Dios anuncia una nueva creación en la que el cielo y la tierra ya no estarán separados. Cristo no ha venido sólo a salvar a muchas personas, sino a redimir a la creación de los efectos del mal.
A veces ocurre lo impensable, lo que parece imposible, como estos días en Valencia. Las imágenes de esos cuerpos anegados por las aguas, mientras otros luchaban por sobrevivir, me recordó la historia de la familia española que sobrevivió al tsunami en Tailandia, el año 2004. En la película del catalán Juan Antonio Bayona, la madrileña María Belón se convierte en el cine en Naomi Watts, nominada al Oscar como mejor actriz. Lo imposible está hablada en inglés, aunque es una producción totalmente española que te hace pensar en la tragedia de lo ocurrido estos días en Valencia.
Ninguna película se debe juzgar por su tráiler, pero ésta menos aún. Lo que uno espera encontrar cuando ve Lo imposible es un filme de desastres, saturado de efectos especiales. Esta es, sin embargo, una historia donde los afectos son más importantes que los efectos digitales. No se busca el impacto fácil, ni el más difícil todavía. Cuando el tsunami arrasa el recinto hotelero te impresiona, pero la espectacularidad está contenida. Llena de detalles y planos aéreos, la perspectiva es la del ojo divino, que mira el desastre desde arriba, mientras uno permanece ciego a sus propósitos.
La película comienza y acaba con un avión volando sobre un océano tranquilo, silencioso e inmenso. Es una poderosa imagen que uno se lleva consigo de este emotivo relato sobre el caos que desgarra a una familia. Un momento, todo es idílico en este lugar de vacaciones paradisíaco. Un instante después, todo se destroza, en la cruel devastación de una horrible carnicería. Estamos ante una realidad abrumadora. La sensación de pérdida, que logra transmitir esta historia, muestra cómo todo lo que tienes te puede ser arrebatado cuando menos lo esperas.
[photo_footer]La sensación de pérdida que transmite Lo imposible muestra cómo todo lo que tienes te puede ser arrebatado cuando menos lo esperas.[/photo_footer]
Cuando lo imposible ocurre, se cumplen nuestras peores pesadillas. Porque, ¿es acaso impensable, lo imposible? Bayona nos presenta con emoción, la frágil condición del ser humano: “Lo que narra Lo imposible es el final de un mundo, nuestro mundo, ese mundo en el que pensamos que la vida es segura, que somos inmortales, que las cosas materiales nos van a prolongar la satisfacción para siempre.”
En momentos de tensión y adversidad, inevitablemente pensamos en Dios. Si Él existe, ¿por qué ocurren estas cosas? Dios es el Creador y Sustentador de todo lo que existe, ¿cómo entender entonces, tales desastres? La Biblia dice que vivimos en un mundo roto. La Caída (Génesis 3) ha afectado a la Creación. Tiene implicaciones cósmicas. Vivimos en un universo que gime (Romanos 8:23). La muerte forma ya parte del orden natural. No vivimos en el mejor de los mundos posibles.
Cuando una torre se derrumba en Siloé y mata a dieciocho personas, Jesús pregunta: “¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén?”. Su respuesta es contundente: “No” (Lucas 13:2). Un desastre natural no tiene porque ser un castigo en especial a las personas que viven en la zona afectada. Ahora bien, todo desastre apunta a un juicio final. Por eso Jesús añade: “Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente”.
Como las plagas sacaron a la luz el verdadero corazón de faraón, así los desastres revelan la realidad de nuestra condición humana. Como dice Wenceslao Calvo, nos muestran “la contingencia de las cosas, incluso las más aparentes y magníficas que, en cuestión de minutos quedan reducidas a nada”. Ya que “lo mudable y pasajero de este mundo” es “algo que tenemos la tendencia a olvidar”. Así observa Manuel Suárez que el tsunami, “hace al ser humano plenamente consciente de su vulnerabilidad, le sacude y le hace perder toda falsa seguridad”.
Los desastres son señales, que apuntan a algo (Lucas 21:11). Cuando la tierra se conmueve, se anuncia el fin. En Apocalipsis vemos que un seísmo hace a los reyes de la tierra conscientes del peligro en que se encuentran. Descubren así su impotencia y gritan a los montes: “caed sobre nosotros y escondednos del rostro de Aquel que está sentado sobre el trono y de la ira del Cordero” (6:16). Ya que, aunque Dios se revela manso en el Cordero, también se muestra airado como el León de Judá. Ese día, “¿quién podrá sostenerse en pie?” (v. 17).
La paz y la ira se unen en la cruz del Calvario. Por eso, un temblor de tierra desvela la majestad del Crucificado. El centurión y sus acompañantes, “visto el terremoto, temieron en gran manera y dijeron: verdaderamente este es el Hijo de Dios” (Mateo 27:54). Por eso el carcelero de Filipos clama, ante el seísmo: “¿qué debo hacer para ser salvo?” (Hechos 16:30). El dolor se convierte –como dice Lewis– en “el megáfono de Dios”.
Dios anuncia una nueva creación en la que el cielo y la tierra ya no estarán separados. Cristo no ha venido sólo a salvar a muchas personas, sino a redimir a la creación de los efectos del mal. Dios no habrá acabado su obra hasta que el universo entero sea limpiado de los resultados de la caída del hombre.
[photo_footer]Cristo no ha venido solo a salvar a muchas personas, sino a redimir a la creación de los efectos del mal.[/photo_footer]
La agonía del gran planeta tierra no nos puede hacer olvidar El futuro del gran planeta tierra, cuando la tierra esté llena del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar (Isaías 11:9; Ezequiel 47:5; Habacuc 2:14). Dios ha prometido al hombre que la tierra será su morada y su herencia. La esperanza cristiana no es el estado temporal de un cielo, donde vivimos como almas desencarnadas, sino “un nuevo cielo y una tierra nueva” (Isaías 65:7; Apocalipsis 21:1).
La resurrección anuncia un cosmos renovado. Por lo que la creación espera con anhelo ardiente, el día en que será liberada de la esclavitud de la corrupción (Romanos 8:19-21). Así como hay discontinuidad entre este cuerpo presente y el resucitado, también la hay entre la tierra actual y la futura, pero eso no significa que no sea un auténtico cuerpo –como dice Pablo en 1 Corintios 15– y una verdadera tierra “en la que mora la justicia”. Es “la restauración de todas las cosas” (Hechos 3:19-21).
En ese mundo, el mar ya no existe más (Apocalipsis 21:1), porque para los judíos, el mar es una amenaza. Su desaparición es la ausencia de cualquier cosa que interfiera con la armonía del universo. Ya no habrá más lágrimas, ni muerte, sino un reencuentro aún mayor que el de una familia unida: la comunión directa y continua con el Dios que está en el centro de esa nueva tierra. Ver su rostro será la mayor alegría, porque su amor es eterno.
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