Esta sociedad tampoco era del todo perfecta. Un sector social importante no fue incorporado a la normalidad y estos fueron los jorobados.
Por fin la sociedad occidental se hizo plenamente inclusiva y el índice de desarrollo aumentó como en épocas pasadas no lo había hecho.
Se normalizaron todas las diversidades funcionales de los individuos. En el campo sexual ya no había dos, tres o cuatro sexos, se consideró que había tantos sexos diferentes como individuos. Por la calle se podía ver sin escándalo los que otrora ocuparan las clínicas mentales.
Los niños ni se inmutaban cuando veían gente que hablaba sola por la calle o tenía otros comportamientos considerados hasta entonces extraños. Incluso se difuminaron las diferencias por categorías sociales, los pobres se confundían con los ricos entrando y saliendo de los palacios. Los discapacitados intelectuales daban clases en la universidad.
Las personas con sobrepeso perdieron su complejo y eran las más cotizadas en las pasarelas de moda. Las instituciones disciplinarias procedentes de la modernidad como escuelas, cárceles, hospitales, fábricas, asilos, etc. fueron cerrando paulatinamente. El depilado femenino cayó en desuso, los gimnasios fueron desapareciendo, y la gente salía a la calle despeinada, ojerosa y mal vestida.
Pero como no podía ser de otro modo, esta sociedad tampoco era del todo perfecta. Un sector social importante no fue incorporado a la normalidad y estos fueron los jorobados.
Por extraño que nos parezca, en torno a los encorvados comenzaron a difundirse leyendas urbanas, mitos y prejuicios pseudocientíficos. Se reveló con estupefacción y asombro que el 10% de los asesinos y el 5% de pederastas eran jorobados. Se percataron que la fisonomía torcida de estos individuos desmerecía la especie y avergonzaba a sus progenitores.
La sociedad actuó con celeridad para atajar este mal hasta entonces no tenido en cuenta. Se abrieron sanatorios donde les aplicaban técnicas de estiramiento. Se introdujo el potro inquisitorial (PI) como instrumento eficaz para la recuperación del alineamiento anatómico de estos individuos. Cualquier persona podía denunciar a los jorobados a los servicios que se instauraron para la recuperación de lo que se llamó el Enderezamiento físico. Las familias de estos sujetos reaccionaban de modos diferentes, o los entregaban a estos servicios o los ocultaban en sus casas.
Había campañas estatales dirigidas a la supresión de este mal: ¡Pierda su joroba en una semana! Decían los spots televisivos, radiofónicos y por las redes sociales.
Tanto se estudió este fenómeno que los científicos descubrieron su origen hereditario, y un laboratorio de Kathmandú dio con el gen-joroba. También se hablaba de que los malos hábitos posturales y la forma de caminar podían provocar la aparición de la joroba.
Las interrupciones del embarazo de fetos con este gen se legalizaron y practicaron masivamente. Recomendaron desde los servicios de Enderezamiento físico la conveniencia de no entablar relaciones afectivas con jorobados o jorobadas. Las probabilidades de transmitir a los hijos una chepa eran del 15%.
Desde el elitismo intelectual y de trabajo social se hicieron intentos por comprender en lo posible el mundo de la joroba y quisieron calmar su conciencia llamándoles con términos menos estigmatizantes. De jorobados pasó a llamárseles torcidos, luego girados, luego personalidades desviadas, inclinados y por fin, condescendientes. El caso es que nadie pudo evitar la degeneración de estos calificativos que con el tiempo derivaron en insultos. “¡Mira!, por ahí va un “condescendiente”, se decía.
En ese mismo avance inclusivo se consiguió tratarles como enfermos y en torno a ellos se forjó un sólido mundo asistencial que dio de comer a muchos.
Hubo intentos de los afectados para eludir el estigma social, hasta se fundó la asociación de “jorobados anónimos”, pero las gentes decían “si no hay más que verles, su misma estampa les delata”. “¡Dónde iremos a parar! ¿un mundo donde también caben los jorobados?” “Por si éramos pocos, apareció el jorobado”.
Entre estos afectados se comenzaron a manifestar prácticas suicidas. Los expertos sanitarios lo consideraron síntomas derivados de la propia joroba. “La joroba les lleva a ello”, decían y se quedaban tan anchos.
A los afectados que, sometidos a severos tratamientos, lograban perder la joroba tampoco les recibía la sociedad con los brazos abiertos. No tenían joroba, pero la habían tenido y ello les imprimió carácter. “Enderezado por fuera, torcido por dentro”, se decía.
Este problema parecía irresoluble hasta que un suceso hizo cambiar el destino de los pobres cheposos.
La primera dama de los EEUU embarazada, no quiso abortar su hijo que venía con el gen-joroba. Rápidamente hubo una movilización de los poderes fácticos que vieron el riesgo a que se enfrentaban.
—No podemos desvanecer todos los prejuicios sociales que se han generado en torno a los jorobados. La economía mundial sufriría un crack para el que no estamos preparados. El negocio de las grandes corporaciones que se beneficia de esta deformidad se vendrá abajo y de paso el apoyo que de ellas recibimos— advirtieron los consejeros al presidente.
El presidente lo tenía muy complicado, estaba entre la espada y la pared. Quería a su mujer, quería que su hijo naciese pero tampoco deseaba perder la presidencia. Reflexionó pausadamente hasta que atisbó una posible solución.
— ¿Qué tal si hacemos un trasvase del sistema dignificando a los jorobados y degradando a los cojos? — dijo a sus consejeros.
Aquella propuesta tuvo aceptación y desde entonces se empezó a enseñar en las escuelas acerca de jorobados ilustres en la historia, en la literatura y en las artes (como Sören Kierkegaard, Quasimodo de El jorobado de Notre Dame o Igor de El jovencito Frankestein) y a difundirse leyendas urbanas, mitos y prejuicios pseudocientíficos degradantes en torno a los cojos… Con el paso del tiempo, un jorobado ocupó la presidencia de los EEUU y todos celebraron la capacidad inclusiva de la sociedad. Todos… menos los cojos.
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