La película que protagoniza Jake Gyllenhaal nos hace reflexionar sobre la televisión, a la que llamamos “la caja tonta”, como si ésta tuviera vida propia.
Hace tan solo unas semanas se emitió el último capítulo de “The Newsroom”. Sus seguidores nos despedíamos de unos personajes que nos han emocionado durante sus tres irregulares temporadas. Como es habitual en Aaron Sorkin, creador de la serie para la cadena HBO, convivían el ingenio y desparpajo con los giros característicos del “culebrón”. Cada capítulo nos acercaba al día a día de una redacción de noticias para televisión. La productora del informativo, Mackenzie MacHale (una inolvidable Emily Mortimer) era una profesional idealista e insobornable que sin concesiones perseguía hacer un periodismo crítico, útil y riguroso, lo más alejado posible de la especulación y sobre todo del sensacionalismo. Al ver “Nightcrawler” no he podido evitar recordar a la protagonista de “The Newsroom” por contraste. Nina Romina (Rene Russo) es, en esta cinta con la que Dan Gilroy se estrena como director, una periodista en las antípodas de MacHale, también productora de un noticiario, pero que vive de y para el escándalo. Su único objetivo es ganar audiencia, aunque para ello tenga que pelearse por mostrar las imágenes más repulsivas, siempre que éstas sean exclusivas.
Uno de los que le van a proporcionar éste tipo de material es Louis Bloom (un sorprendente y espléndido Jake Gyllenhall), joven sin escrúpulos ni trabajo, que descubre una manera fácil de ganar dinero: tan solo necesita una cámara, un receptor de la emisora de la policía y un vehículo con el que intentar llegar el primero al lugar donde esté el suceso. La premisa está clara, alentado por Nina: cuanta más sangre logre filmar, mejor se venderán las imágenes. Podríamos decir que en estos dos personajes se junta el hambre con las ganas de comer. Hasta dónde son capaces de llegar, y cómo nos lo cuenta el director, es lo que va a acaparar la atención del espectador.
El sabor de un “thriller” como “Nightcrawler” ya lo ha tenido antes la pantalla: la magistral y lejana ya “El fotógrafo del pánico”, de Michael Powell; la seminal e imprescindible “Taxi Driver” de Martin Scorsese o la interesante y más cercana “Drive”, de Nicolas Winding Refn; son sin duda referentes de los que Gilroy bebe y lo hace de una manera realmente notable. No solo cuenta con un planteamiento original, sino que en su desarrollo va a saber mantener el interés y ofrecer un desenlace que la sitúa muy por encima de la media del género, tanto argumentalmente como en su ejecución. Pero el mayor logro de Dan Gilroy es haber sabido materializar su intención. Consigue una doble denuncia, por un lado, el retrato de la sociedad como fiel consumidora de las miserias del prójimo, y por el otro, el aletargamiento y la permisividad de la propia sociedad ante éste hecho.
Es habitual el debate de lo que coloquialmente llamamos “telebasura”, ¿dónde está realmente el límite? “Nightcrawler” se centra en un telediario, pero sin esfuerzo podemos extenderlo a tertulias del “corazón”, realities “sinvergüenzas” y concursos donde modelos nos ofrecen su cosmovisión. ¿Quién es más culpable? Los dirigentes y responsables del contenido de las cadenas, acostumbrados a convertir a la masa en cifras. Los profesionales contratados para satisfacer y aumentar esas cifras, empleando medios cada vez más accesibles, frágiles y peligrosos, si hablamos de credibilidad, como son los Smartphone, tablets, internet… que convierten a todo ciudadano en reportero. O las propias cifras (televidentes) entre las que encontramos principalmente, personas capaces de entretenerse con éste tipo de espectáculos y otras que no, pero que lo asumen, respetan y su silencio otorga.
El personaje que más me interesa e inquieta de “Nightcrawler” no es ni Nina ni Louis, sino el otro vértice que cierra el triángulo responsable. Parece simplemente un añadido argumental que permite posteriormente el efectivo final, pero su importante papel acaba reflejando la actitud del consumidor de “telebasura”, lo que da profundidad y capas al mensaje. Louis necesita un ayudante para que haga funciones de copiloto, leyendo el GPS, descifrando los códigos policiales y evitando las multas de aparcamiento en doble fila. Consigue el puesto, sin mucho esfuerzo, otro joven que aún no ha encontrado su lugar en el mundo. Acepta su rol con resignación, “hacemos las paces con lo que tenemos, de eso es de lo que se trata, de vivir la vida que Dios me ha dado”, le dice a Louis en una conversación. Su falta de expectativas y exigencia, le convierten en el ideal cómplice pasivo y lo que es más importante, se cree que forma parte de algo, se considera valioso, pero acabará revelándose como no puede ser de otra manera, como víctima. Eso sí, víctima no exenta de culpa.
El contenido de estos productos de televisión son consecuencia y síntoma del hambre de vida que todos tenemos. Un hambre difícilmente saciable si no recurrimos para ello al único pan de vida. Lo que Dios nos ha dado no tiene nada que ver con la postura del escudero de Louis. En Juan 6:35 encontramos las palabras de Jesús: “Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás.” Y unos versículos antes, en el 27, encontramos la clave para alimentarnos: “Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará; porque a éste señaló Dios el Padre.”
Dios por medio de su hijo nos ofrece una nueva vida, segura y eterna. Pero tenemos que trabajar, con responsabilidad, para poder degustarla. Nuestra alimentación tiene un impacto tremendo sobre nosotros, nos puede literalmente transformar la vida. Lo mismo ocurre con Jesús. Tenemos su palabra y su espíritu a disposición para trabajar como él nos pide acercarnos a él, (llevarnos al paladar ese pan de vida), dedicarle tiempo (masticar y saborear) e interiorizarlo, hacerlo nuestro (tragar). Depende de nosotros alimentarnos e intentar digerir lo que nos ofrece el mundo a través de ese tipo de programas, llenándonos de vacío, o tener como objetivo poder algún día decir lo mismo que Pablo, como consecuencia de alimentarse diariamente y sin descanso de Jesús: “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20).
Solemos llamar a la televisión “la caja tonta”, como si ésta tuviera vida propia. Como medio de comunicación, sin duda el más poderoso e influyente, es capaz de lo mejor y de lo peor (aunque nunca es necesario). Suele formar parte de nuestro menú y es muy posible que en algún momento nos sorprendamos como víctimas culpables. La televisión se ha convertido en ese maniquí de laboratorio que tanto puede ayudar en el avance para combatir enfermedades, pero ante el que los investigadores ya solo miran con los brazos caídos, se han acostumbrado e incluso se regodean contemplando todos los síntomas.
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