La parábola de los dos cimientos pone de relieve que
la Palabra y la acción deben marchar juntas. Esta parábola es una de las mayores críticas y de las mayores advertencias de amenazas de derrumbe de la vida espiritual insolidaria que se dan en la Biblia. Una crítica a la religiosidad vivida en la pasividad, sin dar frutos de acción. Una crítica a la espiritualidad vivida de espaldas al prójimo sufriente. Es, si se quiere, una crítica a los sistemas de evangelización que no evangelizan desde la acción comprometida con el prójimo, desde el simple hablar y la búsqueda de oidores, sin que se preocupen, ni desde el que emite el mensaje, ni desde el que escucha, de la acción de misericordia que debe preceder y seguir a la Palabra como dándole credibilidad. Esta parábola nos enseña que los hechos son los que avalan la Palabra. Es una parábola en la línea del Evangelio a los pobres que estamos comentando.
La Biblia es insistente en esto y lo que llama la atención es que la iglesia no haya sabido recoger este reto de acción y siga, en muchos casos, con un autodisfrute de comodidad y verborrea que no da lugar a hacer lo que nos enseña la Biblia: Hay que ser hacedores de la Palabra. La Palabra no sólo se debe oír, sino hacer. Hay que quedarse con el concepto de hacer la Palabra, el mandamiento de que debemos ser hacedores de la Palabra. La Palabra no es sólo para oírla, ni para leerla. Hay que hacerla. Este hacer la Palabra no puede ser ajeno a la solidaridad misericordiosa para con el prójimo. Esta parábola es una de las bases de la acción social cristiana, del Evangelio a los pobres.
Por tanto, el que oye la Palabra y la hace, tiene una consideración para con Dios muy diferente de aquel que oye la Palabra y no la hace. Los inactivos, insolidarios y que no se ponen en marcha para realizar con hechos la Palabra en el mundo, están condenados a ser destruidos, a desaparecer de la faz de la tierra. Permanecerá todo aquel que se dedica a que la Palabra sea realizada en el mundo, a hacerla vida, a acercar el reino de Dios a la tierra, a realizar y encarnar la Palabra, a hacer que la Palabra se haga vida actuante en el mundo acercando los valores rehabilitadores y dignificadotes del Reino de Dios que se dirigen muy específicamente a los pobres, a los desheredados, a los sufrientes, a los robados de dignidad, a los enfermos, marginados y excluidos del mundo.
Por tanto el cristianismo no está relacionado solamente con escuchar la Palabra, ni siquiera con el comunicarla de forma inactiva e insolidaria. La auténtica vivencia de la espiritualidad cristiana consiste en una mezcla de oír y de hacer. Consiste en la mezcla de gritar la Palabra, comunicarla, hacer que muchos la puedan oír. Es la suma de comunicadores y oidores que, necesariamente, se deben convertir en hacedores de la Palabra, en los brazos y los pies del Señor que se mueven en medio de un mundo de dolor.
Esta idea de a parábola de Jesús, se ve también en otros contextos bíblicos. Se ve muy claramente en el, a veces, olvidado apóstol Santiago. En el
capítulo 1:22 de su Epístola nos dice en forma imperativa que seamos
“hacedores de la Palabra”. Una Epístola que en todo su contexto nos habla de la necesidad de la acción, de las obras que, imprescindiblemente, debe tener la fe para no morirse y dejar de ser, para no ser cristianos de fe muerta. Así, nos dice como un mandamiento
: “Sed hacedores de la Palabra”, porque el jugar con la Palabra para oírla o decirla de forma insolidaria con el hermano pobre o sufriente, es como un engaño personal. Como si de alguna manera se pudiera vivir el cristianismo de forma engañosa
, “engañándonos a nosotros mismos”.
El problema es que el que es sólo oidor o, en su caso, sólo comunicador, se aleja del auténtico Evangelio, del Evangelio a los pobres, no entiende el concepto de projimidad que nos dejó Jesús, no sabe amar al prójimo sufriente… y pasa de largo ante el dolor de los hombres. Se engañan o se consideran a sí mismo, como dice el Apóstol, porque les falta la dimensión del tú, del otro. Sólo piensan en ellos mismos y esto les impide la vivencia integral del Evangelio.
El que sólo oye palabras, o las pronuncia, pero no las hace, puede decir palabras preciosas, que suenan bien al oído, pero que en el fondo son satánicas. Dice palabras hueras, vanas, que no dan frutos y que son una molestia a los oídos de Dios mismo. Son palabras como las que nos comenta el Apóstol Santiago, como Apóstol que recoge la idea de Jesús de que hay que hacer la Palabra:
“Vete en paz, hermano, el Señor te ayudará y te dará lo que necesitas”, pero no le ayuda como hizo aquel hombre samaritano que nos dejó Jesús como ejemplo de solidaridad. Así, los religiosos insolidarios pueden decir palabras bellas, que parecen adecuadas, pero teñidas de insolidaridad y de pecado contra el prójimo. Palabras que no entienden de projimidad. Palabras bellas que no se mojan en la solidaridad actuante.
Así, el que quiera vivir el cristianismo de forma integral, el que quiera captar la integralidad de una espiritualidad cristiana no mutilada, tienen que convertir la Palabra en hechos, dejar paso a que la fe actúe a través del amor para no convertirse en un cadáver de fe.
Señor, ayúdanos a ser hacedores de la Palabra. Que no nos gocemos ni encontremos satisfacción en los sonidos de palabras vacías, sino que las llenemos de sentido a través de una acción comprometida en ayuda de tantos pobres y sufrientes como hay en el mundo. Que podamos ser, Señor, oidores y hacedores. Aunque lleguemos a ti cansados y rotos. Tú reestructurarás todo nuestro ser y nos acogerás como siervos fieles.
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