Cuando se cumplen 30 años del genocidio en Ruanda, historias como la de Emmanuel muestran que el camino de la gracia es posible aún en las circunstancias más difíciles. Un artículo de David Bea.
Ruanda, el país de las mil colinas, tierra pequeña y hermosa, y el lugar en el que, entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994, se cometió uno de los genocidios más planificados, efectivos y sanguinarios de la historia reciente.
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Este año se conmemora el 30 aniversario de este genocidio en el que casi un millón de personas fueron asesinadas a machetazos, mientras el mundo occidental miraba hacia el otro lado. Cuando las cifras clamaban al cielo, y el país entero se atascó de cadáveres, entonces algunos reaccionaron, pero ya era demasiado tarde.
La historia duele, pero cuando le pones rostro y nombre, entonces te estremece. Los supervivientes de aquel atroz acontecimiento intentan adaptarse a una supuesta normalidad, mientras tienen que convivir con sus heridas, físicas y emocionales. Emmanuel es uno de ellos. Pero su historia es una historia de sanidad a través de sus heridas.
Llegué a Ruanda sabiendo que pisaba tierra sagrada, y sabiendo que, cualquier persona con más de 30 años, había vivido ese infierno. El plan consistía en viajar a varias ciudades del distrito de Karongi, en la frontera con el Congo, para visitar algunas iglesias donde la misión de Compassion estaba trabajando con los niños y sus familias. Cuando el genocidio terminó, los Hutus que cometieron los hechos se refugiaron en el Congo, donde se rearmaron de nuevo y plantaron una base de acción desde la cual ir haciendo incursiones a Ruanda para, según ellos, “terminar el plan de aplastar a las cucarachas Tutsis”.
[destacate]Los supervivientes de aquel atroz acontecimiento tienen que convivir con sus heridas, físicas y emocionales[/destacate]Visitaba esta zona porque se llevó a cabo un proyecto de intervención de higiene y salud que cambió la vida de miles de personas y quería ser testigo de los cambios: ahora ya no enfermaban de infecciones que a veces provocaban la pérdida de miembros de su cuerpo, ni los niños fallecían al contraer enfermedades a causa de la falta de higiene. Era un lugar transformado por la Gracia a través del cuidado de la dignidad de las personas.
Mi compañero Emmanuel, parte del equipo de Compassion Ruanda, me acompañaba a cada iglesia, proyecto y hogar. De alguna manera, la forma de actuar de Emmanuel me afectaba por su manera de tratar a las mamás, de jugar con los niños y de acariciar sus pequeñas cabezas; sus gestos apacibles, su mirada insondable, como si guardara algún tipo de misterio, y por su forma de hablar, pausada y sensible. Entablamos una amistad profunda, basada en la fe, nuestra pasión por los niños más vulnerables y la acción inmediata. No dejábamos de involucrarnos en cualquier actividad que surgiera en el momento con los más pequeños y sus familias, o con el equipo de cada iglesia visitada.
El día antes de marcharme de este lugar, al otro lado del país, alguien del equipo me dijo: —Emmanuel es un héroe, ¿conoces su historia? —. No, aunque no me extraña, porque es alguien especial —respondí yo. Esa mañana hablé con Emmanuel, y quedamos que esa misma noche compartiría su historia conmigo, sin saber que estaba a las puertas de ser sacudido por una tormenta emocional inesperada. Pasado el día, y sentados a la mesa en un rincón de una terraza al aire libre, a media luz, Emmanuel me dijo que me contaría su experiencia en Kinyruanda, su lengua materna, para poder expresarse con libertad. Un compañero me lo traduciría.
Emmanuel nació y se crio en la frontera con el Congo, en la zona donde estuvimos viajando esos días. Cuando se desató el genocidio, solo era un niño, y vio despedazar, torturar y asesinar a parte de su familia, amigos, compañeros y vecinos. Huyó del lugar como pudo y se refugió en los lugares más horribles: fosas sépticas, sótanos, zonas boscosas… hasta que finalizó la matanza. Las calles, los hospitales, los ríos, las escuelas: todo el país se había convertido en una inmensa fosa común de cadáveres mutilados, sin distinción de edad ni de sexo, solo por ser Tutsis, la otra clase social del país, los perseguidos.
Con un trauma inconcebible presente en su cuerpo, mente y espíritu, Emmanuel volvió a su tierra natal, mientras el país trataba de comenzar una reconstrucción desde sus cimientos ensangrentados. Allí, siendo ya adolescente, comenzó a estudiar en la Escuela Secundaria Nyange, donde se juntaron un curioso grupo de jovencitos Tutsis (las víctimas) y Hutus (los verdugos), aunque algunos de ellos no participaron del genocidio e incluso fueron también asesinados por su oposición a la matanza. Eran llamados Hutus moderados y trataban de sobrevivir a la locura que habían experimentado.
[destacate]Emmanuel y Theodette empezaron a levantarse temprano para orar por sanidad y unidad[/destacate]Emmanuel conoció a Theodette, una adolescente traumatizada con la que compartía su fe y sus principios cristianos. Juntos, empezaron a levantarse temprano para orar por sanidad y unidad, tanto personal, como para la gente de su país. Esto generó en un movimiento en el que decenas de estudiantes empezaron a sumarse: se levantaban de madrugada a orar y clamar, con un espíritu cada vez más firme y decidido. Este mover estudiantil de adolescentes llegó a oídos del director, que, impresionado, proclamó este tiempo de oración como una actividad propia de la escuela.
Cuando el nuevo gobierno del país se enteró de este mover espiritual, con el desafío casi imposible de lograr esa unión del pueblo ruandés, promovió el movimiento de oración como un acto nacional. ¡En un tiempo breve, un grupo de jovencitos destrozados por el dolor se convirtió en una fuerza nacional de unidad a través de la oración! Emmanuel y Theodette se convirtieron en el nexo de unión entre estudiantes de diferentes clases sociales, y su fe era el motor que los impulsaba con esperanza.
A medida que pasaba el tiempo, los genocidas escondidos en el Congo continuaban haciendo incursiones en Ruanda para seguir con la tarea de exterminar a sus vecinos Tutsis, cometiendo atrocidades y volviendo a esconderse, sin dejar que la paz se pudiera instalar de forma definitiva en el país. Así fue como, un 18 de marzo de 1997, los rebeldes irrumpieron en un aula de la Escuela Secundaria Nyange, donde los estudiantes acababan de terminar los deberes y las oraciones de la noche, y les dijeron que se separaran en Hutus y Tutsis. Los estudiantes se negaron, diciendo: «aquí, todos nosotros, somos ruandeses». Los rebeldes dispararon y lanzaron granadas: seis estudiantes perdieron la vida y veinte resultaron heridos en lugar de traicionar a sus amigos y compañeros de clase. Tanto Emmanuel, como Theodette, líderes del movimiento, sobrevivieron al ataque, pero él quedó gravemente herido y ella perdió una pierna.
Emmanuel sobrevivió dos veces a una tragedia difícil de comprender. Su fe lo salvó de la ira, el rencor y la venganza. Lo vivido dejó su corazón herido y su espíritu quebrantado, pero decidió seguir adelante con su vida. Terminó su carrera, se casó y tuvo tres hijos. Un día, ya adulto, pensó que quería devolver la Gracia recibida y formar parte de la recuperación de su país, así que dejó su trabajo y empezó a servir en la misión de Compassion con las nuevas generaciones, y salvando niños de la pobreza en el Nombre de Jesús, a través de la unidad, la sanidad de las heridas y la esperanza en Dios.
Cuando Emmanuel terminó de contarme su historia, quedamos en silencio. Su experiencia solo afirmó lo que yo ya había visto y vivido con él. Le salía la Gracia por los poros, y su espíritu era tan cercano a Jesús que solo alguien que ha sufrido tanto, pero que había visto la mano de Dios de forma tan palpable y real, podía transmitir. Nos dimos un fuerte abrazo y nos despedimos.
Al día siguiente estaba yo en Kigali, visitando el museo del Genocidio, un lugar de recuerdo, conmemoración y honra a las víctimas, así como recordatorio para no olvidar lo ocurrido y que no se repita. Pude conocer, a través de grandes pantallas con imágenes y texto, así como con un audio específico de cada panel expuesto, la historia del antes, el durante y el después del genocidio. Al llegar al tiempo después de la matanza y a la época posterior de reconstrucción, una imagen grande se presentó delante de mis ojos, impactándome profundamente: era la escuela de Emmanuel, la clase donde fueron abatidos sus compañeros y él mismo, junto a su amiga, y el impacto de sus actitudes y palabras: «Aquí todos somos ruandeses, hijos de Dios, todos iguales». La imagen de Theodette ilustraba la historia. Y el nombre de Emmanuel estaba escrito junto al de su amiga.
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Así que era cierto: Emmanuel era un héroe nacional. Y todo un ejemplo para nosotros: un jovencito que sufrió lo indecible, que vivió dos tragedias, que perdió de la forma más atroz a sus seres más queridos, y que, gracias a su fe en el Dios vivo, levantó un movimiento de oración que conmovió a su pueblo, y formó parte de la reconstrucción del país con su creencia en la unidad que sólo podía venir del mismo espíritu de Cristo: “Todos somos iguales ante Dios”.
Emmanuel sigue siendo un héroe. Ahora se dedica a cuidar, guiar y cubrir a los niños más desvalidos e indefensos de su país, a través de la misión de Compassion, en el Nombre de Jesús, aquel que lo rescató a él. Aquel en cuyo Nombre todo es posible. Emmanuel, Dios con nosotros, siempre con nosotros, en cualquier circunstancia y lugar.
David Bea es pastor en la iglesia Betesda en Córdoba (España) y Coordinador de Compassion España. Fotografías por Israel Redondo.
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