Manu se atreve a cantar en portugués pero en realidad la lengua que utiliza es la de la marginalidad, convirtiendo todo el álbum en una metáfora de los que huyen, aunque su destino sea el dolor.
Uno de los grupos de mi juventud, acaso por esa (supuesta) rebeldía que uno debía atesorar como el valor en el servicio militar, fue Mano Negra, mezcla de mezclas, fusión de fusiones.
Chanson francesa, rock, reggae, blues pantanoso, ska, salsa, música africana, pura fiesta de calidad y cantidad, de intensidad, aderezada con una particular torre de Babel con letras en inglés, francés, español y hasta árabe, gallego y portugués.
Pura mezcolanza que, todavía hoy, me sirve de banda sonora ideal para largos trayectos en coche. Pero, un día, la Mano murió tras una década de existencia (1987-1997). Su líder, el otrora (a su pesar) conocido Manu Chao inició un rumbo en solitario que, con la perspectiva actual, no consiguió llegar a los niveles de una banda que, sin caer en tópicos y manteniendo la calidad, supo encarnar una propuesta multicultural, mestiza, charnega en el sentido positivo de la palabra, bizarra hasta el extremo, reivindicativa, festiva y comprometida.
La figura de Manu Chao, a menudo menospreciada por el cliché del perroflautismo, es reivindicable desde una propuesta musical que une vísceras y cabeza. Una figura que siempre me ha fascinado, y más cuando un conocido (más saludado que amigo) me dijo que él no podía hacerle caso a ningún artista que hubiera hecho explícito su rechazo a Dios. De acuerdo, Chao dijo lo siguiente durante el rodaje de un documental: "Yo no creo en Dios ni en los milagros. Sé que el día que me muera, Dios se va a olvidar de mí".
Vale, Chao no habla de Dios en sus canciones. En el disco Clandestino, por ejemplo, sólo habla de pérdida, de tristeza, de soledad, de amargura, de persecución, de emigración, de destino, de desamor, de mentira, de muerte, de vida, de esperanza. Vale, pero no habla de Dios, me parece estar oyendo desde esa vocecita que todo lo confunde y todo lo juzga. El primer trabajo post-Mano Negra fue este álbum Clandestino (1998), una joya a reivindicar que se entendió mal y hasta triunfó (si hablamos de ventas y difusión en radio en una época todavía fronteriza con internet) gracias a los singles Clandestino y Desaparecido.
Fíjense. Manu Chao triunfando con su disco más triste y, si se zambullen en él lo verán, difícil. Este hijo de gallegos, biznieto de cubano, nieto de vasco, nacido en París y uno de los pocos artistas al que creo cuando suelta ese cliché de ser ciudadano del mundo, se sacó de la chistera un disco a reivindicar. Ese primer trabajo en solitario mezclaba los sones que fue encontrando por calles perdidas y arrabales de Europa y Latinoamérica, lejos de folklorismos y extrañas búsquedas de raíces que otros europeos han intentado sin demasiado éxito (salvo honrosas excepciones como Santiago Auserón aka Juan Perro).
Manu no investiga ni se instala una semana en un complejo hotelero para recorrer calles un ratito y empaparse de sonidos; él vive y compone a la vez, él vive la calle con una naturalidad que no suena impostada ni a videoclip de Enrique Iglesias. De hecho, hasta incluyó su música en lo que llamó la Feria de las Mentiras y la Caravanne des Quartiers (Caravana de los Barrios), una mezcla de circo, músico, nomadismo y hasta campeonatos de futbolín, un proyecto heredero de uno anterior, con Mano Negra, que recorrió Colombia con un viejo tren que era, a su vez, un espectáculo circense y musical, una búsqueda de la música y la vida callejera que el propio padre de Manu (el periodista Ramón Chao) recogió en un espléndido libro titulado Un tren de hielo y fuego.
Ese disco se alejó, quizá por eso de la madurez creativa (ejem) de la contundencia, la frescura y la patchanka (término muy suyo) de la etapa de la Mano. El álbum es un paseo que une la chanson con tonos brasileños, morriña galega y cadencias del altiplano boliviano. Manu se atreve a cantar en portugués, otro idioma a añadir a su oferta, pero en realidad la lengua que utiliza es la de la marginalidad, la del lado oscuro de este mundo, convirtiendo todo el álbum en una metáfora de los que huyen, aunque su destino sea el dolor.
Chao escapó de cualquier moda y creó un disco poco comercial (aunque, ironías de la vida, repito que acabó siendo un éxito de ventas), con referencias a la crudeza de un continente y hasta con la inclusión de un discurso del subcomandante Marcos que no apesta a solidaridad de sofá y despacho. El disco rebosa despedida y tristeza, desengaños e inviernos cálidos, un no querer mirar el reloj en cualquier taberna con tequila barato bajo un torpe ventilador y un deje arrastrado con pretensión a ser escuchado y degustado poco a poco, como banda sonora de un fin de milenio que era engullido por la tecnología y el monstruo de una sociedad del bienestar que seguía dejando cadáveres en la cuneta.
La música de Chao nos acerca a la América más africana, a la santería y la superstición, a un mundo donde tienen cabida desde luchadores mexicanos con máscaras kistch hasta pócimas baratas de curandero que todo lo sanan. Formalmente, en el disco planea un sámpler constante de fondo, que suena como esas deliciosas emisoras de radio piratas o como narraciones a ritmo de vértigo de partidos de fútbol (otra de las iconografías clásicas de Chao, sublimada en el tema Santa Maradona del Casa Babylon de Mano Negra).
Más que un disco, Clandestino es una canción larga, sin pausas, con una belleza que va calando y que va tejiendo sueños, lágrimas, emociones e inspiración. Pero resulta que no habla de Dios. Permítanme que discrepe.
Algunos temas de Clandestino:
Con Mano Negra:
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