Érase una vez una tribu del África en la que los varones se dedicaban por entero a la guerra. Como resultado de ello la población mermó cuantiosamente y las mujeres debían ocuparse de las tareas de cultivo y crianza de animales, además de cuidar hijos, ancianos y enfermos...
Érase una vez una tribu del África en la que los varones se dedicaban por entero a la guerra. Como resultado de ello la población mermó cuantiosamente y las mujeres debían ocuparse de las tareas de cultivo y crianza de animales, además de cuidar hijos, ancianos y enfermos. Ellas se dieron cuenta de que eran capaces de desarrollar todas las tareas, las que eran propias de su género y las de los varones ausentes. Por fin volvieron al poblado los pocos sobrevivientes y perdedores de la última guerra con la intención de unirse a las mujeres y formar familias, pero no fueron bien recibidos.
— ¿Cómo pretendéis fundar nidos afectivos con vuestras manos manchadas de sangre? ¿De qué modo compensaréis la pérdida de nuestros familiares caídos en la guerra?
—Ya no os necesitamos, hemos aprendido a prescindir de vosotros. Además, ¿acaso ignoráis que si vosotros sois capaces de destruir el mundo, nosotras también podríamos pararlo?
Así que los pocos que pudieron unirse para formar familias quedaron anulados en la intimidad y en sociedad. Corría un refrán popular que decía: “La mujer sabe parir, pero ¿qué sabe hacer un hombre?”. Nadie reconocía en los varones una función que les fuese propia, porque la mujer demostró ser autosuficiente. Además, sobre ellos pesaba la sospecha de peligrosidad. Sumidos en esta crisis, los hombres se reunieron para estudiar su situación.
—Comprendemos que no obramos bien, pero ¿qué vamos a hacer si las ansias combativas están en nuestros genes?
—Necesitamos un enemigo, un rival, alguien que dé sentido a nuestra existencia.
—Estamos de acuerdo, pero quizá debemos cambiar de opositor, porque las tribus vecinas sufren el mismo problema que nosotros.
Decidieron hablar con el brujo para pedirle consejo. Éste en seguida supo encontrarles una tarea útil que le quitaría trabajo a él.
—Ya está, para justificar vuestra utilidad, os vais a dedicar a espantar los espíritus que amenazan la tribu.
Sin esperar más se proveyeron de largas varas con las que azotaban el aire dando vueltas alrededor del poblado. Todos tuvieron la sensación de que era una labor beneficiosa, hubo menos enfermos, la natalidad aumentó, las cosechas fueron abundantes, y las bestias proveyeron de abundante carne y leche. El presupuesto que destinaban a armas se dedicó a salario de curanderos y maestros. Luchar contra espíritus resultó rentable y beneficioso.
Desde entonces las mujeres presumían de tener maridos competentes en lo de abatir espíritus con la vara. Y entre ellas se decían “mientras le dan a la vara están ocupados y no derraman sangre”. Esta práctica se extendió en las tribus vecinas y se estableció la paz duradera en toda la región.
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