Si vivimos según el amor de Dios los años que nos han sido regalados, el avance es más certero en el camino.
Entonces, si me llamas, yo te responderé; si gritas pidiendo ayuda, yo te diré: “Aquí estoy”. Si haces desaparecer toda opresión, si no insultas a otros ni les levantas calumnias, si te das a ti mismo en servicio del hambriento, si ayudas al afligido en su necesidad, tu luz brillará en la oscuridad, tus sombras se convertirán en luz de mediodía. Yo te guiaré continuamente, te daré comida abundante en el desierto, daré fuerza a tu cuerpo y serás como un jardín bien regado, como un manantial al que no le falta agua. Isaías 58: 9-11
Por miedo al contagio, hay creyentes que se refugian en el interior de los templos de la misma manera que nos refugiábamos en casa durante la pandemia del COVID, cuando todo el mundo era sospechoso, cuando todos eran supuestamente portadores de la enfermedad.
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El método más fiable para no enfermarse era evitar cualquier juntura con el exterior. Eran, además, órdenes del gobierno.
El problema al que me refiero hoy es a que la contaminación que temen estos hermanos eclesiales es el de una pandemia que no termina nunca, además de las órdenes que hay que obedecer, sí o sí, porque si no lo hacen, recibirán castigos múltiples (llamados disciplina para que no suenen tan peligrosos).
Estas disposiciones, como las del gobierno, también vienen de arriba, y son de exigido cumplimiento por los que dicen tener autoridad.
El contagio con el mundo les asusta. Este terror se infunde ya en la propia familia de sangre, creyente, y se consolida en la eclesial.
El miedoso se siente arropado en su diminuto y asfixiante nido cuando se ve rodeado por todos lados de puertas cerradas que impiden la entrada del mal exterior. No importa si falta oxígeno. No importa la oscuridad. No importa el desconocimiento de las oportunidades que el exterior puede ofrecer.
De lo que escribo hoy es del miedo arraigado dentro, ese susto del que precisamente Jesús vino a liberarnos. Miedo a expresar lo que se piensa. Horror a aclarar las dudas que asaltan. Miedo a hablar y también miedo a callar. Miedo a relacionarse. Pavor a mancharse. Alarma palpitante a ser señalado como Jesús fue señalado.
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De este modo, los que se ocultan, se sienten inmaculados. Se convencen de que son mejores hijos de Dios, más ungidos de santidad que el propio Jesús, sí, el Jesús que se mezclaba con todo el mundo sin importarle el roce.
Porque Jesús amaba y no tenía miedo. Jesús era libre porque Dios es libertad.
Este pavor les lleva a escabullirse, a no pasar delante del pobre porque su ropa no es adecuada y su aseo deja mucho que desear. Huyen del herido para no ser testigos de la sangre que mana de sus conflictos. Cierran los ojos ante el hambriento, porque exigen pan sin modales. Hacen la vista gorda ante el necesitado de ayuda, sea la que sea.
Sus pasos son ligeros ante la cercanía de este tipo de prójimo. Miran desde la distancia, sin fijar la vista y, sobre todo, se alejan de los no creyentes que, para ellos, son los más apestados.
Así no se contaminan. Así son los mejores. Así pueden hablar del Señor con la cabeza en alto. Así tendrán mejor asiento cerca de Jesús cuando estén en su morada. Al fin y al cabo, esta actitud es una inversión espiritual.
Critican, además, a quienes actúan de modo diferente a como lo hacen ellos.
Que lo sepan. Para nada serán samaritanos que se duelen con el prójimo (Lc 10:25-37) ni les preocupará no serlo (son las incongruencias eclesiales). El miedo a perder la santidad es la excusa perfecta para su triste actitud (el orgullo está bien alimentado).
En el miedo viven, se reproducen y mueren.
Sin embargo, si se combina el estar dentro de los templos con el estar fuera en el mundo, lugar siempre sospechoso, malo, peligroso, asqueroso, del que no podemos escapar, si tenemos los pies en la tierra, si vivimos según el amor de Dios los años que nos han sido regalados, el avance es más certero en el camino. Porque cuando uno está poseído por este mal, está impedido para dar lo mejor de sí mismo.
A todos ellos, a los que infunden este espanto dentro de las casas, a los que lo confirman en el interior de las iglesias con amenazas justificadas con textos bíblicos, y a los propios miedicas que se sienten a gusto en este estado de levitación sin mácula, les deseo una feliz conversión al evangelio de la gracia de Dios.
Porque lo cierto es que en el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. Por eso, el que teme, no ha llegado a amar perfectamenter. 1 Juan 4:18.
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