Durante las últimas semanas un coro de niños y niñas de Uganda está de gira por España. Son 28, pero representan a los más de 200 chicos que viven juntos en Entebbe, cerca de la capital Kampala.
Tendemos a la comodidad. A pelear por esa mesa en el despacho cerca de la ventana. A envidiar la cola de al lado en el súper, siempre más rápida y eficaz. A leer las cosas por encima y a poner canales de televisión que merecerían un juicio sumarísimo. A dar un currado like a mensajes en las redes contra tragedias varias. Mejor si son de niños. A dar algo de limosna para los pobres, para enfermedades raras y para los niños de África. Así, en conjunto, como bizarro paradigma occidental. Una amalgama amorfa de rostros clónicos, sonrientes y que “te lo dan todo, pobrecitos”. Así, embadurnados de paternalismo que todo lo llora y de mirar hacia otro lado cuando deberíamos hablar de empoderar.
Durante las últimas semanas (para un total de tres meses), un coro de niños y niñas de Uganda (si alguien lo busca en el mapa, mejor. Está entre el país de niños sonrientes que lo dan todo y el país de niños que, con moscas alrededor y barrigas hinchadas, nos hace decir “pobrecitos”. Allí, justo allí) está de gira por España. Son 28, pero representan a los más de 200 chicos que viven juntos en Entebbe, cerca de la capital Kampala, a los pies del lago Victoria. Entebbe, además, significa en luganda asiento, por ser el lugar donde un añejo jefe baganda se sentó para intermediar en casos legales. Entebbe cuenta todavía con un embarcadero, hoy una especie de puerto fantasma donde ya no atracan barcos. Y Entebbe es el lugar que escogió Deborah Kaaya (más conocida como Mama Deborah) para empezar un proyecto personal de acogida de niños.
La vida de cada uno de estos niños “es una historia”, nos cuenta la misma Mama Deborah, “una historia dura, con abandonos, violencia y pobreza”. Mama Deborah lo cuenta rápido, sin recrearse, sin dar más importancia a unos hechos que son pasado. Para ella, cuenta el presente, el poder dar un sentido a esas vidas, el poder dotar de arte y de capacidad para cambiar las cosas a un grupo de pequeños que, detalla, son como un millón de copos de nieve: “Un copo puede no pesar nada, pero un millón sobre la misma rama, la rompen”. “Tuve un sueño”, relata, y un día decidió acoger en su casa a 16 niños. Fue el principio del torbellino. Esa casa se transformó en una escuela. Y en una casa más grande. Hasta los más de 250 niños actuales. Se llamó New Life. A partir del encuentro con miembros de la ONG española Nzuri Daima (que trabaja con hermanamientos y microcréditos en África oriental), surgió la idea de crear el Coro Safari, primero con las canciones que componía una de las niñas desde que tenía siete años, Joy Mutuwa, para ir añadiendo versiones como el maravilloso Hallelujah de Leonard Cohen; el Over the rainbow que nos evoca a Judy Garland en las baldosas amarillas; el No dudaría de Antonio Flores; el Looking for Paradise de Alejandro Sanz, y hasta temas en catalán como Sense tu (Sin ti), de Terapia de Shock, o Quan tot s’enlaira (Cuando todo levanta el vuelo ) de Txarango. Este último grupo, de hecho, ha cantado con ellos y ha apadrinado parte de la gira del coro, que también ha incluido participaciones junto a Alejandro Sanz en Valencia y en Barcelona ante miles de espectadores.
El nombre de Coro Safari nos puede sonar extraño a todos, no se preocupen, ya que nos remite más a un grupo de orondos occidentales disfrazados de exploradores y observando (o cazando, todavía peor) leones desde un jeep con aire acondicionado y el motor en marcha por si acaso. Pero no. Al fin y al cabo, en swahili (la lengua más común en el continente, ya que se habla hasta en una docena de países) significa viaje, toda una metáfora del objetivo de estos chicos al salir de Uganda: “Queremos viajar físicamente”, cuenta Mama Deborah, “para poder mirarnos a los ojos, para compartir además de melodías y palabras, los latidos y esperanzas, poder ser como unos representantes de los niños de África, capaces de cambiar las cosas”.
Uno de los conciertos tuvo lugar hace unos días en la iglesia Unida de Terrassa. Explica Mama Deborah, evangélica y mujer de pastor, que le sorprendió mucho que, al llegar a España, les invitaran a cantar en varios sitios “pero en ninguna iglesia”. Y añade: “Europa trajo el Evangelio a África, pero ¿qué pasa aquí ahora? En África hay un avivamiento claro. La pobreza, las guerras, las enfermedades nos han acercado cada vez más a Dios, a ser dependientes de él, a una esperanza en un mundo que está cambiando”. Ella equipara ese crecimiento al de su propia casa: Esos primeros 16 niños “fueron un reto, ya que tenían un lugar donde regresar por la noche y sentirse en casa”. Les invitaron a cantar en diferentes entidades y hasta en el festival Clownia de Girona, la Casa Encendida de Madrid o el Palau Sant Jordi de Barcelona, con la posibilidad de poder poner en su currículum que han cantado al lado de Alejandro Sanz. Pero ninguna iglesia protestante, para sorpresa de Mama Deborah, hasta que surgió (en el último momento, y gracias a la responsable de su área de Evangelismo, Miriam Chimeno) la posibilidad de cantar en la Unida de Terrassa. Y allí se plantaron, cantando en luganda, en swahili, en inglés, en español, en catalán y hasta algo en francés; puro derroche políglota. Durante un par de horas, el coro ofreció un concierto aderezado de luz, de sonrisa, de percusión, de fusión pop con ritmos tradicionales, de dignidad, de coreografías brillantes. Y de fe. De mucha fe. Tal como explicó Mama Deborah, las posibles heridas emocionales de estos niños “se hacen más pequeñas si se deja que el corazón cante”. Estos treinta corazones laten, cantan, bailan, emocionan y trasladan desde un país que nos suena a remoto la posibilidad de hacerse escuchar.
La responsable de Nzuri Daima, Almudena Barbero (mujer de pelo y corazón rojos) nos explica qué significó el reto de montar esta gira: “Estuvimos luchando durante diez meses con la burocracia de los pasaportes y los visados, yendo de ministerio en ministerio”. Hasta que lo consiguieron. Ella también insiste en que cada niño “es una historia”, pero también deja claro que son eso, niños y niñas, con los mismos miedos, esperanzas, deseos, barreras y ganas de correr, perseguir un balón o reír por cualquier chorrada (lo pudimos comprobar tras el concierto, cenando con ellos en el patio). La música del coro se puede encontrar en un disco con un diseño, y un contenido, que son una delicia: Joy’s miracle (El milagro de Joy). Almudena cuenta que, en África, se enamoró “de esa manera que tienen de explicar la vida”, filtrada por una tradición oral (muchas lenguas africanas ni siquiera se escriben) a la que ya no estamos habituados; una forma de narrar cuentos en los que los animales transmiten sus enseñanzas a través de sus cualidades o defectos. Almudena narra en el disco una historia musical que va acompañada del sonido de garzas y ranas; de días que se estiran como un chicle; de estrellas fugaces; de un relato inacabado al que se han ido sumando decenas y decenas de tejedores de historias, y del camino de la pequeña Joy hasta la casa de Mama Deborah, una madre con rostro duro y afable al mismo tiempo. Sus ojos, algo escondidos ya por el desgaste de la vida, escudriñan a quien se dirige a ella, antes de soltar una carcajada de bienvenida y un abrazo fuerte que todo lo recompone. “No soy un ángel”, dice, “soy una servidora. Tuve un sueño y lo convertí en realidad”.
Mama Deborah nos confiesa que su fe le demuestra “que nuestro espíritu es libre, capaz de una adoración real”. Su día a día es una lucha constante, algo inconcebible para los modelos familiares occidentales cada vez más cerrados y minimalistas; de esos más de 250 niños, 21 son hijos suyos (cinco, biológicos, y 16, adoptados), pero a todos los protege y cuida por igual. Su testimonio habla de abandonos en su infancia, de un padre alcohólico que le propinaba palizas y hasta de un intento de suicidio, hasta que encontró cierto equilibrio en casa de un tío que era médico y que le permitió estudiar, formar un coro infantil y hasta irse con ellos de gira durante un año y medio a los Estados Unidos. Después, se casó con un pastor protestante y, poco después, surge la historia de la escuela y la casa. Desayunan agua caliente con azúcar y, con suerte, comen algo de alubias con harina de maíz. Pero cuenta Mama Deborah que pueden hacerlo cada día. Y sonríe. Si pueden, miren con calma el vídeo El sueño del coro Safari; en él, verán la entrega y la fortaleza de Mama Deborah. Lo que seguro que no saben es que el mismo día que se grabó había muerto su hijo mayor en un accidente. Pero lo grabó. Y se lanzó a por la gira. “¿Fuerte?”, se cuestiona ella misma, “Cada día me dirijo a Dios para pedirle fuerza.” Gracias Mama Deborah.
Quan tot s'enlaira Txarango y Coro Safari
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