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Ligero de equipaje

Como cristianos estamos en camino y siempre en movimiento. Nuestra meta es el cielo y nuestra vida se compara en la Biblia con un peregrinaje.

TEOLOGíA AUTOR 875/Jose_Hutter 21 DE FEBRERO DE 2024 10:00 h
Imagen de [link]Levi Kyiv[/link] en Unsplash.

En varias ocasiones he escuchado la frase: «Cuatro veces mudado es como una vez quemado». La esencia de este refrán es clara porque si cambias de residencia en cuatro ocasiones, es como si tu vivienda hubiera sufrido un incendio con todas tus posesiones dentro.



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En cada mudanza el daño de enseres rotos, tirados y regalados es impresionante. Hablo por propia experiencia porque he cumplido el cupo con creces: ocho mudanzas en tres países han dejado sus huellas en mi vida. De las cosas que poseía antes de mi primera mudanza no ha quedado nada, salvo mi primera Biblia, una docena de libros y alguna que otra foto.



Cuando nos mudamos a Alemania en medio de la pandemia en agosto del 2020, tuvimos que reducir nuestras pertenencias repartidas por las cuatro plantas de una casa amplia, de tal manera que el resto cupiese en un apartamento de apenas 70 metros. No voy a entrar en detalles, solo quiero mencionar lo que era la parte más dolorosa para mí: tenía que separarme de una buena parte de mis libros.



Había tres pensamientos que me sirvieron de consuelo:



En primer lugar, llegué a la conclusión que la mayoría de mis libros solo sirvieron para atrapar polvo.



En segundo lugar, muchos de los libros que estaba usando ahora están disponibles en forma digital, muchos de ellos gratis.



Y en tercer lugar, quedó patente una verdad ineludible: ya que el número de años que me queda aquí en el planeta tierra se reduce diariamente, ningún libro de los míos me va a acompañar a mis moradas eternas y es dudoso que mis herederos compartan mis gustos literarios.



En fin, es más fácil viajar ligero de equipaje.



Este es el consejo de cualquier persona que tiene que pasar una parte de su vida viajando, porque la mayoría de las cosas que llevamos en nuestras maletas no nos hacen falta. Una persona que evita complicarse la vida con cosas que aportan poco o nada puede centrarse en lo que realmente le hace falta. Esto se aplica particularmente a viajes en avión. Las compañías de bajo coste desempeñan una labor educativa excelente en este sentido.



Pablo seguramente también viajaba ligero de equipaje y de preocupaciones. Al final de su vida empleaba en su carta de despedida el ejemplo del soldado que no pierde su tiempo con cuestiones secundarias y cosas que le impiden dedicarse a lo suyo (2 Timoteo 2:4).



Pero la metáfora más clásica para describir la vida cristiana en términos generales es la del peregrino. En España aún se sabe algo del tema, sobre todo aquellos que viven cerca de un lugar de peregrinaje católico.



Un peregrino es una persona que emprende un viaje para llegar a un santuario. En el Antiguo Testamento esto era el templo en Jerusalén. En el Nuevo Testamento es el santuario en la Jerusalén celestial.



Como cristianos estamos en camino y siempre en movimiento. Nuestra meta es el cielo y nuestra vida se compara en la Biblia con un peregrinaje.



Nadie en la literatura protestante describió esta verdad mejor que John Bunyan en su obra maestra que lleva precisamente el título: “El peregrino”.



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Infelizmente, la idea de ver la vida cristiana como “peregrinaje” ha caído en desuso en nuestros tiempos. Será, entre otras razones, porque definir la vida cristiana desde su meta no se lleva muy bien con nuestra tendencia de querer echar raíces en este mundo. Cuántas veces no hemos escuchado esta frase que convierte la vida cristiana en una caricatura fea: “Algunos piensan tanto en el cielo que no sirven para la tierra.”



Como tantas opiniones populares, también esta es falsa. Lo contrario es verdad: los que más piensan en el cielo, son los más valen para esta tierra. Son los que quieren convertir esta tierra en un “paraíso” precisamente aquellos que la están destruyendo. 2000 años de historia de la iglesia y un par de siglos de socialismo lo avalan. Si estudiamos la historia nos damos cuenta de una cosa: los logros más importantes para la humanidad se consiguieron por personas que eran muy conscientes de la fragilidad de su vida, pero que al mismo tiempo no temieron la muerte. Su seguridad ante la vida y ante la muerte era el resultado de que sabían dos cosas: Primero, que su futuro estaba asegurado en el más allá y segundo, que podrían lograr cosas en este planeta que dejarían sus huellas en generaciones futuras.



Ese tipo de personas que no temen a nadie, ni a nada -salvo a Dios- son hechas de una madera especial: cambian el mundo porque se pueden permitir el lujo de pensar por sí mismos y no claudican ante los enterradores de la cultura y de la fe. Tienen su mirada fijada en lo que viene y esto les capacita a sufrir las calamidades del camino sin quejarse o tener miedo.



La base teológica de su mentalidad de peregrinos radica en versículos que todos conocemos, pero pocos practicamos.



Voy a resumirlo de forma sencilla:



Nuestra patria está en el cielo (Filipenses 3:20). Por lo tanto, poco me importa qué pasaporte llevo en el bolsillo. Todos los que van conmigo en el viaje al cielo son mis compatriotas y bienvenidos a acompañarme, independientemente del color de su piel, su escatología, su idioma, su cultura y su presidente de gobierno.



Somos extranjeros en este mundo (Hebreos 11:8-16). Hace años se hizo muy popular la frase: “Todos somos extranjeros en casi cualquier sitio de este mundo”. El cristiano precisa: todos somos extranjeros en todos los sitios de este mundo. Un peregrino reconoce solo una bandera: la de la cruz. Una patria: la del cielo. Un Señor: Cristo. Los programas de partidos, las ideologías, la división en derechas e izquierdas ya no nos define y suena obsoleta y ridícula para el peregrino. Este mundo no es nuestro hogar, pero no nos es indiferente este mundo.



Somos embajadores de nuestra patria celestial (2 Corintios 5:20). No representamos un país terrenal. Representamos el Reino de Dios y somos sus embajadores. No dependemos de las migajas que nos caen de la mesa de ningún estado, sino del cuidado de nuestro Señor. Esta función la desempeñamos con orgullo y dedicación. Somos embajadores, no agentes secretos.



En nuestra forma de vivir tienen que reflejarse estas verdades. Y esto significa: tenemos que viajar ligeros de bagaje.



Pero hay otra cosa que nos recuerda continuamente de nuestro estado de peregrino: la tendencia de nuestro cuerpo a desgastarse. A pesar de todos los gimnasios, productos de belleza y Photoshop, queda una verdad innegable: nuestros cuerpos aquí se desgastan porque no son pensados para uso eterno (2 Pedro 1:13).



Luego, tampoco se debe olvidar una cosa: un peregrinaje es una aventura. Si al principio Bilbo Bolsón, en El Hobbit, rehuía la aventura porque alteraba el equilibrio de su rutinario modo de vida en la Comarca, más tarde contó su extraordinario viaje con entusiasmo.



Los cristianos experimentamos un viaje algo distinto. Pero no deja de ser un viaje igual de emocionante, plagado de historias de valor y peligro. La vida cristiana tiene algo de apasionante. A cada paso nos esperan nuevos destellos de la provisión, la intervención y el rescate de Dios. No tenemos ni idea de lo que nos deparará el día, pero podemos estar seguros de que nada sucede sin que nuestro Padre celestial permite que suceda. Estamos llamados a seguir a nuestro Maestro dondequiera que nos guíe, en verdes praderas, junto a aguas tranquilas, así como en presencia de enemigos y en un valle de sombra y muerte.



Es maravilloso ser cristiano, y estar de viaje. Sí, es algo magnífico, es una aventura emocionante a cada segundo del camino.



Y finalmente no hay que olvidar que un aspecto importante de la peregrinación es la meta. El viaje tiene un destino. Los cristianos sabemos quiénes somos y adónde vamos.



Parece una paradoja: buscamos lo que no se ve (2 Cor. 4:18). Los peregrinos cristianos mantenemos una disciplina firme y decidida de mirar hacia delante. Lo que está delante llena nuestra visión y nos mantiene expectantes.



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C.S. Lewis escribe esta verdad al final del último tomo de “Las crónicas de Narnia”, cuando el león Aslan explica a los niños:



“Las clases han terminado: han comenzado las vacaciones. El sueño ha concluido: esta es la mañana”.



“Y en tanto Él hablaba, ya no les parecía un león; mas las cosas que comenzaron a suceder de ahí en adelante fueron tan grandiosas y bellas que no puedo escribirlas. Y para nosotros este es el final de todas las historias, y podemos decir con toda verdad que ellos vivieron felices para siempre. Pero para ellos era solo el comienzo de la historia real. Toda su vida en este mundo y todas sus aventuras en Narnia habían sido nada más que la tapa y el título: ahora, por fin, estaban comenzando el Capítulo Primero de la Gran Historia, que nadie en la tierra ha leído; que nunca se acaba; en la cual cada capítulo es mejor que el anterior”.1



 



Notas



1 C.S. Lewis: Las crónicas de Narnia, tomo VII, editorial Destino, p.81


 

 


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