Victor Démé, un paso fugaz por el panorama musical, pero una huella indeleble en la cultura de un país que bebe de muchas fuentes.
Rostro afable y sentado tras una máquina de coser Singer, una de esas que ya nos suenan a reliquia, a objeto más de decoración hipster que a herramienta de (duro) trabajo. Esa, esa es la primera imagen que vi de Victor Démé, músico de Burkina Faso fallecido hace apenas unas semanas a los 53 años víctima de una malaria fulminante. Debo admitir que estoy en proceso de conocer algo acerca de cultura(s) africana(s), algo acerca de un continente que envolvemos con una capa de paternalismo heredada del colonialismo que todo lo (des)arregló a base de trazar fronteras con regla y cartabón y que todavía está vigente con un expolio constante de cuatro fruslerías como el gas, el petróleo, el coltán, los diamantes, el cobre o lo que se tercie. No nos engañemos, nuestro contexto cultural es, básicamente, anglosajón, ni siquiera europeo.
O si no, fíjense en ese típico comentario de Uribarri (antes) o Íñigo (ahora, aunque sea un personaje de antes) cuando en Eurovisión dice: "Es un cantante muy popular en su país" cuando se refiere a un artista rumano, lituano o alemán. A lo mucho, contamos con toques cercanos de cultura española (que no hispana, que poco asimilamos de cultura latinoamericana más allá de actores o músicos que hayan tenido algún acercamiento habitual por nuestras tierras). ¿Es eso malo? Para nada. Imposible renunciar a Tom Waits, a Dylan, a Elvis, a Antonio Vega, a Lynch, a Kubrick, a Señor Chinarro, a Lost, a Starsky & Hutch, a Monty Phyton, a los chanantes varios o a cualquier riqueza cultural (la limito a música, cine y televisión para no irme demasiado por las ramas). Para mí, de forma natural, pensar en Europa o en nuestro colonizador cultural natural, Estados Unidos (podríamos añadir Gran Bretaña), no es un problema. Al contrario, es vida. Pero pensar en África se suele convertir en un batiburrillo de tópicos y prejuicios que un día decidí que hacía falta superar.
Uno de esos prejuicios tiene que ver con la superioridad moral y cultural con la que nos solemos mover desde el "primer mundo". Les pongo un ejemplo: hace unos años estuve viviendo con mi familia un tiempo en Guinea Ecuatorial, en un proyecto de formación de profesorado en escuelas de la misión bautista en ese país. Una tarde, regresaba de la escuela de Evinayong (en el centro del país, zona selvática y de población muy diseminada) con un grupito de maestros y pasamos por delante de un bar (una casita de madera con cuatro bebidas y unos tablones a modo de mesas) que se llamaba Bar Titanic. Y se me ocurrió decir: "Anda, ¡como el barco!". "¿Qué barco?", respondió uno de ellos, ante un encogimiento general de hombros de los demás. Estuve a punto de soltar una especie de frase del estilo "pero cómo no...", pero me callé. Afortunadamente. Ellos siguieron a lo suyo, hablando en fang (la lengua de la etnia mayoritaria en el país), hasta que al cabo de un rato una maestra me comentó su amor por la lectura y me habló de su escritora favorita, Maria Nsué. "No la conozco", dije. "¿No?", me miró algo sorprendida. Pues oigan, no, y resulta que era la escritora guineana más conocida, autora de una novela, Ekomo, que resultó ser ¡la primera publicada por una mujer guineoecuatoriana!, una novela fascinante que enlaza varios de los mundos que convergen en la sociedad del país, una novela que rompió tabús acerca del papel de la mujer en el África poscolonial, una joya. Y yo, un rato antes, con una mueca absurda por su desconocimiento acerca de un barco más famoso ya quizá por la ñoñería de película de James Cameron. Me propuse acercarme a la cultura guineana, tanto la pasada por el filtro español como la precolonial, matizada esta por la riqueza, y freno a la vez para un extranjero como yo, de un grupo de lenguas basadas en la tradición oral, sin escritura.
Tiempo después intenté, de forma torpe, ir conociendo detalles de la cultura del resto del continente, hasta que me topé de bruces con la gente de Wiriko (Wiriko) un colectivo delicioso en forma de asociación cultural que se dedica, precisamente, a divulgar y promocionar las artes y culturas africanas, en especial las subsaharianas. Hace tres años crearon un curso sobre este tema, un curso al que me lancé de cabeza, un curso revelador sobre música, literatura, cine, arte urbano y otras expresiones culturales de las que apenas nos llegan unas migajas. Y ese es el problema, que las valoramos si nos "llegan", pero eso no quiere decir que no existan. Países que, desde la cosmovisión ombliguista occidental, solo relacionamos con hambre, guerras o dictaduras (que haberlas haylas, igual que hay una corrupción estructural en "nuestro" mundo modernillo). Países ricos, muy ricos en cultura.
Pues bien, todo este rollo para volver a hablarles de Victor Démé y de lo contento que estaba yo cuando descubrí su música. Debutó (entendido como el hecho de grabar un disco y adquirir cierta popularidad) cuando ya contaba 46 años, pero murió apenas siete después. A lo Jeff Buckley, su legado discográfico es corto (dos álbumes y quizá un tercero póstumo), pero su legado en la historia es monumental. Demé provenía de una familia de línea mandinga de griots y costureros (de ahí lo de la foto con la Singer, avispado lector). Un griot es un personaje clave en muchas zonas africanas, un verdadero narrador de historias, un personaje que deambula cargado de poesía, alabanzas y música, un depositario de esa tradición oral que antes citaba. Un griot es memoria viva de una cultura, una correa de transmisión de historias, tradiciones y valores, pero capaz también de improvisar gracias a un conocimiento amplio de su entorno, de su contexto, de su pasado. Y en África todavía los hay. Muchos más de los que podríamos llegar a pensar si nos limitarnos a otorgarles una imagen de bardos folclóricos como el que en los álbumes de Astérix acababa amordazado y atado a un árbol.
La mayoría forman incluso una especie de casta endogámica, casándose solo con otros griots y legando a sus hijos ese mismo papel. La familia de Démé, pues, contaba con toda esa riqueza en sus genes.. Era un disco modesto, de folk-blues mandinga intemporal, mezcla de mezclas Victor combinó una faceta musical (especialmente en orquestas de Costa de Marfil) con su oficio de costurero, hasta que el sello francés Chapa Blues editó su primer álbum, con reminiscencias afrocubanas, dejes de blues pantanoso y, claro, base burkinabesa. Démé vivió la "peor" época para los griots, con la competencia lógica de los medios de comunicación; en el caso africano, especialmente la radio, pero él supo dotarse de un toque muy personal para mantener un pósito de tradición, de línea de conexión directa con sus antepasados narradores. Él mismo decía que había heredado de su madre una voz afilada (no hace falta más que escucharle para entender ese concepto) y de su padre la capacidad de artesano. Trasladado a su música, combinación perfecta.
Cuando era un adolescente marchó de Burkina Faso a Costa de Marfil, donde su padre tenía un taller. Historia clásica de la modestia y de dar una importancia relativa (o sea, no comercial) al don que uno atesora; Victor era sastre de día y músico de noche, un arquetipo casi de superhéroe justiciero que, en lugar de buscar venganza entre los malos, buscaba arte en los clubs marfileños. Al cabo de unos años regresa a Burkina, país que a finales de los 80 vivió una gran efervescencia cultural tras la presidencia de Thomas Sankara (que murió asesinado). Démé ganó varios concursos musicales y deambuló por muchas orquestas que llenaban de sonido los locales burkinabeses, aunque le costaba tirar adelante sus propias creaciones ante las exigencias de algunos empresarios que le pedían versiones de músicos consolidados como Salif Keita o Mory Kanté. Pero él, artesano y griot hasta la médula, no se dio por vencido. Pero él, tozudo, ve como en 2007 un primer disco, un mosaico cultural auténtico, un homenaje a las mujeres de su país, las que "lo han construido con sus manos", tal como él canta.
Tenía 46 años y una vida artística por delante. Dos discos (y el tercero pronto en la calle) avalan su don, pero hace menos de un mes una maldita malaria se lo llevó. Un paso fugaz por el panorama musical, pero una huella indeleble en la cultura de un país que bebe de muchas fuentes. Y si Démé surgió de la humildad, partió de la misma manera; un hombre que se había covertido en una estrella no pudo recibir el entierro de fiesta y celebración que muchos hubieran deseado, con un país en pleno golpe de estado iniciado apenas cuatro días antes de su muerte. Su voz y su arte se apagaron. Cuando muere un griot, otro le releva y las historias nunca se pierden. Y Démé lo consiguió: con precisión de sastre y tradición de narrador. Dedíquenle unos minutitos, serán felices.
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