos, de música maestra, de formas desterradas, rescatadas, erguidas; de imágenes también irrepetibles. Alí Chumacero es la solitaria punta de un bernal en nuestras aguas.5
Puede escucharse a Chumacero leer este poema aquí.
Notas
1A. Chumacero, “Responso del peregrino”, en Responso del peregrino. (Breve antología). México, UNAM, 2010 (Material de lectura, Poesía moderna, 76).
3Marco Antonio Campos, “Responso del peregrino: Alí Chumacero entrevistado por M.A. Campos”, en Vuelta,núm. 111, 1986, recogido en M.A. Campos, “Explicación de un poema: ‘Responso del peregrino’. Entrevista a Alí Chumacero”, en Paraíso,revista de poesía, Jaén, España, núm. 8, 2012, p. 16.
4H. Bravo Varela, “Alí Chumacero (1928-2010)”, en Letras Libres, núm. 144, diciembre de 2010, p. 110.
5E. Lizalde, “La punta del bernal”, en Periódico de Poesía, México, UNAM-INBA, nueva época, núm. 2, verano de 1993, p. 5.
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