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La justicia de Dios en la muerte de Cristo

Dios no estaba obligado a proporcionarnos a un sustituto y, menos aún, que Dios mismo fuera en Su Hijo encarnado, el sustituto.

ATISBOS TEOLóGICOS AUTOR 765/Jose_Moreno_Berrocal 16 DE ABRIL DE 2025 10:00 h
Foto de [link]James Kovin[/link] en Unsplash

Si examinamos la pasión de Cristo a la luz de las Escrituras pronto nos damos cuenta de que el interés de sus autores reside, no solo en relatarnos los hechos históricos que tuvieron lugar, sino, principalmente, en proporcionarnos un entendimiento de lo que había detrás de esos extraordinarios e irrepetibles acontecimientos. En este sentido, los escritores bíblicos emplean una gran variedad de términos para describir la culminación de esa obra de Cristo en esa semana de su pasión, muerte y resurrección. Así, tenemos palabras como mediación, reconciliación, sacrificio y satisfacción por mencionar algunas de ellas. Pero, me gustaría referirme a la expresión la justicia de Dios, en concreto a la justicia de Dios en la muerte de Cristo.



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De entrada, puede parecer algo extraño referirse a la justicia en relación con la muerte de Cristo. Desde el punto de vista de los actores humanos responsables de su muerte, el concepto de justicia brilla por su ausencia. Los textos evangélicos señalan que las autoridades religiosas judías lo entregaron por envidia. Emplearon testigos falsos en su acusación y buscaron que el mismo Jesús se incriminara a sí mismo. Todas estas tropelías procesales mostraban la injusticia de todo aquello que habían orquestado para matarle. Del mismo modo, Poncio Pilato, el gobernador romano, era plenamente consciente de la inocencia de Jesús. Las acusaciones contra él no tenían base jurídica alguna. No había caso. Pero, al condenarle, la autoridad romana actuó con una enorme arbitrariedad e inmoralidad. Por si fuera poco, el pueblo llano unió sus voces a ese abuso que condenaba a Cristo a una irremisible crucifixión, sin mostrar piedad alguna por aquel hombre. La multitud congregada gritó al gobernador “crucifícale”, Juan 19.15.



Y, sin embargo, la Escritura conecta la muerte de Jesús con la justicia, la justicia de Dios. Esto puede parecernos paradójico, pero es que la Palabra de Dios trastoca nuestros modos de pensar al mostrarnos que los caminos de Dios no son como los nuestros. La Biblia nos enseña a ahondar en unos hechos, la pasión de Cristo, que creemos conocer de sobra, pero cuyo significado más profundo se nos escaparía si no fuera por lo que nos revela esa Palabra. Sin la Palabra ese acontecimiento, grande y glorioso como fue, carecería de sentido. La justicia de Dios alude al hecho de que Dios es justo, que Dios siempre actúa correctamente.



Dios no puede hacer el mal, Él es santo. Como le dijo Abraham a Dios: “El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?”, Génesis 18.25. A su vez, la justicia está relacionada con el concepto de la Ley. La ley es una norma que define lo que está bien o mal. Lo justo es hacer lo que dice la Ley. Pero la Ley también tiene que ver con las sanciones que vienen por el incumplimiento de esa misma Ley. El pecado es, según Juan el Apóstol, infracción de la Ley de Dios, 1ª Juan 3.4. Tal quebrantamiento conlleva necesariamente una pena para el transgresor, un castigo en manos del Juez de todos, el Único y Soberano Dios. Y es que Dios no puede de ningún modo tener por inocente al malvado (Éxodo 34.7) Hasta aquí, en un sentido, puede que no hayamos descubierto nada nuevo.



Pero el inaudito giro de guión que nos presentan las Escrituras es que conectan la salvación con la justicia de Dios. Así, en uno de los pasajes más conocidos de la epístola a los romanos, Pablo une la salvación con la justicia de Dios por medio de la pasión de Cristo: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús. ¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe. Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley”, Romanos 3.21-28. Notemos como el apóstol de los gentiles comenta que lejos de ser un asunto menor, la justicia de Dios es uno de los grandes temas de las Escrituras.



La justicia de Dios está revelada en toda la Biblia. De un modo consistente Pablo muestra que todo el Antiguo Testamento enseña que el único camino de salvación para el ser humano pasa por la cuestión de la manifestación de la justicia de Dios. De hecho, según Pablo, esa justicia de Dios es provista por Dios mismo en su Hijo Amado, nuestro Señor Jesucristo. Esta justicia es un regalo de Dios. Y esto porque la Persona y la Obra de Cristo tienen que ver con esa justicia. En su vida en la tierra Jesús cumplió con todas las demandas de la Ley de Dios. Obedeció perfectamente la Ley de Dios, estuvo sujeto a sus padres y pudo retar a sus contemporáneos: “¿quién de vosotros me redarguye de pecado?”, Juan 8.46. Pedro, que convivió con Jesús durante tres años dió este testimonio acerca de El:“ el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente”, 1ª Pedro 2.22,23. Jesús era el Justo, siempre hizo lo recto. Se puede decir que era el mismo la Justicia en forma humana. En este sentido, las sanciones que la Ley demanda de los transgresores en ningún modo se podían imponer a Cristo. La Ley solo demanda un castigo para el que la quebranta no para el que la cumple. Pero es precisamente aquí donde podemos entender con toda claridad el significado de la pasión de Cristo que culminó con su muerte en la cruz del Calvario.



Jesús, el Hijo de Dios, aún siendo inocente, aceptó de un modo voluntario, llevar sobre sí el castigo reservado para los injustos, para los infractores de la Ley. La sorpresa del evangelio es que la condena que la Ley demanda de los transgresores de la misma, no recae en nosotros, sino en Jesucristo. Y es que es en este lugar donde se manifiesta el justo juicio de Dios por nuestro pecado. Es aquí donde aparece con toda claridad el amor y la gracia de Dios, pues Dios no estaba obligado a proporcionarnos a un sustituto y menos aún que Dios mismo fuera en Su Hijo encarnado, el sustituto. Pero, y esta es la cuestión que nos ocupa, tenemos aquí una manifestación de la sorprendente justicia divina. Así es como Pablo comenta la obra de Cristo en la cruz, concluyendo siempre del mismo modo, que lo que constituye el meollo central de la cruz es la justicia de Dios. Y es que la obra de Cristo en la cruz responde a todas las justas demandas de la Ley.



En este pasaje Pablo usa la palabra redención. Redención es liberación pero es mucho más que eso, es liberación por medio de un rescate, en este caso la vida de Cristo. Pero es la vida entregada a la muerte, simbolizada por el derramamiento de su sangre en la cruz al que se refiere el término rescate. Pedro asimismo nos recuerda que fuimos “rescatados … con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación”, 1ª Pedro 1.18,19. A la luz de la cruz, podemos entender como Dios no tendrá por inocente al culpable. Y es que Cristo, el inocente, fue tratado como culpable y por eso murió en la cruz. En el Calvario, la justicia divina sobre el malvado cayó en Cristo. Es por esto por lo que podemos referirnos a la justicia de Dios como una justicia divina, es decir, una justicia que pone de manifiesto el carácter justo de Dios, que tiene todas las cualidades, si se puede decir así, del Ser divino.



Es decir, que muestra la excelencia de Dios de un modo superlativo como el Santo y Recto y que no tiene por inocente al culpable. Sabemos, igualmente, que Dios el Padre vindicó esa su propia justicia en su Hijo al resucitarle de entre los muertos (Romanos 4.25) Por lo que el hecho de que Cristo se levantara de su tumba muestra que esa justicia es reconocida por Dios mismo y está ahora a nuestra disposición como pecadores.



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Y por ello, otro aspecto final que se desprende de esta justicia de Dios es que solo podemos recibirla por la fe en Cristo. Nos es atribuida, se nos imputa, es decir, la hacemos nuestra por la sola fe. La sola fe pone de manifiesto el carácter perfecto y completo, inmaculado, de la justicia de Dios en Cristo, pues nada podemos añadir a la misma, tan solo confiar en ella. Como enseña Pablo en 2ª Corintios 5.21: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. Pablo advierte a todos a que no busquemos acercarnos a Dios por nuestra propia justicia sino solo por la que Dios nos ofrece en su Hijo por la fe en El: “Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación. Porque yo les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”, Romanos 10.1-4.



Por tanto, la salvación de Dios no es arbitraria o caprichosa sino que está en armonía con su propio carácter justo. A la luz de las Escrituras, es un acto de plena justicia que Dios salve a los pecadores que han recibido a Cristo como su Señor y Salvador. ¿Recibirás tu esa justicia? Tan solo su justicia puede salvarte. Confía en ella, confía en Cristo, solo somos salvos por su justicia, recibida por la fe en El.



 



José Moreno Berrocal es el presidente del grupo de trabajo de Teología de la Alianza Evangélica Española.


 

 


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