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Milagros para Urbano

Suele haber demanda de fenómenos prodigiosos por parte de personas a las que se les queda corto el mayor milagro de todos: la venida de Cristo al mundo.

TUS OJOS ABIERTOS AUTOR 94/Isabel_Pavon 06 DE SEPTIEMBRE DE 2024 15:38 h
Imagen de [link]Viktor Bysrtov[/link].

—Buenas tardes nos dé Dios —dijo el tendero uniformado con pantalón y camisa azul marino al ver entrar a su antiguo cliente.



—Lo serán para usted —fue la respuesta.



—¿Qué desea, señor Urbano?, le veo mala cara.



—Estoy flojo, flojo y necesito un milagro o perderé la fe en Dios por completo. Llevo dos días bajo de adrenalina y preciso subirla sin demora.



—¿Un milagrito? ¿De qué talla, por favor?



—XL.



—¿No le vendrá un poco grande? 



—Más vale que sobre a que falte —dijo con gesto de pocos amigos.



—Un momento. Echaré un vistazo, no sé si nos queda alguno. Los de ese tamaño son muy codiciados, se venden enseguida.



El vendedor regresó un minuto más tarde con las manos vacías y el gesto apocado.



—¡Lástima!, nos falta mercancía. De ese tamaño no queda absolutamente nada.



—¿Cuándo recibirá el próximo pedido? —inquirió Urbano gesticulando con los brazos en alto.



—Eso depende del fabricante y está de vacaciones en el mar.



—Bueno..., ¿le queda alguno de la talla L?



—Parece que hoy no es su día, perdone usted que me ría. Acabo de vender el último al señor que salía cuando usted entraba. Lo llevaba puesto, ¿no se dio cuenta?



—Pues no, no me fijé, ya le digo, traigo la mirada adrenalítica por los suelos. 



—¿De veras?, pues era un poco estrafalario, ¿no observó el burundún de esparto que llevaba enrollado en la cabeza? ¡Último modelo, caballero! ¡Dan una planta espiritual soberbia! Se nos agotaron nada más llegar, menos ese, y ya ve, vendido está. Aunque pesan un poco sobre las cervicales, la verdad sea dicha, han sido vistos y no vistos, como los relámpagos. Son de fabricación propia de unos tíos que tenemos en América.



—¡Vaya día!, hoy parece que llego tarde a todo. ¿Tiene otra cosa que ofrecerme?, no me importa si es un milagro de poca monta.



—Nos queda uno para lucirlo en el torso, pero está descatalogado por no cumplir las normas, además es de talla pequeña. Si quiere se lo prueba usted e intentamos hacer un arreglillo, le ensanchamos el contorno de sisas con algún que otro parchecillo... ¿Tiene el ombligo bonito? Lo pregunto porque de no ser así tendrá que darse tirones para que el portento le cubra las molduras que rodean su cintura. De todos modos sabe que hoy día, en cuanto a portentos, no hay nada escrito.



—No sé, no sé, me pone en duda. Es que lo que yo necesito son..., son..., ¡unas gafas! Sí, creo que unas gafas me vendrían bien.



—¿Quiere decir unas gafas apocalípticas?, —preguntó el hombre en voz baja, como queriendo que nadie más le oyera a pesar de estar solos en la tienda.



—¡Eso es!, enséñemelas.



—Tampoco quedan. Trae usted el cenizo, perdone que le sea tan franco. A mitad de semana no suele venir Manolito. Es él quien las trae y las gradúa al instante según la óptica preferida del solicitante.



—Vuelvo a estar perdido. Me han hablado maravillas de ellas. Debe ser un gustazo ver prodigios terroríficos aquí y allá..., en definitiva ver como llega el fin del mundo en detalles que sin ellas no seríamos capaces de adivinar. No hay nada como ver que todo quedará arrasado en pocas horas, ¿no piensa usted lo mismo? Yo sin señales del fin del mundo no sé qué hacer. Poco a poco me he ido educando en esa normalidad, sabe, y el día que me levanto sin esa sensación de amenaza sobre el mundo siento que la falta de fe me persigue. Mire que cara tan pajiza traigo. El señor Urbano adelantó el rostro colocándose a dos centímetros de su interlocutor para que pudiera comprobar lo que le decía.



—Cierto. La tiene usted del color del trigo poco antes de la siega. Pero tranquilo, señor Urbano, no se preocupe, algo encontraremos, todo tiene arreglo menos la muerte. 



El tendero, queriendo agradar al comprador de objetos con cualidades milagrosas, quedó pensativo unos segundos, intentando improvisar al mismo tiempo que hacía memoria de lo que tenía almacenado. ¿Qué podía ofrecerle?, ¿qué podría venderle…? ¡Eureka!



—Le voy a enseñar algo capaz de resucitar a los muertos que me queda de una oferta que tuve para El Día Internacional De Clientes VIP. Es de la celebración de hace unos años pero sigue surtiendo efecto en personas como usted. Me refiero a los milagros de la marca Santa Rita y, además, le invito a una Coca Cola fresquita, verá cómo se pone mejor.



—¡No, por Dios bendito!, de Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita no, no me saque nada de esa marca. Hace que me sienta insignificante. Ni me gustan sus hechuras, ni tampoco me acerco a quienes la usan, ¡anatema! ¡anatema! Y la Coca Cola que sea sin cafeína. La cafeína es como una droga que inventó el diablo y yo rehúso tomarla.



El hombre se agachó, sacó la bebida de una pequeña nevera cubierta de hielo picado que se hallaba a su espalda y se la entregó.



—¿Qué tal si le muestro algo de Santa Bárbara? —insistió loco por venderle algo y que se fuera.



—No sé si es por las barbaridades extremadamente milagrosas que he oído de ella, Santa Bárbara me cae mejor que la otra. Sáqueme algo, sí, por favor, sáqueme, sáqueme, a ver si cambia mi suerte.



El dueño entró de nuevo al almacén. Esta vez tardó un poco más en regresar ya que no encontraba nada que pudiese complacer a su cliente. Cuando lo hizo, puso sobre el mostrador una caja rectangular.



—Es lo único que nos queda, pero tiene garantía.



El señor Urbano reprimió el eructo provocado por el refresco y lo puso a un lado antes de destapar el objeto milagroso. Al hacerlo, encontró un hermoso paraguas plegable con floripondios almidonados rosas y amarillos. 



—Ha tenido suerte. El producto trae tres regalos como complemento.



En ese momento al cliente se le pusieron los ojos como dos lunas llenas brillantes como ellas solas en medio de una noche estrellada, separadas por la mitad por otra en cuarto menguante, o sea, su nariz.



—¿Cuáles?



—Unas boxilletas de caucho plateadas también para la lluvia, una reblainda de pura lana virgen para que no le cale ni una sola gota y el don de llamar la atención por donde quiera que pasee en esta época del año. Una ganga.



—¡Me los quedo! Precisamente esa es una de las opciones que venía buscando. ¿Cuánto vale?



El tendero bajó las lentes que descansaban sobre su cerebro, buscó el precio en la base y, sin abrir la boca, se lo mostró.



—De ganga nada, ¿no es un poco caro? No obstante, teniendo en cuenta los accesorios… —comentó Urbano al mismo tiempo que sacaba su cartera.



Antes de pagar, el buscador de milagros introdujo sus pies en las boxilletas de caucho plateadas para la lluvia y comprobó que le quedaban como un guante de seda. Ahora sí, ahora se sentía embelesado. Abonó la factura con su tarjeta Visa-Sentimientosencontrados y salió gozoso a la calle. Abrió su paraguas plegable con floripondios almidonados rosas y amarillos y vio que lo cubría por completo. Se enroscó la reblainda de pura lana virgen al cuello, del mismo modo que el cliente anterior se había enrollado el burundún de esparto a la cabeza y comenzó a caminar calle arriba. 



A partir de ahí, al ver que su presencia llamaba la atención de otras personas, la adrenalina le fue devolviendo la vida que le faltaba un rato antes, cuando no tenía un milagro que echarse a la boca. Eran las dieciséis horas y cuarenta minutos de un miércoles trece de agosto rebosante de sol de justicia. 



Suele haber demanda de fenómenos prodigiosos por parte de personas a las que se les queda corto el mayor milagro de todos: la venida de Cristo al mundo. Del mismo modo aparecen en escena quienes suplen estas necesidades con idioteces. Tanto en unos casos como en otros, la atención hacia ellos está asegurada. Si no me creen, pregunten, pregunten al señor Urbano. 



 



 



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