El ímpetu por adecuarse a la voluntad del Señor de la Iglesia debería prevalecer sobre los intereses, modas u orientaciones predominantes en el momento histórico que se vivan.
Estoy enterado de todo lo que haces, y sé que tienes fama de obedecerme fielmente. Pero la verdad es que no me obedeces. Así que levántate y esfuérzate por mejorar las cosas que aún haces bien, pero que estás a punto de no seguir haciendo, pues he visto que no obedeces a mi Dios. Acuérdate de todo lo que has aprendido acerca de Dios, y vuelve a obedecerlo.
Apocalipsis 3.1-3a
El Espíritu observa, conduce y enjuicia siempre a la iglesia
Una revisión atenta de la historia de la iglesia puede dar cuenta de la manera en que el Espíritu Santo ha obrado en la vida de su iglesia para reencaminarla en obediencia a las enseñanzas del Evangelio de Jesucristo. Cuando sus tendencias se han alejado de la fidelidad a ese mensaje, los correctivos del Espíritu han sido, en ocasiones, bastante radicales. Eso puede apreciarse especialmente en el caso de las iglesias del Asia Menor, pues recibieron reconocimientos, admoniciones y promesas muy específicas para evaluar su presencia en medio del imperio romano. La mirada radical de la literatura apocalíptica alcanza en las epístolas a las siete comunidades una dimensión universal, pues hoy pueden leerse como exhortaciones transversales para todas las iglesias cristiana. Explica Elisabeth Schüssler Fiorenza: “Algunos grupos marginados, como los montanistas, los movimientos milenaristas medievales, el ala radical de la Reforma, así como ciertos movimientos utópicos revolucionarios modernos, apelaron a la autoridad profética del Apocalipsis tanto más cuanto más insistía el cristianismo oficial en su marginalidad canónica”.[1]
En palabras de esta autora, cada mensaje concreto obedecía a una especie de mirada transversal del Espíritu, que es capaz de percibir en la simultaneidad de sucesos el meollo de lo que está aconteciendo con las comunidades cristianas en un contexto específico:
La mayor parte de las ciudades a las que se dirigen los mensajes proféticos estaban dedicadas a la promoción de esta religión civil romana. Éfeso, la mayor ciudad de la provincia romana de Asia, era sede del procónsul y competía con Pérgamo en el reconocimiento de su primacía. Lo mismo que Esmirna, era un centro del culto imperial, famoso por las luchas de gladiadores. Pérgamo, ciudadela de la civilización helenista en Asia, reclamaba para sí ser el centro del culto imperial. La ciudad había recibido permiso ya en el año 29 a.C. para construir un templo “al divino Augusto y a la diosa Roma”. La referencia del Apocalipsis al “trono de Satán” podía ser una alusión a este templo. En Tiatira, el emperador era adorado también como Apolo encarnado y como hijo de Zeus. El año 26 d.C., Sardes competía con otras diez ciudades asiáticas por el derecho a construir un templo en honor del emperador, pero lo perdió en favor de Esmirna. Laodicea era conocida no sólo como la ciudad más rica de Frigia, sino también como centro del culto imperial.[2]
La atención que presta cada carta a lo que sucede en cada ciudad forma parte de esa visión aguda capaz de definir en trazos ágiles, pero profundos, un diagnóstico lo suficientemente claro de lo que estaba pasando y la manera de afrontarlo. Cada comunidad cristiana se veía atenazada por un ambiente crítico que le exigía una firme determinación sobre sus convicciones, principios y acciones. Cuando se quiere anular ese contexto y se pretende uniformar la comprensión de la misión de la iglesia en el mundo se deja de ver lo específico como parte del conjunto más grande que el Espíritu desea compartir a los integrantes de las comunidades. El ímpetu por adecuarse a la voluntad del Señor de la Iglesia debería prevalecer sobre los intereses, modas u orientaciones predominantes en el momento histórico que se vivan. La alternativa planteada por el Espíritu abarcó todos los aspectos posibles para que la respuesta de la fe fuera consistente ante las dimensiones de las pruebas y los conflictos:
Parece, pues, que Juan exige una postura teológica libre de componendas. Tanto el autor del Apocalipsis como sus seguidores perciben tal potencial de destrucción y opresión teológicas en los poderes deshumanizadores de Roma y sus aliados, que cualquier compromiso con ellos implicaría la negación del poder salvífico de Dios. La retórica visionaria de la visión inaugural insiste, por tanto, en que Cristo está vivo, a pesar de haber sido asesinado. Quienes se resisten a los poderes de la muerte que amenazan con destruir sus vidas ahora, participarán en el futuro del poder real de Dios y de Jesucristo. A quienes ahora viven pobres y explotados, las “promesas del vencedor” les garantizan lo esencial de la vida en el futuro escatológico: alimento, vestido, casa, ciudadanía, seguridad, honor, poder. Estas promesas no van dirigidas a la gente rica, satisfecha e influyente, sino a los pobres y perseguidos de las comunidades de Asia Menor, con intención de animarlos a que resistan impertérritos y a que vivan fieles a su compromiso cristiano.[3]
Las sabias palabras dirigidas a Sardis (3.1-3a) bien podían servir de referencia general para las demás comunidades:
a) “Estoy enterado de todo lo que haces, y sé que tienes fama de obedecerme fielmente”: No basta con tener una imagen policiaca de Dios y de su Espíritu, en el sentido de que todo lo conoce y lo vigila. Hay que sobreponerse a esa forma de control y actuar responsablemente, como si esa mirada no estuviese presente, pero con la firme certeza de que se ejecuta la voluntad de Dios.
b) “Pero la verdad es que no me obedeces”: Debe reconocerse directamente, cada vez que sea necesario, que se está en estado de desobediencia y que eso amerita contrición verdadera y profundo deseo de cambio.
c) “Así que levántate y esfuérzate por mejorar las cosas que aún haces bien, pero que estás a punto de no seguir haciendo, pues he visto que no obedeces a mi Dios”: El reconocimiento divino a lo hecho con anterioridad es una oportunidad de oro para retomar fuerzas, recuperar la visión y lanzarse en nuevas empresas al servicio del reino de Dios.
d) “Acuérdate de todo lo que has aprendido acerca de Dios, y vuelve a obedecerlo”: El conocimiento teológico acumulado es un enorme potencial espiritual que poder ayudar a retomar el camino. No debe perderse esa sana tradición cristiana para ponerla por obra.
Obedecer a la voz del Espíritu para reformarse continuamente
Como bien escribieron Laurent Gagnebin y Raphaël Picon (1968-2016), al describir puntualmente lo que es el protestantismo, la fe de la Reforma Protestante es siempre “una fe insumisa”, es decir, una fe que encuentra en el beneplácito de Dios la esencia de su acción y pensamiento. Llegado el momento de la protesta en el camino de la reforma de la iglesia en el siglo XVI había que hacerlo y establecer de manera categórica las características del movimiento en marcha:
El protestantismo es una protesta teológica. Para convencerse, bastaría con acordarse del origen histórico de la apelación “protestante”. Ésta nos viene de un suceso bisagra en la historia de la Reforma y del cristianismo occidental: la Dieta de Spira de 1529. […] Diecinueve estados, conducidos por Felipe de Hesse y Jean de Saxe, rechazaron someterse al decreto imperial y redactaron una declaración de protesta. “Nosotros protestamos frente a Dios, así como frente a todos los hombres, que nosotros no consentimos ni nos adherimos al decreto propuesto, en las cosas que son contrarias a Dios, a su santa Palabra, a nuestra buena conciencia, a la salvación de nuestras almas”. El adjetivo “protestante”, fue entonces aplicado por extensión a todos los partidarios de la Reforma. La actitud de esos príncipes contestatarios recela de los dos elementos a los que nos envía la etimología de la palabra “protestante”: el testimonio (testis, en latín) por el que alguien afirma, reconoce, confiesa lo que sabe o cree, y la contestación (protestari) por la cual se expresa una resistencia, una crítica, una protesta.[4]
No siempre la iglesia está en condiciones de obedecer al Espíritu para reformarse lo suficiente y así ser más fiel al Evangelio de Jesucristo. Pero lo que puede hacer es estar dispuesta a escuchar la voz que el Espíritu le presenta en su Palabra. Toda reforma humana será siempre incompleta, pues únicamente el Espíritu puede llegar hasta la raíz de todas las cosas. Dejarse reformar por el Espíritu no es una opción para las iglesias, es todo un desafío, obligación y hasta un destino. Las diversas reformas del pueblo de Dios en la historia han sido la muestra de una voluntad soberana constante de cambio para la fe comunitaria. Los episodios en que el Espíritu ha propugnado cambios profundos son momentos de revelación de la voluntad divina. La iglesia debe vivir en espíritu de reforma en permanente alerta ante sus limitaciones y excesos. Las iglesias de Asia Menor (la actual Turquía) desparecieron, pero forman parte del testimonio bíblico de la acción del Espíritu Santo en medio de su iglesia de todos los tiempos.
Si nos asumimos como protestantes y reformados, hemos de leer las Escrituras siempre en clave de reforma y de protesta, esto es, de inconformidad e insumisión ante los valores dominantes para así poder proclamar proféticamente, una y otra vez, el mensaje liberador de Jesucristo para todos los tiempos. Celebramos estos 500 años de reformas guiadas por el Espíritu Santo, como parte de un enorme abanico de acciones que ha llevado a cabo entre su pueblo a fin de hacer presentes el amor y la justicia divinas. Y con Jacques Ellul afirmamos que, más allá de nuestras esperanzas humanas que puedan cumplirse o no en el tiempo que nos toca vivir, la grandeza de las promesas del Señor relativas a su Reino es vigente y absolutamente actual que nos conduce a una mirada realista de los mundos material y espiritual, pero ya muy lejos de la conciencia medieval, para replantearnos radicalmente la forma en que actúa Dios en el mundo:
Seguramente, una de las más importantes consecuencias de la Reforma bajo la óptica del mundo, fue la desacralización en sus diversas formas. Los reformadores recordaron con vigor que Dios está en el cielo y el ser humano en la tierra; que el mundo es el lugar del Príncipe de este mundo; que el hombre es por naturaleza, y de manera definitiva, pecador y sin ninguna posibilidad de hacer el bien: el mundo es el mundo. Y por ello está habitado por potencias sagradas, y nada en el mundo excede a la grandeza del hombre; no hay misterio en el mundo, no hay barreras naturales que signifiquen algo en sí mismas. […]
La presencia de lo sagrado al interior de este mundo asegura, en efecto, de manera intrínseca, una significación de los sucesos en la historia: los hombres saben por ellos mismos lo que hacen y a dónde van; esto les es dicho y asegurado por la existencia de algo sagrado en la historia; lo mismo sagrado pone además límites a la acción del hombre: hay tabúes, existe lo que se puede y lo que no se puede. […]
…brutalmente, los reformadores intervienen en esta sutil y delicada construcción, he aquí que ellos “rechazan de golpe mil años de teología casi unívoca” y rompen la tela fácilmente tejida. No hay nada sagrado en el mundo y, además, la Iglesia y el Estado no son más sagrados uno que otro. Las cosas son cosas: no hay espíritus en ellas, la materia es materia, incluso si es del hombre. No hay nada de venerable en la naturaleza —la historia no tiene significación por ella misma; nada está, por sí mismo, prohibido; el hombre dejado a sí mismo es un ciego, incapaz de ningún bien y destinado a la muerte. Si la historia tiene un sentido, es por la atribución de una significación extrínseca, que viene de Dios. Si el hombre hace el bien, es por la acción extrínseca de Dios que actúa sobre él por la gracia y no existe ninguna continuidad posible de la naturaleza y de la gracia… El mundo desacralizado, vuelve a ser plenamente el mundo. No un mundo sin ley, sino un mundo que no tiene las mismas leyes que la Iglesia, un mundo que no puede ser cristianizado desde el exterior, bajo la óptica de que no se puede actuar con la hipocresía de hacer como si se fuera cristiano sin serlo, como si lo sagrado que se desea no fuera otra cosa que idolatría, ilusión, mentira y rechazo de Dios. […]
La Iglesia ya no podía ejercer poder ni sobre el mundo ni sobre el hombre, ni tampoco imponerle leyes. Todo lo que si podía era anunciar la Palabra de Dios a ese mundo y a ese hombre, testimoniar por sus obras y por la vida de los cristianos, y por sus palabras, la obra cumplida por Dios en ese mundo y para ese hombre.[5]
[1] E. Schüssler Fiorenza, Apocalipsis, visión de un mundo justo. Estella, Verbo Divino, p. 20, http://ebam.org/libros/Libro-Apocalipsis%20Vision%20De%20Un%20Mundo%20Justo-Schussler%20Fiorenza%20Elisabeth%20.pdf.
[4] L. Gagnebin y R. Picon, El protestantisme. La foi insoumise. París, Flammarion, 2000, pp. 11-12. Traducción de Francisco J. Domínguez Solano. De manera póstuma ha aparecido el volumen Un Dieu insoumis (Un Dios insumiso), de Picon (Ginebra, Labor et Fides, 2017), que reúne varios de sus textos y artículos.
[5] J. Ellul, “Actualidad de la Reforma” (1959), en Com-Unión, órgano oficial de la Comunión Mexicana de Iglesias Reformadas y Presbiterianas (CMIRP), año I, núm. 2, julio-diciembre de 2016, pp. 22-23, https://issuu.com/cmirp/docs/02-comuni__n-jul-dic2016. Trad. de Francisco J. Domínguez Solano.
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