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Protestante Digital

 
Manuel Pérez Lourido
 

Tiempos de streaming

La deliberada eliminación del contexto elimina también el control que los creadores tienen sobre su obra.

PREFERIRíA NO HACERLO AUTOR Manuel Pérez Lourido 08 DE FEBRERO DE 2018 18:00 h

El origen del presente artículo lo constituye la lectura de otro muy reciente, escrito por Damon Krukowski en la prestigiosa revista musical digital Pitchfork titulado “Cómo ser un fan musical responsable en la era del streaming”. Damon Krukowski es músico y escritor y formó parte de Galaxie 500, una banda de rock alternativo activa entre 1983 y 1991. A él hay que acreditar la mayor parte de lo que a continuación se expone, así como a Liz Pelly, algunas de cuyas ideas recogidas en “El problema de la música ambiental” también se traen a colación.



Explica Krukowski que sus preocupaciones con el asunto del streaming comenzaron cuando este comenzaba a erigirse como una fuerza dominante dentro de la industria musical y Spotify le envió a su grupo unos royalties de 1,05 dólares por las 5.960 veces que el single “Tugboat” había sido escuchado en aquella aplicación. Eso suponía, dividido entre los tres miembros de Galaxie 500, un total de 35 céntimos para cada uno.



Las frecuentes quejas de los artistas musicales ante este tipo de situaciacionnes fueron solventadas al principio mediante aseveraciones de que todo sería diferente en un futuro próximo, cuando la plataforma tuviese millones y millones de usuarios. Hoy en día Spotify declara tener 140 millones de usuarios activos, 70 de los cuáles son suscriptores de pago, el consumo total de música en streaming es ya un 50% del total en Estado Unidos pero mientras algunos reciben a cambio sustanciosos beneficios, estos no llegan a la mayoría de los músicos.



La razón es simple: según los datos registrados por BuzzAngle Music, más del 99% de los streaming de audio corresponden al 10% de las canciones más demandadas. Esto significa que menos de un 1 % de los streams corresponden al resto de canciones. Por tanto, la música en streaming se halla más concentrada en un pequeño grupo mayoritario que la música vendida en albumes o sencillos. Claro que los temas más populares han dominado siempre el mercado musical, pero parece que los nuevos modos de escuchar música solo sirven para aumentar esa brecha en lugar de contribuir a reducirla.







Con todo, a Spotify le está costando que le salgan los números a la hora de rentabilizar su negocio.



¿Quién se está beneficiando entonces de esta nueva línea de negocio sin tener que invertir en ella una partida extra? Pues los de siempre: las grandes discográficas, a las que Spotify remunera puntualmente por los derechos de autor, como le recordaba el presidente de la plataforma de streaming a Taylor Swift cuando esta decidió retirar su música de la misma al considerarse mal retribuida. El modelo de pago prorrateado de Spotify significa que a los artistas se les paga un porcentaje del total de regalías en relación a cómo se acumulan sus reproducciones en todo el conjunto de transmisiones, lo que significa el pago más bajo para la mayoría de los músicos independientes. La pobre Taylor Swift no ganaría para disgustos si en lugar de ser una artista de masas perteneciese al circuito indie.



 



La información y el contexto



Además de Spotify, cuyo ámbito de comercio es el estrictamente musical, otras plataformas como Apple Music y Amazon Music han experimentado un aumento de volumen en los últimos tiempos. Solo que el negocio de Apple radica en vender iPhones, portátiles, iPads y demás hardware, el streaming solo contribuye a hacer más apetecible todo ese material. En cuanto a Amazon, el motivo es similar: se trata de vender aparatos Alexa y suscripciones a Amazon premium. Estas y otras compañías que tienen como objetivo dominar el consumo de música no parece que vayan a modificar un modelo que les está reportando grandes dividendos. ¿Qué pueden hacer los autores y músicos para equilibrar un sistema diseñado para el beneficio de una minoría?



Los servicios de streaming tienen acceso a una inmensa cantidad de información sobre los usuarios, lo que aumenta el poder predictivo de sus recomendaciones. Pero mientras que el software de las empresas se centra en la acumulación de información de los usuarios (los gustos que muestran el historial de escuchas) se desprecian los datos relativos a la música que se ofrece. Spotify ofrece listas de canciones por su título, el título del album o el del artista. Sin embargo no hay información sobre los demás músicos que ejecutaron la grabación, algo fundamental en géneros como la clásica o el jazz. Y lo mismo podemos decir del rock. No hay mención alguna sobre la autoría de los temas, los productores ingenieros, sellos musicales, etc. Todo el trabajo que rodea a una grabación es obviado por las bases de datos de los principales servicios de streaming. ¿Por qué se oculta esa información? ¿Es que no es relevante saber cuál de los quintetos de Miles Davis ha grabado determinado disco?



Una de las razones de esta evidente omisión puede ser la reticencia a reconocer a todos los titulares de derechos de autor relacionados con las grabaciones que ponen en streaming. De hecho, esta es la base de las demandas judiciales a las que Spotify se ha enfrentado y se está enfrentando por parte de las editoras musicales. Uno de los principales argumentos de Spotify para defenderse de esas acusaciones de no pagar royalties ha sido, pásmense, ¡la falta de información!



Pero parece existir otro motivo más profundo para que las compañías de música en streaming eliminen el contenido existente con relación a las grabaciones. Se trata de suprimir el contexto para que ellas creen el suyo propio.



 



Las listas de escucha



La creciente popularidad de las playlists convierten a la propia plataforma en el contexto primario para cualquier música que ofrezca. La falta de información sobre las canciones de estas listas es tal que algunas de las más escuchadas son de músicos inexistentes (y que por tanto no reclamarán royalties ni interpondrán demandas si no los reciben).



Las listas de Spotify, especialmente las creadas por la compañía, ofrecen una excelente visión del tipo de fake artists (en realidad trabajos de encargo hechos por Spotify y por tanto de su propiedad)



Bill Gates proclamó en 1996 que, en internet, “el contenido es rey” y que “para el progreso de la red los creadores de contenido debían ser remunerados por su trabajo”. También predijo que que los micropagos resolverían el problema de vincular financieramente a los usuarios y a los creadores. Pero ahora lo que hay son plataformas de capitalización masiva que monoplizan en acceso a los contenidos, sin interés alguno por fomentar esos micropagos.



Sin embargo, es cierrto que el contenidos es rey. Y el contenidos pertenece a quien lo crea. Solo que la deliberada eliminación del contexto elimina también el control que los creadores tienen sobre su obra. Por tanto, debemos demandar / enviar  información sobre el contexto: quien tocó en una pieza, quién la escribió, quién la produjo, quién la editó. Discogs es un gigantesco repositorio de información sobre grabaciones musicales que ha sido subida por los propios usuarios de la página. Bandcamp también crea espacio para estos datos en un servicio que es de streaming. Publicaciones y blogs musicales constituyen también una excelente fuente de material contextual.



 



Las discográficas



Se está extendiendo la sensación de que Spotify está intentando sustituir a los sellos musicales. Se hacen eco de esto una gran cantidad de trabajadores de la industria musical, tanto de compañías grandes como de compañías independientes. La naturaleza algorítmica de la plataforma complica la navegación por ella. En otros tiempos, si una tienda de música encargaba copias de un disco, la función de los sellos independientes se limitaba a asuntos sencillos (como enviar una nota de agradecimiento). Con Spotify está todo tan basado en algoritmos que no existen conversaciones de ida y vuelta con nadie. Se ha cambiado la forma de cómo se vende y se le pasa la música a los minoristas y, por supuesto, los lugares donde se genera dinero. Ahora alguien dice: “Oh, he visto que esta canción de nuestro grupo ha entrado en esta estupenda playlist, ¿hay alguien en la sección de indie que sea fan y a quién podría dar las gracias?” Y ellos: “no, resultó bien para esta playlists, así que la incluimos en esta playlist, y resultó bien en aquella playlist, y en esa otra ...”. Gracias, algoritmo.



 





El modo en que colocan las cosas parece que realmente deja a un lado muchos de los aspectos personales en el negocio de la música. Parece evidente la ambición de Spotify de jubilar los sellos musicales. Buscando el total control y poder, han priorizado su propio contenido y eso ha hecho notablemente más difícil encontrar albumes que playlists. Si se busca el nombre de un artista se hallará mucho más rapidamente una recopilación facturada por Spotify del trabajo de ese artista que un album. Por si no estuviese claro, Sportify quiere que las playlists sean el rasgo más distintivo de la plataforma. Una “innovación” que la empresa dice ser dirigida por los hábitos de los consumidores pero que está obviamente motivada por los propios intereses de marca de la plataforma así como por su creciente necesidad de proporcionar evidencia que demuestre su valía como plataforma para los inversores. Si esto no convence al lector, tome nota: Spotify está empezando a entrar sigilosamente en el juego de la edición de vinilos, en una aventura conjunta con el popular servicio de suscripción Vinyl Me Please, publicando sus “Spotify singles” de siete pulgadas (los antiguos singles y los modernos Eps).



Al final uno acaba con la impresión que las estratagemas de las grandes compañías discográficas de toda la vida, y, en definitiva, el entramado de tretas y trucos que la codicia hace desplegar al ser humano (que se deja llevar por ella) no quedan en suspenso por el cambio al nuevo paradigma de la música digital en tiempo real. Simplemente mudan los medios y los modos.



Las grandes discográficas son las que siguen teniendo el poder de negociación, de promoción, de canalización de su producto. Cierto es que internet les ha hecho mucho daño. En 1999 había seis compañías discográficas que pudiéramos considerar grandes: Universal, Sony, Warner, EMI, Polygram y BMG. Hoy quedan solamente tres, puesto que Sony se fusionó con BMG, Universal compró Polygram y EMI quebró a causa de sus malas políticas, siendo sus restos absorbidos también por Universal. Pero, como dice Fernado Pardo (guitarrista de Los Coronas y Sex Museum):



“Las descargas han sido sin duda el detonante de la crisis de las grandes compañías, pero fueron ellas las que crearon el nuevo sistema de descargas y de grabación en formatos con los que esto es posible, como el cd o el mp3. Si el formato siguiera siendo el vinilo no estarían en crisis. Han sido víctimas de su codicia y estupidez”.



Aunque haya muchas compañías medianas o pequeñas, las tres grandes todavía se reparten bastante más de la mitad del negocio discográfico. Por este orden y redondeando cifras: Universal (30%), Sony (20%), Warner (15%). El 35% restante corresponde a las compañías que denominamos “independientes”



Muchas veces, las discográficas que lanzan artistas a lo grande deducen los gastos de promoción, producción, grabación, montaje de giras, videoclips y todo lo que se les ocurra de los futuros honorarios de esos artistas. Después se quedan con una buena parte de los derechos de autor, como hemos visto en el caso de Spotify. Al final, hay artistas que no empiezan a ganar dinero hasta que han satisfecho su deuda con la discográfica, o que pueden enfrentarse a demandas millonarias en caso de romper contrato; que se lo digan a Jared Leto y su banda 30 Seconds to Mars: después de haber vendido millones de discos, ¡todavía le debía millones de dólares a sus jefes! Esto recuerda a las situaciones sufridas en los comienzos de esta industria, que ponían a talentosos artistas en manos de intermediarios sin escrúpulos y a los leoninos contratos bajo los que solía transcurrir  el tramo inicial de sus carreras.



Dejamos para el final, por su complejidad, la obligada alusión a YouTube. Ha terminado siendo el gran referente de promoción al que seguramente apuntaba Napster. Gran cantidad de artistas y discográficas abrieron perfiles oficiales en YouTube para aprovechar la oportunidad de publicitarse. Justin Bieber y Ed Sheeran dieron sus primeros pasos en esta plataforma y otros como Susan Boyle o Gotye deben su gran salto mediático a la viralización de sus videos, pero también es constante el goteo de artistas que retiran su catálogo de allí.



Otros, como empezó a hacer Prince, tenían equipos dedicados a eliminar toda huella de su música. Conozco a quien le cerraron un clip hecho en un aula por incluir de fondo un tema extraido de un cedé que se había abonado en el el punto de venta convencional, mientras que el compañero del aula de al lado disfrutó sin problema de la exibición de un video similar sólo porque el tema musical había sido obtenido de forma clandestina en la web. Esos programas que vigilan en YouTube no son tan listos como parecen. Cuando Google se hizo con este canal, la industria musical fue más precavida en sus ataques. Sigue siendo un canal de difusión con un enorme potencial, pero también una vía de agua para el negocio.



El complejo emporio de la música popular no se ha simplificado, racionalizado o impregnado de honestidad con los últimos avances tecnológicos. Se han ampliado las posibilidades de acceder a él con medios escasos y de alcanzar una audiencia que antes quedaba a años luz de distancia sin la mediación de intermediarios, pero las nuevas posibilidades vienen emparejadas a nuevos problemas, a distintos retos, porque así somos los seres humanos.


 

 


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