Nos sorprenderá no poco advertir que nos equivocamos al concebir a Dios más como Juez que como Abogado, más como Fiscal implacable que como Padre amoroso y compasivo.
José Zorrilla y Moral nació en Valladolid el 21 de febrero de 1817 y murió en Madrid el 23 de enero de 1893. Estudió Derecho en Toledo y en Valladolid, pero sin llegar a acabar la carrera. Su padre, don José Zorrilla, era hombre rígido, severo. Veía con malos ojos la juventud díscola de su hijo y como castigo quiso dedicarlo a las faenas del campo. Fue desterrado a Lerma cuando tenía 16 años. Sus padres lo enviaron a cavar viñas. Pero Zorrilla cambió de opinión. Se subió en una mula que encontró junto al camino y con ella llegó a Valladolid. La vendió al llegar a la ciudad y con el importe de la venta sacó un billete para Madrid, donde vivió una vida de aventuras y pasó mucha hambre.
La muerte de Larra le abrió las puertas hacia la fama. El suicidio del gran “Fígaro” en febrero de 1837 dio a Zorrilla la ocasión de leer una elegía en el cementerio que marcó el principio de la consagración. Tenía entonces Zorrilla 20 años. A los 24 el poeta era ya una personalidad en el mundo de las letras. Su fracaso matrimonial –casó con una mujer dieciséis años mayor que él – impulsa a Zorrilla a abandonar España. Permanece cuatro años en París y once en Méjico. En la capital francesa hace amistad con Sand, Víctor Hugo, Musset y otros genios literarios. El emperador Maximiliano confía a Zorrilla la dirección del Teatro Nacional de Méjico y lo pensiona para que regrese a Europa como cronista suyo. El poeta desembarca en 1866 y el recibimiento en la ciudad condal fue apoteósico.
En junio de 1885 ingresó en la Real Academia Española y en 1889 fue condecorado con la gran cruz de Carlos III. Muchos honores y mucha hambre al mismo tiempo. Las Cortes españolas, siguiendo una propuesta de Castelar, votaron para el poeta una pensión de 3.000 pesetas al año. Cantidad irrisoria, aun en aquella época. José Zorrilla murió a los 76 años de edad en el número 24 de la calle de Santa Teresa, en Madrid, siendo acompañado hasta el cementerio por una gran multitud.
El autor del más célebre Tenorio que ha cruzado las escenas del mundo fue un extraordinario poeta lírico y su producción literaria, que abarcó dramas, memorias, comedias, leyendas, poemas, romances, artículos políticos, etcétera, fue copiosísima. Todos los años, al llegar noviembre, el nombre del autor cobra vigencia en las carteleras teatrales y la gente sigue aplaudiendo su más famoso drama.
¿De qué tierra brotó por primera vez la leyenda de Don Juan? ¿Qué cerebro produjo las ideas embrionarias que habrían de cuajar, andando el tiempo, en la figura simbólica de la alegría del vivir, del amor ligero, del placer terrenal y de la impía frivolidad espiritual? Nadie lo sabe. Gregorio Marañón dice que “la leyenda de Don Juan, que flotaba en toda la Europa renacentista, nació, sin duda, en Madrid”. Pero el escritor se apresura a aclarar que “Don Juan no es una creación española, ni menos andaluza. Vino a España desde otros países de Europa, empujada por el huracán renovador y cínico del Renacimiento”.
Desde el español Tirso de Molina al portugués Guerra Junqueiro, escritores de primera talla procedentes de países europeos se han ocupado extensamente del donjuanesco seductor. Tanto en la versión de Tirso de Molina como en todas las que siguieron hasta llegar a Zorrilla, el desenlace final del episodio vino siendo el mismo: La condenación de Don Juan en las llamas del infierno. Algunos finales fueron realmente fantásticos, como el de Molière, que hace morir a Don Juan tragado por la tierra entre una lluvia de truenos y rayos. Dumas padre, con su fabulosa imaginación, inventa un final original y libre, haciendo que Don Juan seduzca a un ángel que baja del cielo encarnado en Sor Marta con la intención de redimirle. Sor Marta muere y se salva y Don Juan se condena. De todos los “Tenorios”, este de Alejandro Dumas es el más religioso, pues incluso hay escenas que se desarrollan en el cielo. Sin embargo, está lleno de contradicciones teológicas. Y ello es, hasta cierto punto, natural. Dumas no era teólogo, sino novelista y de costumbres muy ligeras.
En cambio, el fraile Gabriel Téllez (Tirso de Molina), sí que era teólogo y llegó a explicar Teología en Santo Domingo. A pesar de ello, en su Don Juan abundan también los fallos teológicos. En Tirso de Molina, Dios pierde su carácter de Padre misericordioso y aparece como Juez severo, estricto. Es el Dios del “ojo por ojo y diente por diente”. Verdad es que el personaje se burla continuamente de la muerte y del más allá con su frase favorita: “¿Tan largo me lo fiais?” Pero también es cierto que en el momento supremo, cuando se da cuenta de que su vida se apaga de verdad y presiente cerca la condenación infernal, se horroriza ante la idea de perder el alma y suplica al Comendador:
Deja que llame
quien me confiese y absuelva.
Doña Blanca de los Ríos dice que “Don Juan era sobre todo un creyente, un católico olvidadizo de Dios, que aplaza su conversión hasta apurar la copa de los deleites, y en quien luchan después desesperada y trágicamente el temerario valor, el remordimiento extremo y el horror dantesco del réprobo ante la condenación eterna”.
Como creyente católico, el Don Juan de Tirso pide a gritos un confesor, única forma de salvarse que conocía. Pero este medio le fue negado. ¿Se confesó en su corazón a Dios? ¿Le dio tiempo a un arrepentimiento sincero? En la obra de Zorrilla, la estatua de Don Gonzalo dice al pecador que “un punto de contrición da a un alma la salvación”. ¿Llegó Don Juan a este punto en la obra de Tirso? Por los deseos que muestra de ser absuelto parece que sí. Luego, ¿por qué se complace Tirso en condenarle? ¿No fue más vil la vida del ladrón en la cruz? ¿Y no le prometió Cristo el Paraíso cuando le comprendió sinceramente arrepentido?
Cuando los magos de Egipto quisieron imitar el poder de Moisés en la tercera plaga, como lo habían hecho en las dos anteriores, se dieron cuenta de la imposibilidad y reconocieron vencidos: “Dedo de Dios es este”. En la vida de todo ser humano, por muy pecador que sea, llega un momento en que se ve obligado a reconocer la intervención del poder divino a su favor. Ese momento puede darse en plena juventud o frente a las puertas de la muerte. Pero si se sabe aprovechar salva el alma de la condenación.
No cabe duda que es mucho mejor para uno mismo y tiene más valor ante los ojos de Dios si la conversión se produce a tiempo de poder dedicar a Él toda una vida, pero esto no significa que Dios rechace al alma que está en la agonía de la muerte, a las puertas del más allá, si esa alma, en sus minutos finales, se vuelve a Dios. Y no importa cuanto se haya pecado. Este es el significado de Isaías 1:18: “Si vuestros pecados fueren rojos como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”.
En la obra de Zorrilla, aunque la salvación de Don Juan tiene muchos aspectos discutibles desde el punto de vista bíblico, el final es más lógico. Aquí la salvación se produce por amor, como por amor fue el propósito de arrepentimiento que mostró Don Juan en el cuarto acto. Cuando el Comendador acude a la quinta de Don Juan en Sevilla para rescatar a su hija y vengar el honor ofendido, el burlador, de rodillas, suplica al anciano le dé por esposa a Doña Inés, porque su amor ha hecho de él otro hombre:
Lo que justicias ni obispos
no pudieron de mí hacer,
con cárceles y sermones
lo pudo su candidez.
Su amor me torna en otro hombre,
regenerando mi ser,
y ella puede hacer un ángel
de quien un demonio fue.
Las palabras de Don Juan son sinceras. Pero a un hombre como él, acostumbrado a mentir, no se le puede creer fácilmente. El Comendador no acepta una conversión sin obras, y las de Don Juan, hasta entonces, han sido todas malas. Se burla del burlador, a quien cree cobarde. Don Juan, acosado, mata de un pistoletazo a Don Gonzalo y de una estocada a Don Luis, y huye. Al hacerlo, como queriendo descargarse de culpa, exclama:
Llamé al cielo y no me oyó;
Y pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra,
responda el cielo y no yo
Hasta aquí, Don Juan no es un convertido. Todo lo más arrepentido o, mejor, un remordido por la conciencia, un convencido por el amor. Su fe es impersonal. Ve a Dios a través del corazón de su amada. El más allá sigue siendo para él un misterio indescifrable. Sólo ante la visión del infierno, en la escena final, comprende el Tenorio que hay otra vida en la que no había creído hasta entonces. El descubrimiento le deja asombrado:
¿Conque hay otra vida más,
y otro mundo que el de aquí?
¿Conque es verdad, ¡ay de mí!
lo que no creí jamás?
¡Fatal verdad que me hiela
la sangre en el corazón!
Cree que es tarde para su arrepentimiento y se rebela contra lo que estima una injusticia:
¡Injusto Dios! Tu poder
me haces ahora conocer,
cuando tiempo no me das
de arrepentirme.
Pero la fe ilumina su alma como un fogonazo urgente y brota de nuevo la esperanza de salvación. Cuando ya Don Gonzalo le tiene asido de la mano para llevárselo al infierno, Don Juan se suelta gritando:
¡Aparta, piedra fingida!
Suelta, suéltame esa mano,
que aún queda el último grano
en el reloj de mi vida.
Suéltala, que si es verdad
que un punto de contrición
da a un alma la salvación
de toda una eternidad,
yo, ¡santo Dios!, creo en ti;
si es mi maldad inaudita,
tu piedad es infinita..
¡Señor, ten piedad de mí!
Aquí aparece el Dios de la misericordia en oposición al Dios de la justicia de Tirso. La salvación de Don Juan es un misterio para muchos. El fariseísmo humano no concibe perdón a tanta iniquidad. El mismo Zorrilla advierte contra los recelos que pueden inspirar la salvación del personaje y dice:
Sólo en vida más pura
los justos comprenderán
que el amor salvó a Don Juan
al pie de la sepultura.
En la vida más pura, en el Paraíso de Dios, comprenderemos muchas cosas que ahora no entendemos. Y nos sorprenderá no poco advertir que nos equivocamos al concebir a Dios más como Juez que como Abogado, más como Fiscal implacable que como Padre amoroso y compasivo. Maeztu dice que Dios perdonó a Don Juan por haber amado y por haber sufrido. También porque se arrepintió y porque creyó. Si a este arrepentimiento, si a esta fe le llevó el amor, la conversión suya no desmerece en absoluto, porque amor es el supremo atributo de Dios y de amor viven las criaturas felices en el cielo.
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