El primer espacio donde Holl ubicó la fuerza cultural de la Reforma es el de la religión y la vida secular, siguiendo la clásica tendencia de la época.
Si algo debe reconocerse en el esfuerzo de análisis sobre el impacto cultural de la Reforma Protestante que llevó a cabo el historiador alemán Karl Holl es el conocimiento de primera mano de las fuentes luteranas y calvinistas, lo que le permitió distinguir, comparar y matizar ambas posturas, en su peculiar estilo, al momento de trazar las grandes líneas de su investigación.
Al mismo tiempo, y como bien señaló Wilhelm Pauck en la introducción del volumen, no deja de aparecer el tono muy alemán (y eurocéntrico) en el estudio, aunque por la época en que se publicó resulte comprensible. Es obligación de los analistas actuales situar la relevancia de las reformas religiosas del siglo XVI en cada ámbito geográfico, debido sobre todo a las formas particulares de apropiación de ese legado que ha habido en la historia.
Lógicamente, el primer espacio donde Holl ubicó la fuerza cultural de la Reforma es el de la religión y la vida secular, siguiendo la clásica tendencia de la época, pues en su momento estaba muy fuerte aún la preocupación por definir con claridad los límites de ambos territorios. Muy significativa es la cita de Oswald Spengler (1880-1936) con la que inicia el análisis: “Un gobernante que intenta imponer la religión en términos de política práctica es un tonto. Un moralista que desea llevar al mundo real la verdad, la justicia, la paz y el bien también lo será. Ninguna religión ha cambiado nunca y ningún hecho empírico nunca ha desmentido la religión” (p. 23).
Desde este punto de vista, se manifiesta la orientación de respetar la facticidad de los sucesos históricos y culturales, si no como realidades totalmente independientes, sí como acontecimientos con un fuerte grado de autonomía.
“Incluso si uno rechaza seguir a Karl Marx al reducir la religión y otras ‘ideologías’ a los procesos estrictamente económicos —puntualiza el autor—, queda aún la tendencia a considerar las leyes del desarrollo político y económico como autónomo e independiente de aquellas relacionadas con la moralidad y la religión”. Pero, sin duda, la religión fue sólo uno de múltiples factores en juego. La influencia decisiva, en tales casos, no fue la religión sino las circunstancias políticas y económicas.
Asimismo, ante las divergentes opiniones de Max Weber, al respecto, señala Holl, permanece la duda acerca de si la religión tuvo el empuje suficiente “para transformar y mejorar al ser humano, y si fue un poder capaz de resistir y sobreponerse a ‘lo natural’, esto es, las fuerzas económicas, políticas y sociológicas” (p. 25).
Lutero, observa el autor, no difería mucho de Spengler, pues con toda seguridad “si alguien le hubiera preguntado si su evangelio buscó hacer avanzar a la civilización, habría respondido con un resuelto ¡No!”. Por el contrario, habría explicado con la misma intensidad que usaba con los campesinos cuando dijo: “Mi evangelio no tiene nada que ver con las cosas de este mundo. Es algo único, exclusivamente dirigido a las almas. Promover y establecer cuestiones de la vida mundana no es un deber de mi oficio sino para quienes han sido llamados a esa labor: el emperador, la nobleza, los magistrados. Y la fuente en que se basan no es el evangelio, más bien la razón, la tradición y la equidad”.
Esto choca frontalmente con las continuas relecturas y relecturas, en todos los sentidos imaginables, que se hacen del impacto de la Reforma, dado que se considera, desde la visión moderna, que Lutero y los demás reformadores/as asumieron sus acciones como adalides de un mundo radicalmente nuevo cuando en realidad todos ellos “buscaron afirmar la independencia y la relevancia autónoma de la religión”. Explica Holl: “Para él, la religión no era sólo el supremo valor, el tope y la suma completa de los valores de la otra vida que debían ser utilizados como medios hacia un fin diferente de ellos mismos, ya sean logros culturales, el dominio del mundo o el arte de vivir”. 26).
Por lo anterior, queda bien claro que el espacio (que hoy no dudamos en llamar cultural) por antonomasia en el que los reformadores deseaban influir era el religioso y que, dadas las condiciones que debieron enfrentar, eventualmente tuvieron que “salir” de ese ámbito de influencia, tan importante para ellos, para intentar respuestas y acciones acordes a tales exigencias derivadas de las situaciones inesperadas que vivieron. Sin una clara separación entre los Estados y las iglesias era muy difícil que tuvieran la certeza de que la cultura estaba siendo transformada progresivamente y que los nuevos “productos” de la misma llevarían la marca de su lucha religiosa y teológica.
Para Lutero, el mundo debía seguir su marcha bajo el dominio del cristianismo y el Evangelio no podía ni deseaba reemplazar los sistemas creados por la razón humana, debido a que buscaba “alcanzar a personas de buena voluntad, dispuestas a recibir a Dios”, mientras que el orden secular debía tratar o negociar con los aspectos más crudos, insensibles y hasta criminales de la existencia.
En pocas palabras, se trataba del conflicto entre el genuino amor cristiano y la realidad material autónoma, no obstante lo cual Lutero demandaba que los efectos de ese amor se manifestaran en la humanidad y en el orden secular.
Holl coloca en esta perspectiva el pensamiento y acción de los reformadores y, para el caso de Lutero, señala que es preciso conocer cómo sus motivaciones religiosas (su “relación con Dios”) afectaron sus actividades “mundanas”. En esta búsqueda, un concepto que destaca especialmente es su sentido de responsabilidad, es decir, su papel específico en un orden de salvación que rebasaba la mera esfera individual para alcanzar, así fuera tangencialmente, otras áreas de la vida humana.
Allí se sitúa, indiscutiblemente, su visión de la libertad cristiana, que él percibió como necesariamente relacionada con los ámbitos político y económico, puesto que le preocupó muchísimo al afirmar que “la libertad de conciencia y el derecho a la convicción personal eran algo claramente inviolable” (p. 31). Una de las derivaciones económicas de esta percepción eminentemente espiritual es el hecho de que resultaba “inherente en la naturaleza de una persona renacida en Dios encontrar alegría en su actividad”.
El verdadero cristiano no debe estar ocioso y, si lo está, su conciencia no lo dejará tranquilo. Ésa es la razón de ser del trabajo en todas las áreas posibles. Desarrollos similares encuentra Holl en las ideas luteranas de personalidad, honor y comunidad, por lo que al sumergirse en la manera en que ellas permearían al mundo que estaba anunciándose, es posible apreciar cómo los nuevo énfasis religiosos influirían en la conformación de nuevas sociedades y culturas.
Estas ideas fundamentales de Lutero llegaron a ser patrimonio común de los movimientos que lo siguieron, pues no solamente Zwinglio y Calvino las adoptaron, sino también los “entusiastas” y los “movimientos libres”. Estos últimos dependieron de él también, aun cuando acusaron al antiguo monje agustino de quedarse a medias en su reforma, y eso se advierte en muchos temas que ellos enfatizaron, como la responsabilidad, la autonomía, la certeza de la salvación, pues los tomaron de Lutero y no del misticismo, subraya Holl. Finalmente, y en cuanto al radicalismo de tales movimientos, destaca que “Lutero fue el primero en abrir sus ojos hacia el significado profundo del mandamiento neo-testamentario y su entusiasmo encendió su celo” (p. 40).
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