En esta serie, hemos comenzado explorando el origen de la muerte en el pecado original. Ahora, nos adentramos en cómo Cristo la derrotó.
Un hombre yace en una tumba, envuelto en vendas, muerto desde hace cuatro días. El hedor de la descomposición ya se nota en el aire seco de Judea. Su hermana, con el rostro surcado por lágrimas, se acerca a Jesús y le dice: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Jesús, conmovido hasta lo más profundo, manda que quiten la piedra de la entrada. Luego, con voz firme, clama: “¡Lázaro, ven fuera!” Y el muerto sale, aún envuelto en sus lienzos fúnebres, ante el asombro de la multitud.
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Esta escena de Juan 11 no es un relato fantástico; es un anticipo de la victoria sobre la muerte que Jesús lograría en breve. En un mundo donde la muerte nos acecha en noticias diarias de enfrentamientos, guerras y pérdidas personales, esta historia nos invita a preguntarnos: ¿Y si la cruz no es solo un símbolo de sufrimiento, sino la clave para cambiarlo todo? Encontramos aquí respuestas que no solo explican, sino que transforman nuestra existencia cotidiana.
En esta serie, hemos comenzado explorando el origen de la muerte en el pecado original. Ahora, nos adentramos en cómo Cristo la derrotó.
La Biblia no presenta la muerte de Jesús como un accidente histórico o un martirio más en la larga lista de injusticias humanas. Todo lo contrario: es el cumplimiento deliberado de un plan divino, profetizado siglos antes. Isaías 53 lo describe con precisión escalofriante: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos curados”.
En estas poderosas y gráficas palabras de Isaías vemos a Cristo como el Siervo sufriente, cargando voluntariamente el peso del pecado humano. No es una víctima pasiva; es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Juan 1:29), y eso voluntariamente.
Los detalles históricos confirman esta intención. Jesús de Nazaret, predicó un Reino que desafiaba el poder romano y religioso, sanó enfermos y resucitó muertos como Lázaro, atrayendo multitudes. Pero su entrada triunfal en Jerusalén, montado en un asno, como profetizó Zacarías 9:9, selló su destino. Traicionado por Judas, arrestado en Getsemaní, juzgado en un proceso amañado por Poncio Pilato —quien lavó sus manos, pero no su conciencia—, fue crucificado entre ladrones. La crucifixión era un método romano brutal: clavos en manos y pies, asfixia lenta, exposición pública. Jesús colgó allí seis horas, clamando finalmente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46, eco de Salmo 22:1). En ese momento, una misteriosa oscuridad cubrió todo el país, simbolizando el peso del pecado que absorbía. Hasta los astros estaban de luto y conmovidos por los acontecimientos.
Pero la cruz no es el final; es el pivote. El tercer día, la tumba está vacía. Mujeres como María Magdalena encuentran la piedra removida y un ángel anuncia: “No está aquí, porque ha resucitado, como dijo” (Mateo 28:6).
Jesús aparece a sus discípulos, come con ellos y les muestra sus heridas como prueba irrefutable. Pablo, en 1 Corintios 15, lo resume como el evangelio esencial: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después a los doce”.
Más de 500 testigos lo vieron, un hecho histórico que convirtió a discípulos aterrorizados en misioneros audaces. La resurrección no es mito; es corroborada por evidencias como el cambio radical en los apóstoles, quienes enfrentaron el martirio por algo que sabían verdadero. Algunos agnósticos que cuestionan todo esto, nos deben la respuesta a la pregunta: ¿qué explica mejor esta transformación que un evento real que venció la muerte?
Esta victoria no es abstracta; lo cambia todo. Hebreos 2:14-15 explica: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre”.
Jesús no solo muere; asume nuestra condena, pagando el precio del pecado con su sangre inocente. Él, sin pecado, se ofrece como sacrificio perfecto, cumpliendo la Ley que demandaba justicia. Efesios 1:20-23 describe su exaltación: Dios lo resucitó y lo sentó a su diestra, “sobre todo principado y autoridad y poder y señorío”.
Esto significa que Cristo reina ahora, extendiendo su dominio sobre la muerte y sus efectos. En un mundo caído, donde el pecado aún causa dolor, su victoria inicia una restauración progresiva: iglesias que aplican la justicia divina en sus comunidades, familias que viven bajo principios eternos y sociedades transformadas por el Evangelio.
En la Biblia hay más ejemplos que anticipan la resurrección de Cristo. En Lucas 7, Jesús se encuentra con una procesión fúnebre en Naín: un joven, hijo único de una viuda, yace muerto, listo para ser enterrado. Conmovido por el llanto de la madre, Jesús toca al joven difunto y dice: “Joven, a ti te digo, levántate”. El muerto se incorpora y habla, devolviendo esperanza a una familia destrozada.
En Marcos 5 se nos cuenta cómo la hija de Jairo, líder de la sinagoga, muere mientras Jesús va en camino. Ante el lamento general, Él entra y dice: “Muchachita, a ti te digo, levántate”. La niña se levanta, camina y come, asombrando a todos.
Jesús y la muerte no se llevan bien. Cada encuentro directo termina con la derrota del último enemigo del hombre. Cada caso muestra que Dios interviene en la historia, rompiendo el ciclo del pecado con poder divino, preparando el terreno para la resurrección definitiva. Donde Jesús aparece, los horrores de la muerte pierden su poder.
Históricamente, la resurrección impulsó un movimiento que creció en el Imperio Romano, pese a persecuciones como las de Nerón, donde cristianos enfrentaban leones en el Coliseo cantando himnos.
La cruz no es un símbolo cargado de poder para rituales repetidos o adornos de lugares de culto o casas, sino representa un evento único en la historia. La Biblia enfatiza que esta gracia soberana alcanza a quien cree, rompiendo cadenas de miedo y culpa. Esto tiene efectos para nuestra vida diaria: ante una pérdida laboral, no nos desesperamos, porque Cristo, que venció la muerte, provee. En conflictos relacionales, perdonamos porque Él perdonó. Frente a enfermedades, oramos con esperanza, sabiendo que el cuerpo resucitará incorruptible (1 Corintios 15:42-44).
Ante la tumba de un seguidor de Cristo, la tristeza no tiene la palabra final porque Cristo transformó el “adiós” en un “hasta luego”. Incluso tenemos la libertad de perdonar a aquellos que causan la muerte de otra persona de forma frívola.
La victoria de Cristo sobre la muerte nos impulsa a vivir con audacia: la realidad de la resurrección de Cristo nos impulsa a evangelizar en entornos hostiles, a defender la justicia en un mundo injusto y a educar generaciones en verdades eternas. Por eso, padres, enseñan a sus hijos que la muerte no es el fin, sino un paso a la presencia de Dios (2 Corintios 5:8). Por eso, líderes cristianos, predican esta victoria para inspirar a sus iglesias para impactar naciones.
Pensamos en misioneros como Hudson Taylor, quien, inspirado en la resurrección, llevó el Evangelio a China pese a peligros. O pensamos en activistas cristianos modernos que luchan contra la trata humana o exponen la verdad confrontando las mentiras de grupos sectarios sobre temas como el aborto, la sexualidad, la familia y el matrimonio. Y como hemos visto en estos días una vez más: los enemigos de la verdad pueden matar a nuestro cuerpo, pero jamás nos podrán arrebatar la vida o detener la verdad.
Uno de los ejemplos más impactantes de esta verdad ocurrió en nuestros días: el 28 de febrero de 2015, 21 cristianos coptos egipcios fueron degollados por el Estado Islámico en la playa de Sirte, Libia. Capturados y forzados a arrodillarse ante el mar, mientras sus verdugos recitaban proclamas de odio, estos hombres —muchos de ellos padres de familia humildes— no gritaron de terror ni suplicaron por sus vidas. En cambio, videos del horroroso acto muestran cómo entonaban salmos y clamaban "¡Señor Jesús!" con voces firmes, cantando himnos de fe hasta el último aliento[1]. Miles de musulmanes entendieron el mensaje: Cristo vive y Cristo vence.
Su confianza no era fanatismo ciego; era la certeza de que la cruz había vencido la tumba, prometiendo una vida eterna donde el dolor se disipa. Este testimonio no solo conmocionó al mundo, sino que inspiró conversiones y fortaleció comunidades perseguidas, recordándonos que la resurrección da valor para morir con esperanza, no con desesperación. El vídeo, difundido por los sicarios del Estado Islámico, se ha convertido en una de las herramientas más poderosas de evangelismo en el mundo musulmán.
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En medio de las incertidumbres de esta vida, los hechos que representa la Cruz ofrecen una nueva visión de la muerte: perdió sus horrores. Una nueva realidad se ha abierto camino. Esta verdad contrasta con visiones seculares que ven la muerte como fin absoluto, o religiones que prometen el paraíso o la reencarnación sin redención personal.
La cruz lo cambia todo. Es sorprendente ver cómo los esclavos del miedo se transforman en herederos de vida eterna. La Palabra de Dios declara: "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Juan 3:16). Esta verdad no es reliquia; es poder que transforma hoy, impulsándonos a vivir con un propósito eterno.
[1]https://www.youtube.com/watch?v=GLnI5kncJZY
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