Los levitas argumentaban con la ley en la mano y el padre respondía con la mano en corazón.
La participación en las constantes lapidaciones no dejaba tiempo libre para el cultivo de la tierra y la cría de ganado en el primer Israel.
Cuando no era un hijo rebelde, era alguien que no guardaba el sábado; cuando no era una infidelidad conyugal, era una cuestión de virginidad, el caso es que estaban tan cansados de tirar piedras que se relajaron en las funciones que demandaba la ley mosaica.
Los levitas, que solo se dedicaban al servicio del templo y tenían pocas ocupaciones, fueron los primeros en dar la señal de alarma y propusieron al consejo de ancianos nombrar un grupo de personas compuesto por miembros de su tribu que velase para llevar a término la ejecución de las sentencias.
Y así se hizo.
Al principio todo iba viento en popa, no había lista de espera e iban al día, pero poco a poco este grupo fue ganando protagonismo y un exceso de celo hizo que se quintuplicasen las lapidaciones.
Ya no esperaban avisos de familiares o vecinos, se dedicaban a ir casa por casa para inspeccionar qué ley de Moisés se estaba incumpliendo bajo cada techo.
Sucedía que las desavenencias dentro de las familias acababan en un señalamiento o acusación ante este brazo ejecutor comandado por levitas.
Este fue el caso de Abdías que, envidiado por su hermano menor, fue denunciado ante los levitas como rebelde y desobediente a sus padres.
En una asistencia urgente, allí se presentaron los levitas con un cargamento de piedras.
Justo al momento en que se le sujetaba con cuerdas a la fachada de su casa y diez levitas afinaban puntería, llegó el padre que volvía de cultivar el campo.
—¡Alto! ¿Qué hacéis?
—¿Eres el padre de Abdías?
—Sí, por Dios, ¿pero quién os ha llamado?
—Anda, buen padre, únete a nosotros y recobra tu dignidad perdida. Tienes una bestia en casa que por ser indómita merece castigo.
—Ni lo toquéis, sabed que en esas edades los hijos afrentan a los padres y luego se arrepienten. Yo perdono a mi hijo todo el mal que haya podido hacer contra mí.
—Tú sí, pero la ley que nos transmitió Moisés igualmente se ha de satisfacer.
—Sabed que antes de darnos su ley, Yahvé nos escogió y amó. Yo amo a mi hijo y la mejor manera de que cumpla y admire la ley es dándole ocasión para el arrepentimiento.
La discusión se hizo densa e interminable, los levitas argumentaban con la ley en la mano y el padre respondía con la mano en corazón.
Al final cedieron los levitas.
—Dices que tu hijo cambiará con el tiempo. De acuerdo, démosle una oportunidad. Pero mientras eso no ocurre él ha de comparecer periódicamente ante nuestro cuerpo disciplinario. Sabremos si continúa siendo contumaz— dijo el levita.
—De seguro que lo aceptará— dijo el padre.
—Con todo, para que sepa quiénes somos y nos respete, ahora recibirá veinte azotes.
—Advierto que vuestro celo por la ley es un pretexto para hacer daño. La misma ley que decís defender un día os alcanzará. Buscaos un padre que os ame y os perdone antes que una ley que, bien entendida, está al servicio del amor.
El muchacho recibió los veinte azotes y aceptó comparecer ante los levitas de por vida.
Cuando ya marchaba la comitiva, el más joven del grupo de levitas, empezó a protestar contra su padre allí presente.
—¡Ya está bien! ¡Me haces salir de casa cargado de piedras para nada! ¡Otra lapidación frustrada! ¡Eres un calzonazos, como dice mamá! ¡Mañana todos se reirán de mí, y tendré un nuevo enemigo que antes no tenía y que hoy podría estar muerto! ¡Dedícate a otra cosa y ponte a labrar el campo como los hombres de bien! ¡Qué vergüenza de padre! ¡Ojalá fueras como el padre de Abdías que lo defiende hasta la muerte!
—¿No puedes esperar que lleguemos a casa para discutir? ¿Me tienes que humillar en público? ¡Desvergonzado, eres un desvergonzado! ¿Qué te has creído?, ¡habrase visto este niñato! ¡Desautorizar mi trabajo! ¿De ese modo insultas a quien te pone el pan en la mesa?— dijo el padre.
Y así todo el camino hasta el hogar, el padre levita tuvo que soportar los desprecios de su hijo rebelde.
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