Es bueno que oremos por Israel, pero no tanto para que gane las guerras que los demás pueblos le hacen, sino para que dichas guerras no se produzcan y los propósitos de Dios se cumplan en el pueblo de Israel.
Desde hace mucho tiempo tengo una serie de pensamientos relacionados con el pueblo de Israel y la situación tan trágica que se está viviendo en la zona. Por una parte, el tema sobre si Israel es el pueblo de Dios o la Iglesia y por otra, cuál debería ser nuestra actitud en todo es conflicto que lo ha vuelto tan complejo hasta el día de hoy. Por una parte es fácil contestar a esas preguntas si se hace de forma general, pero por otra no es tan fácil contestarlas en todo lo que tiene que ver con el tema mencionado.
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Pero esta un poco extensa reflexión me ha venido a la mente las veces que he escuchado de boca de tantos y tantos creyentes, sobre la necesidad de “orar por Jerusalén”, con todo cuanto la ciudad significa y representa para el pueblo de Israel y, en parte, para el pueblo cristiano en general. Pero siempre que lo he escuchado -o casi siempre- lógicamente va acompañada por la razón por la cual se ha de orar por Jerusalén, dado que el pueblo de Israel, se afirma, “es el pueblo de Dios”. Sin embargo, mucho de lo que hay en ese buen deseo expresado, hay algo que parece decir que las demás naciones de la tierra no son tan “merecedoras” o dignas de nuestras oraciones intercesoras. Pero en cierto sentido también se percibe una descontextualización del texto mencionado en la cabecera. Me explico.
Cuando se escribió el salmo aludido, Israel era el pueblo de Dios y ya dijimos que desde Abraham, a quien Dios le dio las promesas, en adelante, el pueblo de Israel sería guardado de sus muchos enemigos, hasta que las promesas se cumplieran. Nada ni nadie impediría que la palabra de Dios dada fallara. De ahí que se dijera que “el que os toca, toca a la niña de su ojo” (Zac.2.8; Dt.32.10); ni aun la incredulidad de “muchos” del pueblo de Israel impediría el cumplimiento de las promesas divinas (Ro.3.3-4).
Por tanto, el deseo divino para con el pueblo de Israel era de paz. Pero dicha paz estaba condicionada al hecho de que ellos vivieran conforme a la ley de Dios. Por eso cuando el rey de Moab, llamó a Balaam para que maldijera al pueblo, aquel dijo por el Espíritu: “¿Por qué maldeciré yo al que el Señor no maldijo? ¿Cómo podré desearle el mal a quien el Señor no se lo desea?” (Nú.23.8-9). Sin embargo, cuando Israel no cumplió con las leyes divinas, corrompiéndose en su política social, oprimiendo a los trabajadores, despreciando al pobre, a la viuda y al extranjero, torciendo el derecho y haciendo un negocio con la religión, el mismo pueblo se colocaba bajo la maldición de Dios. Igual que hoy. Por decirlo así, Dios no necesita maldecir a nadie. Si nos apartamos de sus leyes, nosotros mismos nos colocamos bajo la maldición de Dios. Es el precio que hay que pagar por abandonar su amor, su verdad y su justicia. Entonces, cualquier cosa nada buena puede pasar. La historia de Israel está llena de la evidencia de que, efectivamente, “la niña del ojo de Dios” fue “tocada”. ¡Y bien tocada!: Asiria, Babilonia, Egipto, el imperio griego (Antioco Epífanes) y un largo etc., se encargaron de “tocar a la niña del ojo de Dios”. Con su permiso, claro. ¡Y durante siglos! No hacer caso de la ley de la gravedad nos puede causar un serio accidente y aun la muerte; pero en el terreno moral y espiritual, es peor todavía. Porque afecta a nuestro destino eterno.
Luego vino Cristo el Hijo de Dios hecho carne y en Él se cumplieron “las promesas dadas a los padres” (Ro.15.8) ¿Significa eso que una vez que se han cumplido las promesas de Dios en Cristo Jesús el pueblo de Israel dejó de ser objeto de la atención de Dios para siempre y que por tanto, ya se puede “maldecir”? No. ¡El cristiano no debe maldecir nunca, ni a nadie! Ni siquiera al mismo diablo (Judas 8-9).
Unos dos años antes de morir, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, se permitió maldecir al Estado de Israel con una maldición muy fuerte. Él dijo palabras que a mí me produjeron temor y le vi como un hombre muy insensato. Él dijo: “Yo maldigo al Estado de Israel con todo mi corazón. Desde lo más profundo de mis entrañas, yo maldigo al Estado de Israel…” Aun me cuesta escribirlo aquí, pero lo hago para que tomemos ejemplo y conciencia de aquello que ni siquiera debemos rozar con el pensamiento.
Lo cierto es que, al cabo de poco tiempo, fueron las entrañas del presidente Hugo Chávez -desde donde él maldijo al pueblo de Israel- las que se enfermaron y pudrieron y acabaron con él. Igual que el rey de Siria, Antioco Epífanes, perseguidor de los judíos; igual que Herodes el Grande, mensajero de Satanás que quiso impedir que el Rey de reyes creciera y por lo cual mató a niños inocentes… Igual que Herodes Agripa I, que persiguió a muerte “al linaje de Abrahán” en las personas de la Iglesia primitiva. Ellos murieron con la sangre corrompida, y el último mencionado “expiró comido de gusanos” (Hch.12.20-23) expresión física y visible de la corrupción, tanto de sus espíritus como de sus perversos corazones.
Entonces, aquí tenemos que añadir que si Israel todavía existe como pueblo después de veinte siglos que vino el Mesías, es porque Dios tiene propósitos para con él. Basta recordar que el Apóstol Pablo dijo que “Dios no ha desechado a su pueblo” (Ro.11.1-2). De otra forma ni un judío hubiera tenido la posibilidad de la conversión a Cristo, tal y cómo dijo de sí mismo el apóstol Pablo: “Porque también yo soy israelita, de la descendencia de Abraham, de la tribu de Benjamín. No ha desechado Dios a su pueblo, al cual desde antes conoció…” (Ro.11.1-2). Pero en todo caso, sí afirma que aquellos que rechazaron la gracia “fueron endurecidos” (Ro.11.7). No obstante, en todo este tiempo que va desde el rechazo del pueblo de Israel a Jesús como Mesías hasta la segunda venida de Cristo-Jesús, la Iglesia (o, el cristianismo profesante) debió ser más respetuosa con el pueblo de Israel, no jactándose ni ensoberbeciéndose contra él (Ro.11.18-21) ni maldiciéndole, como lo ha hecho a lo largo de la historia, haciéndole sufrir más allá de lo imaginable, negándole el derecho a existir y desarrollarse como personas, y persiguiéndoles, robándoles y masacrándolos, teniéndoles como chivos expiatorios de todos los males. Porque, que Dios tiene propósitos para con el pueblo de Israel todavía fue afirmado por el Apóstol Pablo al concluir su argumentación sobre este tema: “y luego todo Israel será salvo” (Ro.11.25-26). Y la razón es sencilla: “Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Ro.11.29). Es decir, Dios no puede desdecirse de lo que él mismo ha dicho y prometido.
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Por tanto, es bueno que oremos por Israel, pero no tanto para que gane las guerras que los demás pueblos le hacen, ni tampoco aplaudamos cuando eso suceda; pues siempre hay mucha gente inocente que muere en ellas; sino para que dichas guerras no se produzcan y los propósitos de Dios se cumplan en el pueblo de Israel. Y el principal propósito es que “se conviertan al Señor –a fin de que- el velo se les quite” de sus ojos (2ªCo.3.16-18). Mientras eso no ocurra, la tensión seguirá dándose y aumentando, y las guerras se seguirán produciendo. Y la razón es obvia: El odio hacia Israel se percibe de forma muy evidente, continua y permanente desde su fundación en 1948, negándole el derecho a existir por los países de todos conocidos. Eso es una realidad más que palpable, volviendo el conflicto cada vez más complejo y difícil de solucionar, pues en tanto más violencia se use, más violencia se producirá volviéndose en una espiral interminable en el tiempo. Pero confiamos en que Dios tiene siempre la última palabra y a Él le corresponde todo juicio.
Pero si hay algo que con el nacimiento, ministerio y obra del Señor Jesucristo aprendieron sus discípulos, es el deseo de parte de Dios, de bendecir a la humanidad caída por medio del Salvador. Tal deseo se anticipó en el canto del coro angelical: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Luc.2.14). Luego, cuando comenzó su ministerio, algunos pensaron que el Señor iba a implantar su reino por medio de la espada (J.18.10), pero todo intento de querer conseguir un final victorioso por medio de las armas políticas y/o militares, fue rechazado por el Señor (J.6.15). Por tanto, no; no vemos al Mesías usando de armas carnales para edificar e implantar Su reino. Más bien vemos a un Cristo bendiciendo (Hech.10.38). Vemos a un Mesías, que enseñaba a sus discípulos a amar a sus enemigos, a bendecir a los que les maldijeran, a hacer bien a los que les aborrecieran y a orar por los que los ultrajaran y los persiguieran. (Mat.5.44-48). Incluso vemos al Señor bendiciendo desde la cruz a sus enemigos que le habían maltratado y crucificado, y estaban burlándose de él. Así, con su propio ejemplo puso el sello de lo que debían hacer todos sus discípulos de todos los tiempos. Esa pauta, está en contraste con las seguidas por el Israel moderno (¡Y gran parte del llamado cristianismo-profesante a lo largo de los siglos!) ¡Y eso aunque nosotros solemos decir que están haciendo un uso legítimos de defensa ante los ataques continuos de sus enemigos! Ya, ya. Pero todo es hecho desde su incredulidad y en contra de las enseñanzas del Señor Jesús, el Mesías. Lógico, no le conocen. Confesemos, sinceramente, que esa situación nos produce cierta incomodidad en nuestra conciencia.
Entonces, está bien “orar por Jerusalén” (¡con todo cuanto representa!) y bendecirla, pero en el Nuevo Testamento la cosa es diferente; la oración se universaliza a la par con el mensaje universal del evangelio de Jesucristo, el cual debía predicarse en “todas las naciones” (Mt.28.18-20; Lc.24.46-47); y, “a cada criatura” (Mrc.16.14.16). Por tanto debemos orar por Jerusalén, pero debemos orar primero por nuestro país, en el cual las tradiciones humanas religiosas y el resentimiento en gran parte de la población han calado hasta la médula y donde la corrupción se multiplica cada vez más, de tal manera que la Palabra de Dios pareciera que nunca va a tener arraigo en nuestro país. Oremos también por aquellos países donde los del “linaje de Abraham” (es decir la iglesia –Gál.3.29-) están siendo perseguidos, encarcelados, torturados y muertos. Oremos también por Corea del Norte y por sus dirigentes. Quién sabe si ese endiosado “líder” –y otros con él- criado en el despotismo más cruel y sanguinario, pudiera llegarle la luz. No olvidemos que otros grandes “gigantes” espirituales también han caído por la oración de millones de cristianos en todo el mundo. Oremos por Irán y por todos aquellos países islámicos, donde los enemigos acérrimos del pueblo de Israel y de “la iglesia del Dios viviente” persiguen a los creyentes con saña sin saber respetar el más mínimo derecho a que las personas crean y practiquen la religión que estimen conveniente, o ninguna de ellas. Pero por otra parte es interesante notar que la predicación del Evangelio tiene más acogida dentro de los países islámicos que dentro del pueblo de Israel. Entonces, cuando oramos por nuestro país y por otras naciones estamos expresando nuestros deseos de bendición de parte de Dios para con ellos, para que la verdad de Dios en la persona de Jesucristo, el Hijo de Dios sea conocida y la verdadera justicia sea implantada en la tierra.
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Por la parte que le tocaba, el apóstol Pablo, hablaba de que oraba por Israel, “para salvación”. Y lo hacía con “gran tristeza y continuo dolor” en su corazón (Ro. 9.1-4; 10.1-2). Aquí recordamos que el Señor Jesús también sintió un vivo dolor por Jerusalén (que representaba al pueblo de Israel) y “lloró sobre ella” (Lc.19.41). Pero luego, el apóstol Pablo enseñaba a todos los creyentes “en todo lugar, que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia…” Y la finalidad última de dichas oraciones, era y es que… “Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1ªTi.2.1-5,8). Evidentemente, estas palabras tienen aplicación también en este tiempo, en relación con todas las naciones. ¡Aun aquellas que son enemigas acérrimas del pueblo de Israel! También lo era Saulo de los discípulos de Jesús y ya sabemos de su conversión y transformación convirtiéndose en Pablo, “el apóstol de los gentiles”. Pero tampoco hemos de olvidar que estas palabras del apóstol Pablo eran referentes a los gobernantes romanos y sus leyes, que no eran precisamente “santos” ni “justas” sino todo lo contrario. Sin embargo, no quedaban fuera de la atención del amor y el trato divinos a través de las oraciones de los seguidores de Jesús, muchas veces perseguidos y muertos por aquellos.
Para concluir esta modesta reflexión diré que los israelitas que viven dentro su reducido espacio geográfico, así como los palestinos que viven (por decir algo) dentro del suyo, no son mejores ni peores que aquellos asirios a los cuales fue enviado el profeta Jonás a predicarles, que solo por la vía del arrepentimiento y la conversión podían salvarse de la destrucción inminente. Y vale aplicar el mismo mensaje en este caso (cosa que no parece que vaya a darse) en el cual, a menos que se aplique el mismo remedio, no habrá posible solución al conflicto a menos que una parte aniquile a la otra. Lo cual no es solución alguna. Además de que es más lógico pensar que eso no sería posible sin implicar a gran parte de otras naciones en una guerra de dimensiones y consecuencias incalculables. Quizás haya que esperar a la Segunda Venida del Señor Jesucristo y Él, como Rey de reyes y Señor de señores pondrá fin a ese y a todo conflicto y a cada cual en su debido lugar. Pero de momento, no se ve arreglo humano posible.
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