Casi 500 personas se juntaron para oir a un poeta en la calle: parece un sueño. “Si los versos no llegan al gran público, carecen de sentido; tienen que demostrar que hay más que lo real, hay pensamiento y trascendencia”.
No se puede escribir sobre Oroza de cualquier manera ni tomarlo coma excusa para salir al paso de las veleidades poéticas de uno.
Pero ahora el maestro se ha ido (“pocos tienen tanto derecho a ser llamados maestros”, dijo de él Pere Gimferrer) y uno se arrepiente de no haber roto una lanza antes por él. Bella expresión que se remonta a la época de las justas medievales y que alude al momento en que, por edad, enfermedad, etc, se facultaba a un tercero para sustituir a uno de los combatientes.
Carlos Oroza se ha ido y salimos sus huérfanos en tropel, a tapar las calles, a romper nuestras lanzas. El poeta pensativo, el poeta constante, el poeta inmarcesible, también se ha ido. Detrás de otros tantos que nos dejan su fortuna en sílabas incandescentes: una herencia sonora con la que llenar los días y convocar el vuelo de los pájaros. Los versos de Oroza alumbran el aire como una bandada de estorninos, componiendo una figura que ahuyente la sinrazón de lo puramente material.
La primera vez que vi a Oroza fue en los pasillos del instituto Sánchez Cantón de Pontevedra. Preparaba un recital para unos cuantos botarates entre los que tuve el honor de contarme. Nunca me olvidaré de su aspecto ni de que llevaba una barra de pan bajo el brazo.
Oroza no veía la televisión, no tenía teléfono, ni ordenador, ni internet. No le hacían falta en absoluto. Él era un dolor alucinado, un heraldo de la belleza que decidió encarnar la poesía y entregarse a ella en cuerpo y alma, no como un oficio, sino como la expresión más honda de su ser.
Rescataba poemas del vacío, antes de que se precipasen en la no existencia, o en la existencia de una dimensión inaccesible. Los escribía y reescribía. Los interpretaba, y si para ello tenía que recitarlos, los recitaba. Lo hacía con una voz grave y convocadora, una especie de martillo del olvido, apoyándose en la música y a veces en imágenes. Reunió sus versos en unos pocos libros, que eran como sepulturas para alguien que amaba la palabra en el aire, el vuelo de la poesía. “Cementerio de signos” les llamaba.
Contaba que recibió la inspiración en 1935, a los 12 años, con “Cyrano de Bergerac”. Con esta obra descubrió la fuerza de la palabra y se asió a esa revelación para toda su vida. Siempre defendió la oralidad de la poesía, su supremacía frente al papel, por eso tiene pocos títulos publicados, y tan difíciles de encontrar. Le divertía oir que sus amigos se cogían sus libros unos a otros de las estanterías.
Se labró un nombre en los sesenta y los setenta, en Madrid. Asiduo del café Gijón, su amigo Umbral decía que era “el poeta maldito, el bohemio de los sesenta, el hombre que se levantó contra la guerra de Vietnam, contra los libros cortos y contra las progres con bragas de esparto” y que su poesía era “palabrista y única”. Fueron años de prostesta y agitación, en los que la palabra de Oroza se escuchaba en todas partes. Poemas como “Se prohíbe el paso” o “Pliego de cargos” eran celebrados con vítores y más de una vez fue sacado a hombros de sus recitales.
“Se probíbe adelantar la brisa hacia esta orilla / hay temor y se prohíbe el paso / .../ Se prohíbe el paso / Las ruedas de la vida se sostienen en el aire / Se prohíbe el paso / El grito de la libertad ha muerto intacto /...”
Años también de penurias, de vivir a salto de mata. He oído contar una anécdota relatada a su vez por Álvaro de Luna, que narraba divertido como Oroza solía acudir con un compinche al comedor de un colegio de ciegos para saciar el hambre en la olla comunal, provistos ambos de cucharas de madera para evitar ruidos delatores. Oroza vivió de su arte hasta el final (“yo para vivir solo necesito vivir”), siempre más preocupado, y ocupado, con lo invisible que con lo visible.
Años de proyectos como la revista Tropos, que fundó con Víctor Lizárraga y Victoria Paniaga y de infinitos recitales poético-musicales, cercanos a la estética beatnik o underground. Oroza se vio etiquetado como “el Allen Ginsberg español” (“me etiquetas, me niegas” dijo Kierkeegard) y se subió a un esceanrio con Nico, la musa que Warhol impuso a la Velvet Underground.
Concebía la poesía como un medio de investigación. Era un pensador interesado en la realidad que nos ha tocado vivir; decía que “la esencia de Galicia está en la respiración de la tierra”. “No me gustan las banderas, los nacionalismos son limitadores”. De los poetas: “somos bichos raros. Un poeta es un tipo solitario que va escuchando no se sabe bien qué, y que tampoco se sabe bien adónde va, porque va prendido del canto”. Fue siempre consciente de su condición de outsider: “El mundo esencial está detrás de los muros de la realidad. Vivimos rodeado de contenciones, de fronteras, siempre represivas. Hay que ver más allá. Tus ojos tienen que alcanzar la perspectiva de la longitud de la naturaleza. El hombre del desierto tiene la mirada más larga y profunda porque vive en un espacio libre. Su mirada es más rica. Nosotros vivimos en un territorio marcado por paredes, fronteras... Nuestra mirada es pobre”. Alguien de otro tiempo que no encaja en un entorno social ajeno a sus valores: “Vivimos en el mundo de la pasarela, de los objetos. La gente acude a los grandes almacenes como si fuesen catedrales. Nunca tuvimos tanto y nunca tuvimos tan poco”.
Iconoclasta, más por naturaleza que por voluntad, renegaba de convencionalismos: “Estoy contra el sistema gramatical, ¡tanto tonto ilustrado! No pongo comas porque se paraliza la acción de la palabra”. Sus poemas devenían en letanías, sonido de río que fluye sin dejarse acotar. De hecho, el recopilatorio “Évame”, recopilación de toda su obra, se ha publicado con los textos en formato horizontal, para respetar el recorrido de los versos. El título procede de un famoso poema suyo, “un canto a la mujer. El unisexo. No hay tal diferencia entre la mujer y el hombre. Nos separa un accidente. Somos exactamente lo mismo. El libro es un canto a la madre en el que yo suplico volverme mujer de vez en cuando para saber lo que siente ella. Por eso creé ese verbo: 'Oh eva évame eva'. Es una entrega, una rendición total hacia la mujer.”
En 1975 le concedieron el Premio Internacional de Poesía Underground de Nueva York. El Premio Bit y la revista Poetry le reconocieron como uno de los exponentes de la revolución poética en la antología Beat.
En ese mismo año cuando ofrecía un recital en el cine Malvar de Pontevedra, fue increpado por parte del auditorio (en el que no faltaban militares) durante la interpretación de “Se prohíbe el paso”. Dos amigos suyos saltaron al escenario haciéndose pasar por policías secretas y se lo llevaron entre empujones y reproches. Un alma caritativa lo llevó a Vigo en coche. “Y allí me quedé”, solía decir él, explicando como se había afincado en la ciudad. Vivió también en el Courel una temporada, en casa del poeta Uxío Novoneyera; en Ibiza y en Nueva York.
Lo cierto es que regresaría definitivamente a Galicia y que el contacto con un ritmo de vida más tranquilo y una mayor presencia de la naturaleza trajeron un giro a su obra artística. “Me he interiorizado más. He regresado a mi mismo”, diría.
El poeta, que sólo escribió en castellano, consideraba como el mayor éxito de su vida el recital que ofreció en el Palau de Barcelona en 2004 dentro del Encuentro Internacional de Poesía. Oroza acudió a Barcelona con el artista vigués Carlos Vilas Bugallo. Ambos ofrecieron una curiosa performance en la plaza de San Felipe Neri en torno al poema Cabalum. En cuanto al recital poético, Oroza salió por la puerta grande, recogiendo elogios entuasiásticos entre el público y la crítica. Esto decía el diario Avui sobre su actuación: «El poeta más aclamado de la noche fue Carlos Oroza, que publica poco porque cree sobre todo en la oralidad, pero que cuando recita paraliza al público en sus butacas. Y de que manera». El propio director del festival, Gabriel Planella, se refirió a él en la web oficial como “el gran poeta alquimista de la Península”.
No era difícil ver a Oroza (delgado, pelo corto, chaqueta sastre marino, camisa rayada, pantalón gris y botines negros de cordones) paseando por las calles de Pontevedra, ciudad a la que admiraba y que visitaba con frecuencia, a media hora en autobús de su domicilio. “Es hermosísima esta ciudad. Para mí, la más bella de Galicia”, declaraba hace dos años al Diario de Pontevedra. No es de extrañar que los alumnos de la Escuela de Hostelería eligiesen en votación su nombre para bautizar el centro. Fumador empedernido, gustaba de fumar en las terrazas del casco histórico, mientras se bebía lentamente las horas con los ojos.
“Todos los días estoy contemplando y adquiriendo esa realidad de lo que contemplo; mi otredad. También leo, aunque a gente seleccionada como Cunqueiro, Valle Inclán y Whitman. Y siento ternura y amor por Miguel Hernández. Este año espero publicar una nueva edición de mi poesía, con nuevos trabajos, pero no me gusta escribir por obligación, eso nunca, sería fabricar”. “Me gusta Whitman: ‘Me contradigo porque contengo multitudes’. Eso es un verso ancho. Volvemos a la oralidad. Yo escribo en voz alta. Porque así es más fácil que surja el otro yo. Todos somos varios. Debe reflejarse esa complejidad.”
En los últimos tiempos tiempos Oroza había vuelto a la actualidad. En 2013 recibió el título de Vigués Distinguido y en 2014 la medalla de Oro del madrileño Círculo de Bellas Artes. “Temo convertirme en cebo de la multitud” dijo, desconfiado.
Una leyenda viva, reunió también el pasado año, en agosto a casi medio millar de personas en una plaza de Vigo para oírle recitar. Casi 500 personas se juntaron para oir a un poeta en la calle: parece un sueño. “Si los versos no llegan al gran público, carecen de sentido; tienen que demostrar que hay más que lo real, hay pensamiento y trascendencia”.
El mes pasado, el ayuntamiento de la ciudad olívica le había puesto su nombre a una travesía de la céntrica calle de Príncipe.
Uno de sus principales temores era que la propia poesía le abandonase, que perdiese “el ángel”. Para él sería como quedarse ciego, pues esa era su manera de contemplar el mundo. Se decía creyente, pero a su manera, como lo hizo absolutamente todo en la vida.
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