Una de las cosas primordiales que se dio en los grandes avivamientos de la Historia fue el reconocimiento y la confesión acompañadas del arrepentimiento y cambio de las vidas.
El título de este artículo forma parte de unas palabras que el profeta Jeremías habla al pueblo de Israel (Jeremías 8:6). En medio de una corrupción moral y espiritual, nadie se inmutaba ni se preocupaba y mucho menos se preguntaba ¿Qué he hecho? Al contrario, todo lo daban por bueno y seguían viviendo como si todo estuviera bien. Es lo mismo que ha pasado siempre y lo mismo que pasa ahora. La humanidad no ha mejorado nada desde la caída del ser humano en el pecado.
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Cuando Adán y Eva incurrieron en el acto de desobediencia, Dios les salió al encuentro y corrieron a esconderse. Dios preguntó primero al hombre: “¿Dónde estás tú?”; después le preguntó a la mujer: “¿Qué es lo que has hecho?” (Gén. 3.9.13). Sin embargo, ninguno de los dos asumió su responsabilidad por sus hechos. Cada uno trató de justificarse a sí mismo echándole la culpa al otro: Adán culpó a Eva e indirectamente, culpó a Dios que se la dio por compañera (Gé. 3.12); y Eva respondió echándole la culpa a “la serpiente” (Gén. 3.13). Ninguno dijo: “Lo siento Señor, he hecho lo que no debía. Sé que está mal y te pido perdón”. No, sino todo lo contrario: “El otro es el que tiene la culpa, ¡yo no!” ¡Y eso hasta el día de hoy! Basta ver las noticias sobre cualquier catástrofe en la cual tienen responsabilidades los seres humanos. Nadie acepta su responsabilidad por lo hecho, o por lo que debió hacer y no hizo. Para una gran mayoría eso parece no tener importancia; pero marca la diferencia entre los hombres y mujeres que son “conformes al corazón de Dios” y los que están alejados de él. ¡Pero muy alejados! Es decir los que quieren vivir y viven conformes con la verdad de Dios y los que la falsean, piensan y viven más acorde con la mentira, para servirse a sí mismos.
El asunto es mucho más grave cuando nuestras acciones involucran a otros, los cuales son perjudicados por ellas. Por ejemplo, políticos que hacen cosas o dejan de hacerlas y luego no asumen su responsabilidad, habiendo perjudicado a gran parte de la ciudadanía, con sus malas obras. Empresarios que toman decisiones que perjudican seriamente a sus trabajadores y no se inmutan; trabajadores que cuando tienen oportunidad roban a la empresa artículos que escapan al control de aquella. Cónyuges que son infieles a sus parejas y salvo que sean descubiertos de forma clara, tratan de ocultar su maldad. Pero también podríamos hablar de cristianos que pasan toda su vida echándole la culpa al diablo –o a otros- por lo que ellos hicieron o dejaron de hacer, sin asumir su propia responsabilidad. La lista sería interminable… No es fácil encontrar entre tanta corrupción quiénes se hagan la pregunta o que puedan responder con sinceridad a la demanda divina: “¿Qué es lo que has hecho?” Al contrario, todo el esfuerzo va dirigido a negar los hechos y evitar pagar las consecuencias a las que hubiere lugar. Eso es lo que vemos y a lo cual asistimos en el campo político de este país (¡y no es nada nuevo!) que se ha convertido en una especie de espectáculo vergonzoso, donde pareciera que hay una especie de carrera para ver quién se corrompe más, quién roba más, y quién es capaz de engañar más, tanto a los jueces como a la propia sociedad; sociedad que se merece algo mejor que esta clase de políticos que están más interesados en sí mismos y sus intereses que en el interés de la sociedad a la cual se supone que sirven.
En línea con esta actitud y forma de actuar hace muchos años, dos hombres del espectáculo cometieron sendos delitos; uno de circulación, causando la muerte a un viandante por ir a mucha más velocidad de la permitida; el otro estaba relacionado con la droga. El primero falseó todos los hechos para no ir a prisión. Toda la familia y amigos le arropaban: “¡Qué lástima, tan joven y se va a truncar su carrera, ahora que le va tan bien!”. El otro, ya en prisión, todo lo que sabía decir era: “¡No es justo! ¡Ahora que he grabado un disco y se está vendiendo tan bien!”. ¿Pero, por qué no se preguntaban, más bien: ¿Qué he hecho?, tal y cómo dice el texto bíblico. Contestar a esa pregunta no solo favorecería no solo la comunión con Dios, sino con el prójimo, dejando el camino limpio hacia la senda de la vida.
De igual manera, a lo largo de las décadas hemos asistido al enjuiciamiento de políticos que habían cometido ciertos delitos de corrupción y lo único que hacían era negar la realidad, mientras que los jueces (o “la jueza”) que tenían que investigarlos y juzgarlos, sufrieron (¡y alguno, sufre hoy día!) todo tipo de presiones y amenazas que se hace difícil entender cómo pueden realizar su trabajo sin rendirse y abandonarlo.
Afortunadamente, todavía hay personas que reaccionan de otra manera; son los que aguijoneados por su propia conciencia, cuando el Espíritu de Dios obra en su interior optan por confesar sus malos hechos. Todavía recuerdo estar en una reunión de domingo en otra ciudad que no era la mía, en una casa particular donde se celebraba un culto. Después de la reflexión de la Palabra de Dios, un hombre cayó al suelo llorando y diciendo: “¡Esto es lo que yo había estado buscando por años…!”. Después supe que aquel hombre se había confesado ateo durante toda su vida. Según me dijo el dueño de la casa, él tenía la capacidad de leer un libro de 300 páginas en una noche. No era una persona cualquiera, “sencilla”, que se guiara fácilmente por los sentimientos. Pero aquella experiencia le llevó a aquel nuevo creyente a hacer una revisión de su vida pasada y, entre otras cosas, sabía que debía devolver una cartera que hacía dos años se había encontrado, con la documentación del dueño dentro de la misma y además, con cierta cantidad de dinero. Entonces fue a ver al que había perdido la cartera y como él nuevo creyente era un empleado de banca, se la devolvió, incluso pagándole los intereses del dinero que había en la cartera y que él hacía mucho tiempo que había gastado.
Otro sencillo ejemplo de alguien que, una vez confesado a Cristo como Salvador y Señor, se preguntó: “¿Qué he hecho?” Hará más de 40 años, un joven confesó a Cristo y una de las cosas que hizo, fue confesar que le había robado a su jefe cierta cantidad de dinero. Habiéndole preguntado que quería hacer, él contestó que quería devolver el dinero robado, y pedir perdón a su jefe. Así hizo, acompañado del pastor de la iglesia.
Lo más triste de todo es que a la hora de enfrentarse con la ley, en los casos requeridos por la misma, es que muchos abogados aconsejarán a “sus defendidos” a no decir la verdad sobre los cargos que se les imputan, con la finalidad de salir absueltos de los mismos; o, por lo menos que el juez les imponga una pena menor. Pero lamentamos tener que decir que desde el punto de vista divino, dichos profesionales no son bien vistos por Dios, dado que pretenden ocultar la verdad de los hechos para favorecer a sus defendidos, cuando previamente, el imputado ha emitido el juramento de “decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. A estos no les entra en la cabeza, ni en el corazón, hacerse la pregunta: “¿Qué he hecho?”
Sin embargo, los ejemplos a la contra también se dan; aunque abundan menos. Sabemos de muchos que han cometido delitos y cuando han entregado sus vidas al Señor, estando en la prisión, han dejado “boqui-abiertos” a sus abogados, oponiéndose a sus “consejos” legales, usados con pretensiones de hacer “lo mejor” para sus defendidos. Entonces, éstos les han respondido: “No, abogado, no voy a mentir; acepto mi responsabilidad por mi delito, me caiga lo que me caiga”. Pero el profesional insiste: “Pero hombre, ¿tú sabes lo que te juegas, actuando de esa manera?”; “Sí, lo sé, pero no me importa; es lo justo y me lo merezco”.
Esto mismo se ve en los casos mencionados, cuando aún los jueces llegan a saber el noble comportamiento del acusado, al asumir su responsabilidad y la pena que le sea impuesta, que suelen ser magnánimos, ya que los mismos jueces tampoco disfrutan con “castigar” a los que juzgan.
Claro, eso sólo ocurre cuando Cristo Jesús, la Verdad -con mayúsculas- ha entrado de lleno en el corazón para poseerlo, llenarlo y dirigirlo. Entonces, esa persona no corre cual Adán, ni hace nada para esconderse, ni para justificarse, ni echarle la culpa a otros. Al contrario, se enfrentará con la realidad de sus hechos y estará dispuesto a asumir la pena impuesta. Pero es entonces cuando también se ponen de manifiesto las palabras de aquel antiguo profeta, Asa, quien en nombre de Dios, proclamó:
“Porque los ojos del Señor recorren toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tiene corazón íntegro para con Él” (2Cró.16.9)
Entonces, para poder experimentar el favor de Dios y vivir de acuerdo a su voluntad, el ser humano debe comenzar por reconocerla en todos los ámbitos de la vida. Dios nos conoce bien y sabe que somos débiles y que por unas causas o por otras podemos meter la pata y, a veces, de forma seria. Pero ese no es el problema mayor. El problema más grande está en no reconocer nuestros errores, pecados, fracasos, etc., -llamémoslos como queramos- asumiendo la responsabilidad por ellos y estando dispuestos a salir de nuestros “escondrijos” y asumir todas las consecuencias. Sólo así una persona puede ser transformada y gozar del favor de Dios.
Sin embargo estos últimos comportamientos mencionados se producen a contracorriente de lo que la mayoría piensa y hace y que ante una acción mala, no se pregunta: “¿Pero qué he hecho?”, con la intención de rectificar. ¿No será por eso que el evangelio de Jesucristo es rechazado por la gran mayoría? Mucho nos tememos que sí y, sin embargo, es lo que más necesitamos urgentemente en nuestra sociedad, si es que ésta ha de ser transformada. Sin embargo, cabría preguntarse si no está haciendo falta también una revisión de nuestras vidas de los que nos llamamos “pueblo de Dios”, para contrastarlas con la Verdad, sin condiciones. Porque cabría también la posibilidad de creer que estamos viviendo en todo conforme al Evangelio y no ser así. Porque la religión, cuando se convierte en religiosidad y guiada por intereses ajenos al reino de Dios, podría esconder otra realidad ajena a la verdadera vida cristiana.
Por eso, antes que nada, una de las cosas primordiales que se dieron en los grandes avivamientos de la Historia, fue el reconocimiento y la confesión de las obras malas (eso que llamamos, pecado) acompañadas del arrepentimiento y cambio de las vidas. Entonces, a la luz de lo dicho, no estaría mal considerar lo que dice este texto bíblico que viene a iluminarnos sobre el tema:
“El que oculta sus pecados, no prosperará; pero el que los confiesa y se aparta, alcanzará misericordia” (Prov. 28.13).
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“El que los confiesa y se aparta…” es el que atiende a su propia conciencia, la cual desde lo más profundo es interpelada por el Espíritu Santo y en nombre del Altísimo, le pregunta: “¿Qué es lo que has hecho?”
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