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Consolación divina, de Thomas Watson

A menudo estamos a oscuras, y en asuntos intrincados y dudosos no sabemos qué camino tomar; ahí es donde entra Dios con la luz.

FRAGMENTOS 26 DE JULIO DE 2018 16:00 h
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “Consolación divina”, de Thomas Watson (Editorial Peregrino, 2006). Puede saber más sobre el libro aquí.



 



LAS MEJORES COSAS OBRAN PARA EL BIEN DE LOS PIADOSOS



Consideraremos en primer lugar qué cosas obran para el bien de los piadosos; y aquí mostraremos que tanto las mejores cosas como las peores obran para su bien. Comenzamos por las mejores cosas.



 



1. Los atributos de Dios obran para el bien de los piadosos



(1) El poder de Dios obra para bien. Es un poder glorioso (Col. 1:11), y obra para el bien de los elegidos.



     El poder de Dios obra para bien sosteniéndonos en las tribulaciones. “Acá abajo los brazos eternos” (Dt. 33:27). ¿Qué sostuvo a Daniel en el foso de los leones?; ¿a Jonás en el vientre del gran pez?; ¿a los tres hebreos en el horno? ¡Solo el poder de Dios! ¿No es extraño ver crecer y florecer una caña cascada? ¿Cómo puede un cristiano débil no ya soportar la aflicción, sino regocijarse en ella? Siendo sostenido por los brazos del Todopoderoso. “Mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Co. 12:9).



     El poder de Dios obra a nuestro favor supliendo nuestras necesidades. Dios crea bienestar cuando faltan los medios. Aquel que llevó alimentos al profeta Elías mediante los cuervos proveerá el sustento de su pueblo. Dios puede conservar “el aceite de la vasija” (1 R. 17:14). El Señor hizo volver la sombra diez grados en el reloj de Acaz: cuando nuestras comodidades exteriores declinan, y el Sol está casi en su ocaso, Dios produce con frecuencia un avivamiento, y hace retroceder el Sol diez grados.



     El poder de Dios subyuga nuestras corrupciones. “Sepultará nuestras iniquidades” (Mi. 7:19). ¿Es fuerte tu pecado? Dios es poderoso, Él aplastará la cabeza de este leviatán. ¿Es duro tu corazón? Dios disolverá esa piedra en la sangre de Cristo. “Dios ha enervado mi corazón” (Job 23:16). Cuando, al igual que Josafat, decimos: “En nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud”. El Señor va con nosotros, y nos ayuda a pelear nuestras batallas. Él corta las cabezas a esos Goliats de nuestras concupiscencias que son demasiado fuertes para nosotros.



     El poder de Dios vence a nuestros enemigos. Él destruye el orgullo y quebranta la confianza de los adversarios. “Los quebrantarás con vara de hierro” (Sal. 2:9). Hay furia en el enemigo, malicia en el diablo, pero poder en Dios. ¡Cuán fácilmente puede Él poner en fuga las fuerzas de los inicuos! “Para ti no he diferencia alguna en dar ayuda al poderoso o al que no tiene fuerzas!” (2 Cr. 14:11). El poder de Dios está del lado de su Iglesia. “Bienaventurado tú, oh Israel. ¿Quién como tú, pueblo salvo por el Señor, escudo de tu socorro, y espada de tu triunfo?” (Dt. 33:29).



     (2) La sabiduría de Dios obra para bien. La sabiduría de Dios es nuestro oráculo para instruirnos. De la misma manera en que Él es el Dios poderoso, así también es el Consejero (Is. 9:6). A menudo estamos a oscuras, y en asuntos intrincados y dudosos no sabemos qué camino tomar; ahí es donde entra Dios con la luz. “Te haré entender” (Sal. 32:8). Esto se refiere a la sabiduría de Dios. ¿Cómo es que los santos pueden ver más allá que los políticos más perspicaces? Ellos prevén el mal y se esconden; ven los sofismas de Satanás. La sabiduría de Dios es la columna de fuego que va delante y los guía.



     (3) La bondad de Dios obra para el bien de los piadosos. La bondad de Dios es un medio para hacernos buenos. “Su benignidad te guía al arrepentimiento” (Ro. 2:4). La bondad de Dios es un rayo de sol espiritual que reduce el corazón a lágrimas. “Oh! —dice el alma—, ¿ha sido Dios tan bueno para conmigo? ¿Me ha librado durante tanto tiempo del Infierno, y contristaré más a su Espíritu? ¿Pecaré contra la bondad?”.



 



Portada del libro.

     La bondad de Dios obra para bien, ya que da lugar a todas las bendiciones. Los favores que recibimos son las corrientes de plata que fluyen de la montaña de la bondad de Dios Este atributo divino de la bondad incluye dos clases de bendiciones. Por un lado, las bendiciones comunes: todos participan de estas, tanto los malos como los buenos. Este agradable rocío cae tanto sobre el espino como sobre la rosa. Por otro, las bendiciones coronarias: solo los piadosos participan de estas. “El que te corona de favores y misericordias” (Sal. 103:4). Así es como obran los atributos de Dios para el bien de los santos.



 



2. Las promesas de Dios obran para el bien de los piadosos



Las promesas son marcas de la mano de Dios; ¿no es bueno tener seguridad? Las promesas son la leche del Evangelio; ¿y no es la leche para el bien del niño? Se las llama “preciosas y grandísimas promesas” (2 P. 1:4). Son como estimulantes para el alma que está a punto de desfallecer. Las promesas están llenas de virtud.



     ¿Nos encontramos bajo la culpa del pecado? Hay una promesa: “¡El Señor! fuerte, misericordioso y piadoso” (Éx. 34:6), en la que Dios, por así decirlo, se viste de su glorioso bordado, y extiende el cetro de oro, para animar a pobres y temblorosos pecadores a acudir a Él. “El Señor […] misericordioso”. Dios está más dispuesto a perdonar que a castigar. La misericordia se multiplica en Él más que el pecado en nosotros. La misericordia es su naturaleza. La abeja, por naturaleza, da miel; pica solamente cuando se le incita. “Pero —dice el pecador culpable— no puedo merecer misericordia”. Sin embargo, Él es benevolente; muestra misericordia no porque merezcamos misericordia, sino porque se deleita en la misericordia.



     ¿Pero qué tiene que ver eso conmigo? Quizá mi nombre no está incluido en el indulto. “Guarda misericordia a millares” (Éx. 34:7); el tesoro de la misericordia no se ha agotado. Dios tiene tesoros disponibles, ¿y por qué no habrías de venir tú para tomar la parte de un niño?



     ¿Sufrimos la contaminación del pecado? Hay una promesa obrando para bien. “Yo sanaré su rebelión” (Os. 14:4). Dios no solo concederá misericordia, sino gracia también. Y Él prometió que enviaría a su Espíritu (Is. 44:3), a quien las Escrituras, por su naturaleza santificante, comparan con el agua, que limpia la vasija; a veces con el aventador, que avienta el grano y purifica el aire; a veces con el fuego, que refina los metales. De esta manera, el Espíritu de Dios limpia y consagra el alma, y la hace partícipe de la naturaleza divina.



     ¿Estás muy angustiado? Hay una promesa que obra para nuestro bien: “Con él estaré yo en la angustia” (Sal. 91:15). Dios no pone a los suyos en situaciones angustiosas, y los deja ahí: Él permanece a su lado; sostendrá sus cabezas y corazones cuando se sientan desfallecer. Y hay otra promesa: “Él es su fortaleza en el tiempo de la angustia” (Sal. 37:39). “¡Oh! —dice el alma—, desfalleceré en el día de la prueba”. Pero Dios será la fortaleza de nuestros corazones; aunará con nosotros sus fuerzas. O bien aligerará su mano, o fortalecerá nuestra fe. ¿Tememos las necesidades exteriores? Tenemos una promesa: “Los que buscan al Señor no tendrán falta de ningún bien” (Sal. 34:10). Si es bueno para nosotros, lo tendremos; si no es bueno para nosotros, entonces su retención es lo bueno. “Él bendecirá tu pan y tus aguas” (Éx. 23:25). Esta bendición cae como el rocío sobre la hoja; endulza lo poco que poseemos. Quédeme yo sin el venado, si así obtengo la bendición. “Pero temo no conseguir mi subsistencia”. Considera este versículo de la Escritura: “Joven fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su descendencia que mendigue pan” (Sal. 37:25). ¿Cómo hemos de interpretar esto? David habla de ello como su propia observación; él nunca contempló tal decadencia, nunca vio a un hombre piadoso que llegase al extremo de no tener un pedazo de pan que llevarse a la boca. David nunca vio necesitados a los justos y su descendencia. Aunque el Señor pruebe por un tiempo a padres piadosos mediante la necesidad, no lo hará, sin embargo, también con su descendencia; la descendencia de los piadosos tendrá su provisión. David nunca vio al justo mendigando pan y desamparado. Aunque llegara a verse muy apurado, no se vio desamparado; aún es un heredero del Cielo, y Dios le ama.



     Pregunta. ¿Cómo obran para bien las promesas?



     Respuesta. Son alimento para la fe; y aquello que fortalece la fe obra para bien. Las promesas son la leche de la fe; la fe se nutre de ellas, al igual que el niño del pecho. “Jacob tuvo gran temor, y se angustió” (Gn. 32:7). Su ánimo estaba a punto de desfallecer; ahora recurre a la promesa: “Tú has dicho: Yo te haré bien” (Gn. 32:12). Esta promesa era su alimento. Obtuvo tanta fortaleza de esta promesa que pudo luchar con el Señor toda la noche en oración, y no le quiso dejar ir hasta que le bendijese.



     Las promesas son también fuente de gozo. Hay más en las promesas para consolarnos que lo que hay en el mundo para enredarnos. Ursino se consolaba con esta promesa: “Nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre” (Jn. 10:29). Las promesas son estimulantes en un desfallecimiento. “Si tu ley no hubiese sido mi delicia, ya en mi aflicción hubiera perecido” (Sal. 119:92). Las promesas son como el corcho a la red, para impedir que el corazón se hunda en las aguas profundas de la angustia.



 



3. Las misericordias de Dios obran para el bien de los piadosos



Las misericordias de Dios nos humillan. “Y entró el rey David y se puso delante del Señor, y dijo: Señor Dios, ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí?” (2 S. 7:18). “Señor, ¿por qué se me confiere el honor de ser rey?; ¿que yo, que iba detrás de las ovejas, entre y salga delante de tu pueblo?”. Así dice un corazón benigno: “Señor, ¿qué soy yo para que me vaya mejor que a otros?; ¿para que beba del fruto de la vid, cuando otros beben no solo una copa de ajenjo, sino una copa de sangre (o sufrimiento hasta la muerte)? ¿Qué soy yo para tener esas misericordias de las que otros carecen, siendo mejores que yo? Señor, ¿cómo es que, a pesar de toda mi indignidad, cada día recibo una nueva porción de misericordia?”. Las misericordias de Dios vuelven orgulloso al pecador, pero vuelven humilde al santo.



 



Thomas Watson.

    Las misericordias de Dios tienen la virtud de ablandar el alma; la derriten de amor a Dios. Los juicios de Dios nos hacen temerle, sus misericordias nos hacen amarle. ¡Qué efecto tuvo la bondad sobre Saúl! David le tenía a su merced, y podía haberle cortado no solo la orla de su manto, sino la cabeza; sin embargo, le perdonó la vida. Esta bondad derritió el corazón de Saúl. “¿No es esta la voz tuya, hijo mío David? Y alzó Saúl su voz y lloró” (1 S. 24:16). Tal virtud para ablandar tiene la misericordia de Dios; hace que los ojos se aneguen de lágrimas de amor.



     Las misericordias de Dios hacen fructífero el corazón. Cuanto más se invierte en un campo, mejor cosecha se obtiene. Un alma benevolente honra al Señor con su sustancia. No hace con sus misericordias —como Israel con sus joyas y pendientes— un becerro de oro, sino que —como Salomón con el dinero que se echó al tesoro— construye un templo para el Señor. Las lluvias de oro de la misericordia producen fertilidad.



     Las misericordias de Dios infunden agradecimiento al corazón. “¿Qué pagaré al Señor por todos sus beneficios para conmigo? Tomaré la copa de la salvación” (Sal. 116:12,13). David alude al pueblo de Israel, que en sus ofrendas de paz acostumbraba a tomar una copa en sus manos, y dar gracias a Dios por las liberaciones. Cada misericordia es una limosna de la libre gracia; y esto llena el alma de gratitud. Un buen cristiano no es una tumba para enterrar las misericordias de Dios, sino un templo para cantar sus alabanzas. Si cada clase de pájaro, como dice Ambrosio, canta con gratitud a su Hacedor, mucho más lo hará un cristiano sincero, cuya vida está enriquecida y perfumada con la misericordia.



     Las misericordias de Dios vivifican. Al igual que sirven de piedras de imán al amor, así sirven de piedras de afilar a la obediencia. “Andaré delante del Señor en la tierra de los vivientes” (Sal. 116:9). Aquel que repasa sus bendiciones se considera a sí mismo una persona ocupada en las cosas de Dios. Razona que la dulzura de la misericordia le lleva a la presteza del deber. Gasta y se gasta por Cristo; se consagra a Dios. Entre los romanos, cuando uno había sido redimido por otro, había de servirle desde entonces. Un alma rodeada de misericordia está celosamente activa en el servicio de Dios.



     Las misericordias de Dios obran compasión hacia los demás. El cristiano es un salvador temporal. Alimenta al hambriento, viste al desnudo, y visita a la viuda y el huérfano en sus tribulaciones; siembra entre ellos la simiente de oro de su amor. “El hombre de bien tiene misericordia, y presta” (Sal. 112:5). El amor fluye de él libremente, como la mirra del árbol. De la misma manera, las misericordias de Dios obran para el bien de los piadosos; son alas para elevarle al Cielo.



     Las misericordias espirituales también obran para bien.



     La Palabra predicada obra para bien. Es olor de vida, es una Palabra que transforma el alma; asemeja el corazón a la imagen de Cristo; produce certidumbre. “Nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre” (1 Ts. 1:5). Es el carro de la salvación.



     La oración obra para bien. La oración es el fuelle de los afectos; insufla deseos santos y fervor en el alma. La oración tiene poder con Dios. “Mandadme” (Is. 45:11). Es una llave que abre el tesoro de la misericordia de Dios. La oración tiene el corazón abierto a Dios, y cerrado al pecado; mitiga el corazón intemperante y el engrosamiento de la concupiscencia. El consejo de Lutero a un amigo, cuando percibió que comenzaba a surgir una tentación, fue que se entregara a la oración. La oración es el arma del cristiano, que dispara contra sus enemigos. La oración es la mejor medicina para el alma. La oración santifica cada misericordia (1 Ti. 4:5). Es la que dispersa la tristeza: al desahogar el dolor, alivia el corazón. Cuando Ana había orado, “se fue […] por su camino […] y no estuvo más triste” (1 S. 1:18). Y si tiene estos inusuales efectos, entonces obra para bien.



     La Cena del Señor obra para bien; es un emblema de la cena de las bodas del Cordero (Ap. 19:9), y un anticipo de aquella comunión que tendremos con Cristo en la gloria. Es una gran fiesta, nos proporciona un pan del cielo tal que preserva la vida e impide la muerte. Tiene efectos gloriosos en los corazones de los piadosos. Vivifica sus afectos, fortalece sus virtudes, mortifica sus corrupciones, aviva sus esperanzas e incrementa su gozo. Lutero dice “Consolar a un alma abatida es una obra tan grande como resucitar a los muertos”; sin embargo, esto puede ocurrir, ya veces ocurre, a las almas de los piadosos en la bendita Cena.



 



4. Las virtudes del Espíritu obran para bien



La virtud es para el alma como la luz para el ojo, como la salud para el cuerpo. La virtud le da al alma lo que la esposa virtuosa a su marido: “Le da ella bien y no mal todos los días de su vida” (Pr. 31:12). ¡Cuán incomparablemente útiles son las virtudes! La fe y el temor van de la mano.



     La fe mantiene alegre el corazón, el temor mantiene serio el corazón. La fe guarda al corazón de hundirse en la desesperación, el temor lo guarda de enaltecerse en la presunción. Todas las virtudes muestran su propia hermosura: la esperanza es el “yelmo” (1 Ts. 5:8), la mansedumbre es el “ornato” (1 P. 3:4), el amor es el “vínculo perfecto” (Col. 3:14). Las virtudes de los santos son armas para defenderlos, alas para elevarlos, joyas para enriquecerlos, especias para perfumarlos, estrellas para adornarlos, estimulantes para refrescarlos. ¿Y no obra todo esto para bien? Las virtudes son nuestras pruebas para el Cielo. ¿No es bueno tener nuestras pruebas a la hora de la muerte?


 

 


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