Si aquellos comportamientos de curas eran perfume, Dios nos libre del hedor.
En el cuarto centenario de Cervantes
“EL CURA SEGÚN CERVANTES” II, por Luis Miner Imprenta del Montepío Diocesano, Vitoria 1916, 420 páginas.
Cien años menos del que estamos viviendo, exactamente en 1916, un joven seminarista católico publicó en Vitoria dos tomos en torno al tema del cura en el Quijote. El tomo uno lo basó en la primera parte del Quijote; el tomo dos, en la parte segunda.
Si el lector de esta sección sigue los artículos que en ella se publican sabrá que la semana pasada escribí sobre el primero; hoy lo estoy haciendo con el segundo tomo de Luis Miner a la vista, quien, he de destacarlo, escribía con una prosa elegante y, en general, bien documentada.
En este segundo tomo llama la atención el título de clérigo que Miner otorga al bachiller Sansón Carrasco. Desde la primera a la última de estas 420 páginas, cuando Miner se refiere al bachiller lo llama siempre, o casi siempre, clérigo. ¿Lo era?
Cervantes presenta a Sansón Carrasco como muy gran socarrón, de unos 24 años. Recibido en su casa por Don Quijote, según consta en el tercer capítulo de la segunda parte, se pone de rodillas delante del Caballero y le dice: “deme vuestra grandeza las manos, señor Don Quijote de la Mancha, que por el hábito de San Pedro que visto, aunque no tengo otras órdenes que las cuatro primeras, es vuesa merced uno de los caballeros andantes que ha habido ni aún habrá en toda la redondez de la tierra”.
Uno de los grandes comentaristas del Quijote, Diego Clemencín, erudito y político español fallecido en 1834, aclara que el llamado hábito de San Pedro era una prenda usada por escolares que nada tenían que ver con la iglesia. Respecto a las órdenes sagradas que el bachiller decía poseer no era más que resultado de “la condición maliciosa y burlona” del tal bachiller, que quiso presentarse ante Don Quijote con credenciales que no poseía. Me cuesta creer que Luis Miner, cervantista cultivado, ignorara la opinión de Clemencín. Creo que la conocía, pero no quiso sujetarse a ella con tal de atribuir a Sansón Carrasco condición de clérigo, empeño que repite a lo largo de este segundo tomo.
Sigue el enfrentamiento de Don Quijote con otro clérigo, capellán de casa rica. Lo cuenta Cervantes en dos capítulos, el XXXI y XXXII en la segunda parte de la novela. En su viaje a Barcelona Don Quijote y Sancho hacen una parada en Zaragoza y se alojan en el palacio de los duques, identificados por algunos cervantistas como Carlos de Borja y María Luisa de Aragón. En éstos duques Cervantes nos ofrece el retrato de una nobleza moralmente corrompida, gastando en banalidades lo que no posee. Según el autor del Quijote, la duquesa y el duque salen a la puerta de palacio para recibir al Caballero y a su escudero.
Sigamos leyendo: “y con ellos un grave eclesiástico, destos que gobiernan las casas de los príncipes, destos que como no nacen príncipes no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son, destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos, destos que queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados les hacen ser miserables. Destos tales digo, que debía de ser el grave religioso, que con los duques salió a recibir a Don Quijote”.
Interrumpiendo la conversación que en la mesa mantenían los duques con Don Quijote y Sancho, el eclesiástico interviene “con mucha cólera” y advierte al duque: “Vuestra Excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta a nuestro Señor de lo que hace este buen hombre, este Don Quijote o Don Tonto, o como se llama, imagino yo que no debe ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedades. Y volviendo la plática a Don Quijote, le dijo: Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el cerebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines?”.
“Sin guardar respeto a los duques, con semblante airado y alborotado rostro, Don Quijote se puso en pie y temblando de los pies a la cabeza como azogado, con presurosa y turbada lengua, dijo: el lugar donde estoy y la presencia ante quien me hallo, y el respeto que siempre tuve y tengo al estado que vuestra merced profesa, tienen y atan las manos de mi justo enojo, y así, por lo que he dicho, como por saber como saben todos que las armas de los togados son las mismas que las de la mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual batalla con vuestra merced”.
Muchos y vanos equilibrios lingüísticos hace Luis Miner, autor de “El cura según Cervantes”, para justificar lo que no tiene justificación, los insultos del cura al pacífico Caballero andante. El seminarista de Vitoria ve motivos personales en el autor del Quijote para hacer hablar a su hijo como lo hizo: pregunta: “¿Es que Cervantes se aprovechó de la intervención de un capellán en el sobredicho pasaje para desfogar antiguos rencores contra uno de ellos?” Dice más, más de lo mismo: ”En sus visitas a gentes ilustres y a dignidades eclesiásticas, quizá tropezaría Cervantes con algún eclesiástico del referido carácter, y querría darle en este pasaje una leccioncita de sociabilidad y sano eclecticismo”.
Siempre las excusas, siempre dando razones a la sinrazón. Digno discípulo de Ignacio de Loyola. Para Miner, “la ira del capellán de los duques, como acaba de verse, no se levantó en llamas, más bien fue una sacudida eléctrica de escasa energía”. Pues qué quería, ¿que hubiera llamado a los inquisidores y hacer arder a Don Quijote en llamas de las que queman en el patio de palacio?
Otra es la opinión de Unamuno. En su “Vida de Don Quijote y Sancho”, capítulo XXXI, el rector de Salamanca discurre de esta manera: “¡Oh, y como dura y persiste y no acaba nunca en nuestra España la ralea de estos graves y sesudos eclesiásticos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrechez de sus ánimos! ¡Don Tonto! ¡Don Tonto! ¡Y cómo te viste tratar, mi loco sublime, por aquél grave varón, cifra y compendio de la verdadera tontería humana!”.
Luis Miner concluye sus dos tomos de “El cura según Cervantes” reivindicando al hombre de sotana negra de su tiempo, cien años atrás. Afirma que todos los eclesiásticos que intervienen en el desarrollo de “El Ingenioso Hidalgo” “dejan al pasar el exquisito perfume de su honestidad”.
Pues si aquellos comportamientos de curas eran perfume, Dios nos libre del hedor.
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