Teología y Poesía en diálogo fecundo en Rubem Alves (I)
La belleza es infinita;/ ella nunca se satisface con su forma final./ Cada experiencia de belleza es el inicio de un universo./ El mismo tema debe repetirse,/ cada vez de una forma diferente./ Cada repetición es una resurrección,/ un eterno retorno de una experiencia pasada/ que debe permanecer viva./ El mismo poema, la misma música, la misma historia…/ Y, mientras tanto, nunca es la misma cosa./ Pues, en cada repetición, la belleza renace nueva y fresca/ como el agua que brota en la mina.[1]
R.A.
Tal vez la obra que mejor representa la evolución que experimentó Rubem Alves de la teología a la poesía sea la que se titularía, finalmente, Lições de feitiçaria. Meditações sobre a poesía (Lecciones de hechicería. Meditaciones sobre la poesía, 2000, 2003), pues desde su antecedente más remoto, Poesia, profecía, magia. Meditações (1983) se advirtió la cada vez más cercana aproximación a un lenguaje y un estilo literarios que acabarían por dominar su escritura, otrora sumamente académica y militante, marcada por la teología de la liberación, la cual contribuyó a fundar a fines de los años sesenta. La etapa intermedia está constituida por el volumen que llevó el mismo título en inglés y portugués: The poet, the warrior, the prophet (1990; O poeta, o guerreiro, o profeta, 1992). Fruto de las Conferencias Edward Cadbury que Alves expuso en la Universidad de Birmingham, Inglaterra, en 1990, le sirvieron para dar cauce a la metamorfosis que le significó darse cuenta de que la poesía lo estuvo esperando durante mucho tiempo hasta que dio con él y no lo soltó nunca.
En el lejano y breve volumen de 1983, publicado por el Centro Ecuménico de Documentación (CEDI) era muy tímida la intención de expresarse mediante recursos procedentes de otro registro lingüístico. Aún no se sentía en pleno uso de ellos: tanteó miradas, ejercitó la pluma, se dejó enseñar por sus nuevos maestros. En esos años, Alves había comenzado a colaborar en Tempo e Presença, dirigida por su amigo Jether Pereira Ramalho, quien con bastante humor previno a los lectores acerca de lo que encontrarían en esas páginas: “A partir de este número, Rubem Alves tendrá una página en nuestra revista para hacer lo que quiera: pintarrajear, jugar o hacer reflexiones preciosas como ésta, pensada mientras preparaba una bacalhoada [guisado de bacalao]. Nuestra única preocupación es que comience a pensar en lugares más reservados, como Lutero, y de ahí pase a tener revelaciones, tesis… Es el riesgo que corremos”.[2]
Alves mismo explicó (en la edición de 2000), el cambio del segundo título original y los aires de provocación del nuevo como parte de un proceso creativo y cognoscitivo ligado inevitablemente a la teología:
Tuve miedo de decir la verdad. Escogí el primer nombre pensando en las sensibilidades estomacales de las personas. […] Imaginé que, si hablaba de hechicería, muchos lectores se sentirían horrorizados y se negarían a probar el platillo que preparé. Eso sucedió en la aldea donde Babette hechizaría a sus invitados con la comida. Ellos acudieron al convite, pero juraron que no sentirían el sabor de la comida.
Sucede que lo que deseo es ser hechicero, pues encuentro que la fe bíblica es una mezcla de hechicería y sabiduría. Sé que los teólogos modernos me maldecirán y dirán que ya enloquecí. Los comprendo. Hace mucho tiempo que no nos entendemos. Yo hablo una cosa y ellos entienden otra. Hago mío el lamento de Zaratustra: “No soy boca para esos oídos”.[3]
La poesía ya poseía a Alves y había causado una revolución en su pensamiento y en su teología: nunca volvió a ser el mismo y se arrepintió muchísimo de lo que había escrito con anterioridad, y hasta deseó que los demás se olvidaran de ellos (cosa que no hicimos quienes lo estudiamos). Gracias a Wittgenstein, de quien aprendió que la ciencia es un juego lingüístico, se situó desde hacía mucho tiempo en la ladera desde la cual el lenguaje y las palabras hacen cosas, muchas cosas, algo que tuvo claro desde Hijos del mañana (1972; 1976), pero que no logró desarrollar poéticamente sino 20 años después, con todo y la atracción que le produjeron los personajes de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Luego cita y parafrasea a Guimarães Rosa, al aludir a los poderes mágicos de la poesía: “Alquimia, hechicería, magia: el brujo fabrica sus pócimas con la sangre del corazón humano…”.[4] Del bufón con el que se había identificado en La teología como juego (en portugués: Variaciones sobre la vida y la muerte, de 1981), ahora la mejor transfiguración que encontró para sí mismo como teólogo-poeta (y viceversa) fue la del brujo, el mago, el hechicero. En ese prólogo de 2000 trata de distanciarse de la ciencia y la técnica, por su incapacidad para cambiar las cosas, con todo y que también se sirven de las palabras. Su prolongada filiación de apego al cuerpo como centro de la existencia humana vino en su auxilio: “Lo que el cuerpo desea no es saber. El cuerpo busca herramientas que le permitan gozar más y sufrir menos”.[5]
La hechicería es un juego de palabras en el que la teología y la poesía se esconden: Dios mismo es un hechicero pues creó el universo con el poder de su palabra. “El hechicero está en busca del poder de Dios”. Si la mente contemporánea, como la de Alves mismo, se resiste a creer en esto a pie juntillas, hay un lugar, subraya, donde las cosas suceden en ese camino: el cuerpo. “El cuerpo es el centro mágico del universo. El cuerpo es mágico porque está hecho de palabras: ‘…y la Palabra se hizo carne…’. El cuerpo nace de un casamiento entre la carne y las palabras”.[6] El hechicero es quien busca las melodías olvidadas por el cuerpo para hacerlas resonar en él. Por eso dice con firmeza: “Afirmo que esa es la única pregunta que le interesa a la teología: ¿qué palabra (musical) tiene el poder de hacer el amor con la carne? ¿Qué palabra es capaz de resucitar a los muertos?”. Ésa es la razón por la que abandonó la teología como “pretensión de conocer a Dios”, el misterio de Dios: “Dios es un vacío innombrable. No se puede coger el Viento con cedazos de palabras humanas. La ciencia de Dios es una herejía”.[7]
Así es como Alves arribó, por fin, al encuentro con la poesía, descreyendo de los pretensiones “científicas” de la teología: “Los poetas son hechiceros. Ellos saben que solamente la belleza tiene el poder de despertar la belleza que duerme dentro de nuestros cuerpos”.[8] El olvido y el silencio son los verdaderos adversarios. Deben ser superados mediante un rastreo de las profundidades humanas en el que la poesía se sumerge y encuentra. De ahí su recomendación para leerlo a él mismo en una nueva clave, la teopoética:
Este libro son lecciones de hechicería. Estoy en busca de palabras que hagan florecer el Paraíso que el olvido transformó en desierto dentro de nosotros.
La salvación es el retorno de la belleza. Para las personas y para el mundo. […]
Las melodías del cuerpo son sueños.
Me gustaría que la teología fuese eso: las palabras que hacen visibles los sueños y que, cuando sean dichas, transformen el valle de huesos secos en una multitud de niños y niñas.
Ésa es la sugerencia que hago: que la palabra teología sea sustituida por la palabra teopoesía, es decir, nada de saber, todo de belleza.[9]
(Fragmento de la conferencia “A Theology of Human Joy. La teología liberadora, lúdica y poética de Rubem Alves”, a presentarse en el Seminario Teológico de Princeton, Nueva Jersey, Estados Unidos, el 16 de octubre de 2014)
[1] R. Alves, Lições de feitiçaria. Meditações sobre a poesía. São Paulo, Edições Loyola, 2003, p. 197. Todas las traducciones son de LC-O.
[2] Tempo e Presença, núm. 181, abril de 1983, p. 14.
[3] R. Alves, “Prefacio. Lições do afogado”, en Lições de feitiçaria. São Paulo, Edições Loyola, 2000, pp. 7-8. El texto de referencia lleva por título “Sobre mágicos e cozinheiros” (Sobre magos y cocineros), el cual muestra ya su inclinación a asociar la gastronomía con la poesía, la teología y la magia.
[4] Ibid., p. 8
[5] Ibid., p. 10.
[6] Ibid., p. 11.
[7] Ibid., p. 12. Énfasis agregado.
[8] Idem.
[9] Idem.
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