Nos encontramos dentro del mismo texto en el que Jesús llama a Leví, un publicano, considerado ladrón y pecador, para ser su discípulo. Hizo con él, y con otros tildados de pecadores, esa comida compartida que ya hemos comentado.
Jesús fue objeto de la crítica de los religiosos de la época, de los escribas y de los fariseos, de los fanáticos y autoconsiderados puros. Los religiosos del momento eran celosos observantes de la ley y de las normas que ellos mismos habían creado. El problema era el siguiente: Su estricta observancia, su fanatismo, su dependencia y esclavitud de un número excesivo de normas religiosas, les hacía despreciar, excluir y marginar a aquellos que no eran tan observantes como ellos mismos.
También el orgullo religioso de ser estrictos cumplidores de la ley y de las normas, les hacía considerarse dentro del grupo de los puros, de los limpios, de los justificados por ellos mismos, por su observancia de las leyes y normas a las que se sentían atados.
Esta búsqueda de pureza basada en la observancia de normas, les llevaba también al rechazo de los por ellos considerados impuros. Se formaba así una separación, una división entre los puros e impuros que traía como consecuencia algo que Jesús denunció: el desprecio, la marginación, el rechazo de los considerados impuros, el no poder reunirse con ellos en una mesa comunitaria. Tristes consecuencia de un fanatismo religioso común a aquellos que, esclavos de las observancias, pensaban que se autopurificaban, que se autojustificaban. Eran los criticados por Jesús como sanos que no tienen necesidad de médico.
Estaba también el grupo de los tachados por estos religiosos de ignorantes, considerados malditos. Eran gentes humildes que eran despreciadas porque no cumplían la ley ni eran observantes de las normas como ellos. Eran gentes sencillas, pobres, marginados y excluidos, iletrados que, por su marginación, les era imposible el conocimiento de esas leyes y normas que debían cumplir. No podían seguir las tradiciones y códigos religiosos. Eran rechazados, despreciados como ignorantes, considerados como malditos.
Así, la religión les valía a los escribas y fariseos, a los fanáticos religiosos de la época, para establecer divisiones y grupos entre los puros e impuros, pobres y ricos, ignorantes y sabios, dignos e indignos. Jesús se propone romper con todas estas barreras religiosas y sociales que marginaban a las personas y que excluían a muchos dejándolos tirados, como prójimos robados de hacienda y dignidad, a los lados del camino de la vida.
Hoy en día, entre los religiosos de nuestro siglo, habría que preguntarse si existen estos conceptos de pureza conseguida con la observancia de las normas religiosas, frente a los marginados de nuestras ciudades, los pobres de la tierra, los proscritos e ignorantes, los nacidos en los focos de pobreza.
Deberíamos preguntarnos si hoy también estamos estableciendo divisiones y grupos entre los autoconsiderados puros y limpios frente a otros que, de inicio, consideramos impuros o contaminados. Pues bien, Jesús quiere romper con todas esas divisiones, quiere romper muros y, para ello, se pone del lado de los pobres y de los proscritos, entra en los lugares de conflicto en donde están los apaleados y dejados al ladeo del camino, y hace con ellos una comida comunitaria, el banquete del Reino.
Cuando la práctica de la religión no se hace desde la solidaridad, desde la apertura al prójimo necesitado, desde el servicio y el compromiso con los más débiles siguiendo el ejemplo de Jesús, el riesgo es caer en el creernos más puros, más limpios que los que están sufriendo en los focos de conflicto. Podemos caer en el orgullo religioso, en el orgullo del cumplimiento del ritual frente a otros que vemos fuera y a los que consideramos el grupo de los impuros. Esta forma de considerar a los débiles del mundo, se puede convertir en una especie de agresión a los pobres, marginados y proscritos del mundo. Nos separamos del ejemplo de Jesús.
Muchos religiosos de hoy, enclaustrados entre las cuatro paredes del templo y que permanecen de espaldas al grito de los colectivos empobrecidos y marginados, nunca van a poder practicar la acogida que vemos que practica Jesús, no van a ser capaces de reunirse en una mesa compartida, una mesa comunitaria en donde estén los pobres de la tierra, una mesa en donde no se practique la exclusión de los débiles, en donde no se de la marginación de ningún colectivo humano.
El problema para muchos religiosos hoy, al igual que el de los religiosos de los tiempos de Jesús es el de caer en el orgullo vanidoso de pensar que sólo ellos están en posesión de la verdad absoluta y, además, del bien absoluto. Así es como se abren las fronteras y los muros entre las divisiones que hacemos entre los buenos y los malos. Son sólo divisiones humanas basadas en las apariencias. División que Jesús, conociendo los corazones, rechaza de forma absoluta. A veces los religiosos quieren todo el bien para ellos y no pueden ver ningún rasgo bueno, ninguna posibilidad de cambio en aquellos que no ven en el bando de los puros. Esto nos lleva al desprecio del prójimo. Hay que romper el círculo infernal que fomenta la marginación de las personas.
Señor, ayúdanos a seguirte, a imitarte, a romper los muros de división entre los hombres. Queremos compartir todos esa mesa comunitaria de la que tú nos has dado ejemplo.
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