Las Bienaventuranzas, esta parte esencial del Sermón del Monte, no se preocupan especialmente de una espiritualidad desencarnada, no son consejos para que las personas sean más piadosas, no intentan el cultivo del espíritu pensando en el más allá.
Las Bienaventuranzas están llenas de humanidad encarnada. Tanta humanidad que no pueden pasar de largo de los problemas de los pobres, de los tristes, de los hambrientos e injustamente tratados. Se configuran, así, como una respuesta de misericordia y como promesas de felicidad para aquellos que están hundidos en el no ser de la pobreza y el sufrimiento humano. Tienen la urgencia de aquel, que siendo experto en sufrimiento como lo era Jesús, tiene que lanzar un grito de emergencia como respuesta al sufrimiento y a la insolidaridad humana que hunde a tantos en la infravida de la pobreza y del desconsuelo.
Mientras los demás maestros religiosos incidían en una ética de cumplimiento de rituales, de mandamientos humanos, de prescripciones y de una pureza piadosa basada en la estricta observancia de múltiples normas, Jesús, sorprendentemente para muchos de los integrados de aquella época, en las Bienaventuranzas les va a hablar de una forma diferente: les podía hablar de los pobres, tanto de los económicamente pobres como de aquellos que son pobres por su desconsuelo, por su llanto, por ser personas oprimidas o pertenecer al grupo de los hambrientos del mundo. Era una forma totalmente revolucionaria y novedosa de hablar.
Era una forma de hablar totalmente diferente de los líderes religiosos del momento. Mostraba un camino nuevo y distinto para los sufrientes del mundo, para los proscritos y privados de dignidad. Era como una corriente de aire fresco para los pobres de la tierra que eran despreciados y rechazados por los religiosos del momento. Sus palabras eran como un rayo de luz en medio de las tinieblas de una religiosidad alejada de los planes de Dios para con los débiles del mundo. Eran una forma no violenta de liberación que se ha mostrado como muy difícil de seguir por aquellos que se declaran discípulos del Maestro experto en sufrimiento. Los cristianos de hoy necesitan hacer toda una inmersión en los valores del Sermón del Monte, de las Bienaventuranzas.
Las personas que les escuchaban, la mayoría de ellos gentes sencillas que se sentían atraídos por un mensaje que les llegaba como una gran novedad y que les abría nuevos caminos insospechados en aquellos ambientes religiosos, se quedarían gratamente sorprendidas, sería como si las ventanas del cielo se estuvieran abriendo para ellos por primera vez. Era un Evangelio misericordioso, que proclamaba una justicia también llena de misericordia para con los que sufren, para los despojados y oprimidos.
No sé si las personas que les escuchaban podrían ser conscientes de la revolución que implicaban las sentencias de Jesús en el terreno religioso. No sé cuántos de ellos podrían captar de forma consciente esa revolución que implicaban las Bienaventuranzas para los pobres y desconsolados del mundo, pero no cabe duda que el Reino de Jesús que irrumpía en nuestra historia era un Reino con valores liberadores dentro de la no violencia, a no ser que se pueda hablar de la violencia verbal que las palabras de Jesús causarían en los religiosos de la época. Esta parte esencial del Sermón del monte, era algo totalmente novedoso, algo que nosotros, muchas veces, en nuestras modorras espirituales insolidarias, no somos capaces de captar en un mundo insolidario en donde, desgraciadamente y de forma bastante amplia, esta insolidaridad afecta a los que se llaman seguidores del Maestro del Sermón del Monte.
No es que quiera hacer una crítica a la forma en que se vive el cristianismo hoy en la mayoría de las iglesias, sino que intento un esfuerzo de reflexión para que nos preguntemos qué ha sido de aquella frescura novedosa que implicaban en sí las Bienaventuranzas.
Por eso me atrevo a hacer las siguientes preguntas:
¿Qué ha pasado con aquel ardor que hacía que las masas humildes, los pobres, los despreciados y proscritos siguieran esos mensajes, esas sentencias liberadoras y comprometidas con los débiles del mundo que eran estas sentencias esenciales y que dan sentido a todo el Sermón del Monte?
¿Por qué hemos dejado que se apague aquél fuego que eran las sentencias de Jesús, sus bienaventuranzas? ¿Acaso estamos apagados espiritualmente? ¿Acaso nuestra fe está mortecina o definitivamente muerta para que no podamos captar la urgencia, el grito solidario y aquella fuerza evangélica que nos trajo Jesús con su Evangelio a los pobres?
¿Qué necesitaríamos para poder reavivar el fuego que ardía en los labios de Jesús al sentarse ante sus discípulos y las multitudes para enseñarles? ¿Qué hemos de hacer para que el Evangelio sea así de atractivo para que las gentes caminen tras el mensaje de los cristianos? ¿Cómo podríamos sumergirnos en la frescura y en el fuego del mensaje de Jesús?
Quizás yo no os sepa decir el cómo, el camino para poder seguir la revolución solidaria de Jesús con los pobres y con los sufrientes. Pero sí os puedo decir una cosa:
Hay que estar dispuesto a pagar el precio de la práctica y enseñanza de este evangelio solidario con los excluidos del mundo.
Jesús pagó el precio. Quizás su compromiso con los pobres y robados de dignidad, quizás el hacer un Evangelio tan diferente de las líneas insolidarias que seguían y practicaban los religiosos de la época de Jesús, fue lo que llevó a Jesús a la cruz, a la muerte del dador de la vida, a la muerte del creador de todo lo que existe.
Quizás cada una de estas bienaventuranzas, cada una de estas sentencias solidarias con los pobres, los hambrientos y los desconsolados del mundo, eran, simbólicamente hablando, los clavos que clavaron a Jesús en la cruz. Ocho sentencias que dieron lugar a los ocho clavos, valga la imagen simbólica con la que en este momento hablo, que clavaron a Jesús en la cruz por comprometerse con los pobres y sufrientes del mundo. El Evangelio a los pobres le llevó a la cruz, aunque, indudablemente, la cruz tenía una trascendencia global de redención de toda la humanidad, de todo aquél que cree en Él.
Si hoy la iglesia se comprometiera con las líneas de las Bienaventuranzas de Jesús con un compromiso serio y total, es posible que la indiferencia que los poderosos del mundo, religiosos, políticos o acumuladores, dejara de ser tal indiferencia. Saltarían a la palestra intentando destruir el movimiento solidario y misericordioso que es el Evangelio.
Hemos de ser valientes y no rehuir de las solidaridades, compromisos, estilos de vida y prioridades de Jesús. Si no, seremos todo, excepto seguidores del Maestro de Nazaret.
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