Mi entrañable recuerdo de Pablo Wickham, ‘in memoriam’

La noticia del fallecimiento de Pablo Wickham me ha alcanzado en Washington e inmediatamente me ha asaltado un raudal de recuerdos seguramente porque hace muy pocas semanas tuve la oportunidad de hablar con él después de décadas, porque comenté después la entrevista con mi querido Miguel Ángel Fernández y porque Pablo tuvo una enorme influencia en una etapa muy relevante de mi vida.

Conocí a Pablo Wickham en agosto de 1977. Poco antes yo me había convertido leyendo el Nuevo Testamento en su lengua griega original y llevaba meses buscando a gente que hubiera descubierto en la Biblia lo mismo que yo.

Hago gracia al lector de no contar en detalle lo que fueron aquellos días, pero sí debo decir que, de manera providencial, di con la asamblea de hermanos en la avenida de san Diego de Madrid y Miguel Ángel me puso en contacto con Wickham, uno de los ancianos de la congregación, para que resolviera algunas cuestiones teológicas sobre las que yo tenía preguntas.

Recuerdo aquel encuentro al cabo del cual yo solicité el bautismo y Pablo me dijo que debía “meterme más en harina”. Debo señalar que algunas de sus explicaciones no me convencieron, pero, a la sazón, enseñaba Eclesiastés en la reunión de oración de los miércoles por la noche y su manera de exponer me entusiasmó porque Wickham enseñaba la Biblia capítulo por capítulo y versículo por versículo.

Aquel mundo evangélico español de hace casi medio siglo era notablemente distinto al de ahora. La ley de libertad religiosa – en realidad de escasa tolerancia – se había aprobado en 1967 por impulso del Concilio Vaticano II y esa circunstancia había pesado enormemente en las iglesias evangélicas.

La denominación más importante con diferencia eran entonces las Asambleas de Hermanos. Su forma de organización tomada claramente del Nuevo Testamento y su apego en primer lugar a la enseñanza de la Biblia había permitido que sobrevivieran y se expandieran bajo la proscripción del franquismo. Insisto: eran la denominación más importante y además se caracterizaba por tener los mejores maestros de la Palabra que a la sazón había en España.

Naturalmente, se trata de un juicio subjetivo, pero no abrigo la menor duda de que los tres grandes maestros de la Biblia en el mundo evangélico de entonces eran Juan Solé, Pablo Wickham y David Burt seguidos a cierta distancia de otros que, en su inmensa mayoría, también estaban en las Asambleas. De ese trio que me deparó docenas de horas de magnífica enseñanza el mejor era Pablo Wickham aunque creo que David Burt – años después – llegó a superarlo.

En mi último encuentro con él hace pocas semanas, tuve oportunidad de decirle: “El mejor maestro en las Asambleas fue Pablo Wickham”. Cuando él me preguntó: “¿Quién ha dicho eso”, le respondí: “Yo, Pablo, lo digo yo”. Y lo sigo creyendo.

Pablo fue el anciano que, a finales de ese mismo año de 1977, me bautizó después de haber asistido a las clases de bautismo que dio él también. Visto todo con la perspectiva del tiempo, mi paso por las Asambleas de hermanos fue breve, en torno a los dos años, pero hubo aspectos que me marcaron para siempre.

Creo que en no pocas cuestiones la denominación se fue esclerotizando y que no es ni de lejos lo que fue en el mundo evangélico español – un fenómeno que he contemplado también tanto en Estados Unidos como en Hispanoamérica – pero a la vez estoy convencido de que su forma de gobierno, de ver la Cena del Señor y de enseñar la Biblia son las más cercanas a la Escritura que conozco… con diferencia.

En mi recuerdo de aquellos breves años, Wickham tuvo un enorme peso. Me encantaban sus estudios e incluso conseguí que una vez los GBUs lo invitaran a dar una charla no sin resistencia de los que los dirigían en Madrid. Tuvimos también algún roce. Por ejemplo, recuerdo un curso bíblico en el que argumentó una interpretación de un versículo de Apocalipsis y yo – que iba siguiendo la exposición sobre el texto griego – le dije que podía tener razón, pero que no resultaba nada seguro porque en el original no había verbo. Me reprendió en privado y me dijo que parecía que había querido meterle un gol. No había sido así, pero es cierto que podía habérselo dicho en privado porque que te lleve la contraria un mozalbete de diecinueve años citando el texto griego original de las Escrituras no es plato de gusto salvo que se tenga mucho sentido del humor.

Mi distanciamiento con Wickham vino, fundamentalmente, por dos cuestiones. Una que habiendo sido objetor de conciencia en Inglaterra no enfatizara esa cuestión en aquellos momentos en la iglesia – yo era objetor y de una manera muy militante - y otra, que teniendo un punto de vista sobre el ministerio de la mujer también semejante al mío no lo enseñara esperando a tiempos mejores. Pablo razonaba que había prioridades a las que sacrificar cuestiones secundarias como ésas y que había que saber esperar. Yo discrepaba porque sin saberlo hacía mías aquellas palabras del sabio judío Hil.lel que decía aquello de “Si no es ahora, ¿cuándo? y si no soy yo, ¿quién?”. En otras palabras, a mi no me parecían temas secundarios y no veía la razón para diferirlos hacia un futuro indefinido. Hace unas semanas, Miguel Ángel me contaba cómo Wickham había acabado defendiendo el ministerio de la mujer en el seno de las Asambleas de Hermanos lo que le había ocasionado serios problemas. “¿Sabes? “ – me dijo – “¡Utilizaba las mismas frases que tu hace más de cuarenta años!”. No me dio ninguna alegría saberlo. Por el contrario, me pregunté qué habría sido de las Asambleas de Hermanos si, en ese y en otros temas, en vez de esperar el momento considerado oportuno no se hubieran dado ciertos pasos hace ya más de cuatro décadas. Sospecho que el propio Wickham se formuló esas preguntas alguna vez.

Misionero durante décadas – llegó a España el mismo año que yo nací – Wickham no fue pastor ni fue evangelista, pero fue un excelente maestro de la Palabra y con ese ministerio bendijo a varias generaciones de españoles.

Personalmente, yo echo de menos a hombres como él tan entregados a enseñar la Biblia y a no dejarse llevar por las últimas modas del otro lado del Atlántico, modas que duran generalmente no mucho, pero que causan daños indecibles.

Sin duda, el Señor ya le habrá dado su corona y él habrá comprobado si su teoría de que, al morir un creyente, para él se produce la Segunda Venida de Cristo se corresponde con la realidad o era mera especulación.