Al tiempo que la frivolidad y la superficialidad se adueñan del tiempo libre, se pierde la capacidad de asombro y de deleite con las cosas pequeñas, especialmente en el entorno urbano.
Como introducción del tema que nos va a ocupar, resulta muy interesante un primer ejercicio de memoria que nos devuelva a la época de nuestra vida en la que disfrutábamos de más tiempo libre.
Hace cientos de años quedábamos los del barrio con los de otros barrios vecinos. Nos movía la sana intención de profundizar en nuestra rivalidad geográfica dándonos de sopapos durante la tarde, después de la hora de la merienda. Por supuesto que también nos ocupababan otros pasatiempos con los que aún poniendo a veces en juego nuestra integridad física, respetábamos la del prójimo. Las cosas no han cambiado tanto como parece en lo concerniente a la gresca.
Hoy en día los mozalbetes quedan con la gente de su grupo de whatssapp, estos pasan el recado a otros amigos que rebotan el mensaje a otros grupos y al final la cosa se lía un poco. Puede acabar ocurriendo como a principios de Enero, en pleno centro de A Coruña, donde se juntaron 70 chavales para una pelea multitudinaria y democrática (por indiscriminada). Al final resultó que pelear, lo que se dice pelear, sólo lo hicieron una docena de ellos: el resto contemplaron el espectáculo.
Esta juventú, como diría la abuela, tiene de todo: cine en casa, viedojuegos, comics, sociedades deportivas, música gratis, facebook y tuenti... pero lo que les mola es lo que se ha hecho toda la vida: zurrarnos un poco, sin motivo ni rencor, para luego poder sentir que aún estamos de una pieza.
La juventú quiere acción, quiere entretenimiento, quiere sensaciones, quiere rock and roll: el tango, la bachata, el chotis... todo eso está muy bien, pero lo que le gusta de verdad es que pasen cosas. En Pontevedra, envidiosos del domingo fareleiro de Xinzo y de los trapos de barro de Laza, se han montado un Entroido (carnaval) paralelo. Se trata del intercambio de huevos y harina, que se lanzan centenares de jóvenes tras quedar en algún punto de la ciudad. Este acto, fuera del programa oficial, gana adeptos cada años y no descartamos unirnos a él en el futuro si nos coge por la calle equivocada de camino a alguna parte.
En realidad, la necesidad de llenar la existencia con actividades placenteras y/o entretenidas no es algo privativo del sector juvenil de la población. Es todo el género humano, al que horroriza la idea de meditar sobre su destino final, el que busca que quede el menor tiempo posible para caer en la tentación de hacerlo. Y la parte del género humano dedicada a sacar tajada de las debilidades del mismo se ha empleado a fondo para explotar ese ámbito de negocio.
La industria del entretenimiento ocupa cada año un lugar más alto en el PIB de los países desarrollados. En 2013 supuso en EEUU un volumen de negocio de 726.000 millones de dólares.
Resulta paradójico que una nación con un origen de marcada austeridad puritana y con un tejido social todavía permeado por una cosmovisión calvinista, se haya arrojado en brazos de un sistema basado en el hedonismo consumista. Quizá, más que lanzarse a ello, habría que decir que se ha dejado ir. Lo cierto es que ahora aquellos valores primigenios están patas arriba, si es que están.
Después de la II Guerra Mundial y los duros años posteriores se entró en una etapa de gran desarrollo económico. Las clases medias crecieron de forma muy importante en las sociedades democráticas y liberales de Europa y América del Norte, la movilidad social recibió un gran impulso. Tanto el bienestar como la liberalización de las costumbres y el incremento del espacio ocupado por el ocio supusieron un acicate importantísimo para que se multiplicasen las industrias relacionadas con la diversión, que se expandían bajo el impulso también creciente de la publicidad. Así, el entretenimiento, la huida de lo que perturba, preocupa o angustia, se constituyó en un imperativo generacional para amplios sectores de la pirámide social. Se integró en lo que Ortega y Gasset denominó: “el espíritu de nuestro tiempo”.Convertir la tendencia natural a la diversión en un valor supremo conduce a la trivialización de la cultura y al periodismo rosa que se sustenta en los chismorreos y el escándalo. Sobran los ejemplos, sobre todo en prensa y en televisión.
Todos los mimbres del entramado social se ven afectados por esta actitud vital. No resulta sencillo plantearse, por ejemplo, la tarea educativa desde el punto de vista del fomento de la solidaridad, la responsabilidad y la asunción de derechos y deberes, cuando la sociedad rema en sentido contrario.
Una sociedad que valora ante todo el espectáculo, el juego, el deporte, el consumo, el gregarismo fomentado por las redes sociales.
No es infrecuente encontrarse a padres que justifican el escaso rendimiento de sus retoños en las aulas con un argumento imposible de imaginar hace décadas: “es que se aburre en clase”. Aburrimiento, pecado capital en una comunidad que asume que el proceso de aprendizaje debe estar vehiculado por procedimientos lúdicos que minimicen el esfuerzo. Un “Barrio Sésamo” permanente. Y qué decir de la proliferación de alumnos hiperactivos, una etiqueta que ampara tanto a patologías reales como a menores deshabituados a las normas, la pausa y la demora.
Nuestra sociedad de consumo muestra tendencias aniquiladoras de un tipo de entretenimiento que conduce al descanso, en pro de rutinas dictadas por las modas que lo que terminan produciendo es aturdimiento. Se viaja de aquí para allá hacia los destinos de moda, se consumen los libros, películas y músicas que la actualidad dicta, se atiborra uno de todas las sombras de Grey que haga falta para estar a la última. En muchas ocasiones se trata tan sólo de añadir un nuevo cromo al album personal de la modernez de diseño. Es habitual contemplar en los conciertos de música rockera (o popera) a gente charlando porque su mera presencia allí es el único y verdadero objetivo.
La diversión se concibe casi exclusivamente en su dimensión de evasión. El psiquiatra vienés Viktor Frankl hablaba de “neurosis dominical” para referirse a la sensación de vacío existencial que aparecía los fines de semana.
La libertad humana remite a un fin o sentido. Al carecer de él, el hombre no puede elegir de una forma activa, sino que es pasivamente elegido por aquellos acontecimientos, situaciones o acciones que por su inmoderada intensidad le evitan encontrase cara a cara con su angustia existencial.
Al tiempo que la frivolidad y la superficialidad se adueñan del tiempo libre, se pierde la capacidad de asombro y de deleite con las cosas pequeñas, especialmente en el entorno urbano. La belleza de las cosas sencillas, la capacidad de disfrutar de placeres poco sofisticados se desdibujan en una marea de sensaciones que se ofrece como artículos de mercado, aunque se queden luego en humo. Una conocida cadena de supermercados española comercializa un gel de baño con ese nombre, “Sensaciones”, sin sentirse obligada a hacer referencia directa a la propia índole del producto. Lo importante es sentir, experimentar; nada de música clásica: rock and roll.
Con la vida parcialmente afectada por las concepciones sociales vigentes, por el diseño socio-económico triunfante, por agentes externos para los que sólo somos cliente, por corporaciones privadas que sólo pretenden su propio beneficio (a ver quién es el guapo de existir sin la intermediación de una entidad bancaria) ya es bastante si conseguimos sustraer los oídos a las trompetas del mercado y trazar un rumbo al que se le pueda calificar como propio, pero resulta tristísimo que dejemos nuestro tiempo de descanso en manos de concepciones interesadas del mismo.
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