En cuanto a los que sufren pérdidas que desde el punto de vista humano son irreparables, no nos conviene ir por delante de Dios sino ir a su paso.
Yendo de camino hacia una ciudad llamada Naín, el Señor iba con sus discípulos. Entonces se encontró con un modestísimo cortejo fúnebre que llevaban a enterrar a un joven, “hijo único de su madre, que era viuda” (Lc.7.11-17)
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La escena debió ser por demás, tristísima: Dolor, llantos, lamentos desconsolados… Y la madre, viuda, apegada al féretro en un deseo desesperado por permanecer al lado del cuerpo de su amado hijo. El Señor sabía todo cuanto a la mujer se le había venido encima: No solo había perdido al marido sino que ahora también había perdido ¡su único hijo! No era solo el dolor por la doble pérdida; ahora ella había quedado totalmente vulnerable ante una sociedad que no se parecía en nada a esta del “estado del bienestar” que conocemos en algunos países de occidente. Lo único que le quedaba era vivir el resto de sus días con su incurable e inconsolable dolor, dependiendo de la caridad de familiares y vecinos; gentes sencillas y con pocas posibilidades. No en vano en la Biblia aparecen la viuda y los huérfanos -junto con los extranjeros y los pobres- como los miembros más débiles y vulnerables de la sociedad y de los cuales el pueblo había de cuidar, so pena de incurrir en el enfado del Dios de Israel (Is.1.17). Pero en esas especiales y duras circunstancias apareció Jesús de Nazaret que, ante cualquier necesidad que se le presentaba la compasión siempre precedía a la acción: “Cuando Jesús la vio, se compadeció de ella”. Nosotros, solo ocasionalmente manifestamos compasión, pero en Jesús era una constante manifestación de la forma de ser de Dios ante el necesitado; fuese por enfermedad, por estar en un estado de esclavitud, del carácter que fuera, o por padecer hambre.
Luego, siempre me impresionaron estas palabras de Jesús a la viuda: “No llores”. Y la verdad, ¡cuánto nos gustaría a muchos de nosotros, poder decir lo mismo a la gente que sufre: “No llores”! Pero si nosotros hiciéramos eso mismo cuando vemos a alguien que está sufriendo una pérdida irreparable seríamos unos insensibles, presuntuosos y faltos de misericordia; a menos que estuviéramos en condiciones de solucionar su problema. Lo cual sería otra cosa. Pero en el caso de un fallecimiento, o de una enfermedad grave, incurable, ¿acaso nosotros podemos solucionar el dolor del sufriente, devolviéndole su pérdida, o devolviéndole el gozo de la salud física a quien no tiene esperanzas de curación?
Sin embargo, hay quienes desde “su fe” -no desde la fe bíblica- se atreven a decirles a los sufrientes: “¡No llores!”. Lo hemos visto con cierta frecuencia. Hace ya casi cuarenta años, nos acercamos a la casa de una chica recién convertida a Cristo por haber fallecido su padre. Cuando llegamos pudimos apreciar el dolor de la esposa, viuda y de toda la familia, la chica nos recibió con lágrimas. Después de un rato ella comenzó a llorar desconsoladamente. De pronto una mujer, esposa de un pastor que estaban de paso por la ciudad, se le acercó y le dijo: “No llores. El Señor sabe porqué se ha llevado a tu papá. Él es más sabio que nosotros…” Ya sabemos de ese “bla, bla, bla…” que se suele usar de forma inapropiada en casos semejantes. Entonces mi esposa que de por sí es tímida, se adelantó y abrazando a la joven, le dijo: “Llora todo cuanto quieras. Eso será bueno para ti…” Así la chica descargó todo su dolor a través de sus lágrimas y sobre la persona que la abrazaba.
Muchos no se dan cuenta de que con ese uso de la Palabra de Dios lo único que se consigue es lo contrario de lo que se pretende; y al final, resultamos ser como aquellos “consoladores molestos” que tratando de consolar al sufriente Job, lo que consiguieron es causarle un daño mayor (Job.16.2). No reparamos en que cuando el Señor le dijo a aquella viuda, “no llores”, él tenía la respuesta a su desconsolado dolor devolviéndole vivo a la viuda a su hijo:
“Y acercándose tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo: levántate. Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre” (Lc.7.13-15)
¡Qué impresión recibió aquel cortejo fúnebre con la madre y viuda a la cabeza! ¡Qué mezcla de asombro, miedo, gozo y alegría! El “no llores” de Jesús no eran palabras huecas, ni dichas por decirlas, ni pronunciadas como una especie de “abra-cadabra” esperando resultados positivos. No. Las palabras de Jesús eran poderosas como para volver a un muerto a la vida y, consecuentemente, desarraigar tanto dolor y secar de forma eficaz las lágrimas de aquella pobre madre y viuda (Lc.7.14-17).
Esto me hace recordar una amarga experiencia que tuve hace más de 40 años. Estando en plena y auténtica renovación espiritual se nos habló de un niño de 7 años que había sido desahuciado por los médicos, con un tumor en la cabeza, del tamaño de un puño… Fuimos a verle y me sentí guiado a orar y ayunar parcialmente por espacio de 21 días, por aquel niño (Dan.10.1-3). Durante ese tiempo y casi al principio, creí que el Señor me hablaba y que sanaría al niño de su tumor. Tenía tal seguridad que comuniqué a todos confesando que el niño sería sano al final de aquellos 21 días. La seguridad era tal que hubiera puesto, no la mano, sino mi cuerpo en el fuego. El tumor pareció remitir y los movimientos de aquel cuerpecito impedido comenzaron a dar muestras de recuperación. Sin embargo, llegó la fecha que yo había señalado y el niño no se sanó, sino que falleció.
Aquella fue una de las experiencias más amargas de mi vida; pero también fue una ocasión para aprender una lección que jamás olvidaré. Y también he de añadir que es precisamente por haber pasado por dicha experiencia que me opongo rotundamente a ese lenguaje que se usa comúnmente por el cual se “decreta” sanidad como el que tiene en su mano el poder que solo es atribuible al Dios de los cielos y la tierra. Y para mayor rechazo a dicho lenguaje, ver cómo aquellos que “decretan” sanidad no obtienen el resultado de lo “decretado”. Pero tampoco les preocupa el mal testimonio que resulta de todo ese proceder, y el dolor que debería producirles, no tanto por ellos y el haber fracasado sino el haber dejado al Evangelio en mal lugar. Ese es –o al menos, debería ser- el mayor dolor.
¡Claro que tenemos que orar por los enfermos! ¡Y lo hacemos! Y además tenemos algunos casos en los cuales hemos visto el poder de Dios obrando sanidad. Pero huimos de toda presunción, dejando que el Señor obre acorde con su voluntad, donde, como, cuando y en relación a quien Él quiera.
Por tanto, aparte de todo lo dicho y volviendo al tema del que sufre alguna pérdida irreparable, dado que nosotros no tenemos la respuesta inmediata a todo el dolor y sufrimiento que se nos presenta, lo mejor que podemos hacer es poner punto en boca, acompañar al doliente durante el tiempo que dura su sufrimiento, e incluso decirle: “Llora cuanto necesites; eso no es malo”; mientras ponemos nuestro hombro para que, si así lo desea, el que sufre, llore sobre él, y nosotros también llorar con él, según el consejo apostólico: “Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran” (Ro.12.15).
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No hay contradicción, pues, entre las palabras de Jesús “no llores” y las que nosotros decimos en situaciones parecidas: “llora cuanto necesites”. Porque, todo cuanto hizo Jesús de carácter milagroso, lo hizo de forma anticipada para que creyésemos que sus palabras no eran meras palabras, sino fieles, verdaderas y poderosas para cumplir todo lo que él ha prometido. De ahí que cuando leemos que Jesús alimentó a 5.000 personas, él quería mostrar que podía dar el verdadero “pan de vida”, el cual era él mismo que daría su vida por el mundo (J.6.35); cuando él sanó al ciego de nacimiento, estaba demostrando que él tenía poder de dar vida a los ciego espirituales (J.8.12; 9.1-12); y cuando él resucitó a Lázaro, él estaba anunciando anticipadamente que era “la resurrección y la vida” (J.11.38-44). Ese era uno de los propósitos de los milagros (J.20.30-31).
Pero en cuanto a los que sufren pérdidas que desde el punto de vista humano son irreparables, no nos conviene ir por delante de Dios sino ir a su paso. Entonces descubriremos que unas veces sucede de una manera, otras de otra; pero así evitaremos jugar a ser Dios y la posibilidad de que fracasemos estrepitosamente. Y en todo ese proceso de acompañamiento al que sufre, tiempo habrá de compartir, llegado el momento, aquellas promesas divinas que hablan de un nuevo “tiempo” en el cual todas las cosas serán restauradas. Entonces será el mismo Señor quien nos diga: “No llores”. Como está escrito:
“Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apc.21.1-6)
¡Amén!
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