No quedó parte alguna de los receptores del Espíritu Santo que no fuera llenada, tomada y controlada por el Espíritu.
Después de haber tratado algunos aspectos sobre el Espíritu Santo y su venida el día de Pentecostés, es necesario que tratemos los aspectos mencionados en el encabezado de esta V exposición, dado que el bautismo con el Espíritu Santo y la plenitud, aunque se relacionan entre sí, no son la misma cosa.
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En relación con el bautismo con el Espíritu Santo, ya dijimos que es sinónimo de recibir el Espíritu Santo y no un revestimiento de poder, solamente. Este tuvo lugar, pero como ya dijimos, también tuvo lugar la aplicación del Nuevo Pacto en las vidas de los 120 que esperaban el cumplimiento de “la promesa” (Hch.1.4.8). Pero también tuvo lugar el comienzo de la formación de la Iglesia, tal y cómo el Señor Jesús lo había anunciado previamente: “edificaré mi iglesia…” (Mt. 18.18). Ahora bien, dado que la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés se cuenta como un hecho histórico, fundamental en la Revelación de Dios, no hemos de esperar que dicho hecho tuviera que repetirse otra vez a lo largo de la Historia. El siguiente hecho esencial de la Revelación, será la Segunda Venida del Señor Jesucristo. El Espíritu Santo ya vino, y por lo tanto, está disponible. ¿Para qué o para quién, está disponible? Pues, para todos aquellos que cumplirían los requisitos anunciados por la predicación del Evangelio. Dichos requisitos eran y siguen siendo, “el arrepentimiento para con Dios y la fe en Jesucristo” expresados por medio del bautismo en agua (Hch.20.20-21). Así que, por medio del arrepentimiento y la fe se recibe “el perdón de los pecados” (Hch.2.38) y “somos justificados gratuitamente por su gracia” a la cual “también tenemos entrada por la fe…” en Jesucristo (Ro.3.23-24; 5.1-2).
Entonces, el arrepentimiento y la fe serían los requisitos para ser aceptados dentro del Nuevo Pacto. Sin embargo la obra no estaría completa en el creyente sin el cumplimiento de “la Promesa”; es decir, la recepción del Espíritu Santo. De ahí que el apóstol Pedro dijera, en primer lugar, “Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados…” Para añadir después: “Y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hch.2.38-39). Así que al arrepentimiento y la fe le sigue la recepción del Espíritu Santo por parte del creyente; y en la medida que recibe el Espíritu Santo, también es bautizado con el Espíritu, de acuerdo a la promesa. No son dos etapas diferentes, sino una. Cuando aceptamos y recibimos al Señor Jesús como Señor, Salvador y Maestro recibimos el perdón de pecados, somos justificados y recibimos “la promesa del Padre”. Es decir, el Espíritu Santo.
Eso fue lo que les ocurrió a los 3.000 que se convirtieron al Señor por la predicación del apóstol Pedro, el día de Pentecostés. (Hch.2.40-41). Y nada se dice de que experimentaran las mismas señales que los que ese mismo día fueron bautizados con el Espíritu Santo.
Por tanto, hay una parte que ha de ser cumplida por el creyente; pero hay otra parte que la cumple Dios. Si cumplimos los requisitos del arrepentimiento y la fe, Dios cumple con “su Promesa” de otorgar su Espíritu Santo, tal y cómo había prometido a través del profeta Ezequiel (Ezq.36.25-27). Y esto, sea que se dé de forma dramática en el creyente, o no. Las experiencias varían, pero el hecho de recibir al Espíritu Santo cuando se han cumplido los requisitos establecidos por Dios mismo en su Nuevo Pacto, es tan cierto en unos como en otros.
Sin embargo, antes de que sigamos más adelante conviene tener en cuenta que el arrepentimiento y la fe no se produjo en nosotros porque nosotros lo quisiéramos, sin que tuviera lugar una obra previa del mismo Espíritu Santo. Las Escrituras nos hablan clarísimamente de que tanto el arrepentimiento como la fe fueron producidos mediante una obra santificadora e iluminadora del Espíritu Santo, sin la cual ninguno hubiéramos podido producir ni cumplir las demandas divinas (Ver, 2ªTes.2.13-14; 1ªP.1.22-25). ¡Es Dios el que concede el “arrepentimiento para vida” (Hch.11.18). Pero una vez cumplidas, Dios cumple con su promesa de otorgarnos el Espíritu Santo. Este mismo orden es reconocido por el apóstol Pablo cuando, después de haber declarado: “Justificados, pues, por la fe tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo…” él añade: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro.5.5). O sea, ese mismo Espíritu que produjo en nosotros tal condición y disposición del corazón para el arrepentimiento y la fe, fue el que después se nos otorgó y recibimos como “la promesa del Padre”. Esta verdad sobre el orden aludido, la encontraremos a menudo en las enseñanzas del Nuevo Testamento. Especialmente por parte del Apóstol Pablo (Ver, también, Tito, 3.4-7). De ahí que en ese mismo contexto de la predicación del Evangelio, el apóstol escribiera a los creyentes efesios lo siguiente:
“En él, habiendo oído la palabra de verdad, el Evangelio de vuestra salvación y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Ef.1.12-14).
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Es decir, una vez que se había producido el arrepentimiento y la fe en los creyentes efesios, mediante la predicación del evangelio (Ver, Hch.19.8,10,18-20) recibieron el Espíritu Santo; y con esa recepción también fueron “bautizados con el Espíritu”, haciéndolos miembros del Nuevo Pacto, “teniendo entrada por un mismo Espíritu al Padre” para llegar a formar parte -al igual que nosotros, siglos después- “de la familia de Dios” (Ef.2.18-19).
Pero algo que ocurrió cuando los discípulos fueron “bautizados con el Espíritu Santo” –dice el texto- es que “todos fueron llenos del Espíritu Santo” (Hch.2.4). La idea es que no quedó parte alguna de los receptores del Espíritu Santo que no fuera llenada, tomada y controlada por el Espíritu. A eso también lo llamamos: “la plenitud del Espíritu Santo”. Entonces, no era cuestión solamente de que ellos hubieran recibido y “tuvieran al Espíritu”; sino que el Espíritu Santo les poseyó totalmente a ellos. A partir de ahí aquellos creyentes podían decir que tenían al Espíritu Santo el cual “estará con vosotros para siempre”, que dijo Jesús (J.14.16-17). Sin embargo, tampoco era cuestión de “ser bautizados con el Espíritu Santo” nuevamente para recibirlo otra vez. Sin embargo, la Biblia nos enseña que el “ser llenos con el Espíritu Santo” sí se puede repetir en varias ocasiones a lo largo de la vida y la experiencia cristiana. Así, pues, cuando los discípulos de Jesús enfrentaron una nueva etapa en la cual se daría la oposición de las autoridades religiosas, que acabaron posteriormente en la persecución de la Iglesia, ellos se pusieron delante del Señor y oraron solicitando que Él les concediera libertad y valentía para predicar su palabra sin atender a las amenazas recibidas y que a través de su poder el nombre de Jesús fuera exaltado. Entonces, el texto bíblico nos dice que “cuando hubieron orado, el lugar donde estaban congregados tembló, y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con libertad la palabra de Dios”(Hch.4.22-31). La conclusión es que el “bautismo del Espíritu Santo” ya lo habían recibido en Pentecostés y no necesitaban ser bautizados nuevamente. No se recibe el Espíritu Santo varias veces; pero el “ser llenos del Espíritu Santo” era una experiencia que podía repetirse, como vemos en el pasaje citado.
Evidentemente, el “viento recio” las “lenguas de fuego” y los idiomas hablados milagrosamente, como un todo, formaron parte de la inauguración de la nueva dispensación de la gracia y del Espíritu. De ahí que al igual que la encarnación del Verbo de Dios marcara un antes y un después en la historia de la Revelación divina -sin que se tenga que volver a repetir- la venida del Espíritu Santo marcó un hito en esa misma historia, sin que tenga que volver a repetirse. Por tanto, Pentecostés estuvo marcado también por una serie de señales por las cuales el pueblo de Dios sería testigo de la inauguración de la nueva era: El sonido como de “un viento recio… que llenó toda la casa” (Hch.2.2) haría referencia a la presencia del Espíritu Santo el cual es identificado como “viento” (J.20.22) en su acción misteriosa y desconocida, tanto en relación con la creación (Gén.1.2; Job, 32.6; 33.4) como en relación con la regeneración de los salvados por la gracia de Dios (J.3.3-5). Las “lenguas como de fuego repartidas, asentándose sobre cada uno de ellos…” hablarían a los presentes de la santidad de Dios. El fuego se hizo presente en la inauguración de cada etapa de la Revelación divina: 1) En relación con el pacto que Dios hizo con Abrahán (Gén.15.17); 2) En relación con el pacto mosaico representado en la inauguración del tabernáculo, primero, y luego del templo (Ex.40.34-38; 2ªCró.7.1-3); 3) En la era profética inaugurada por el profeta Elías (1ªR.18.37-39; 4) Y ahora, en la nueva dispensación de la gracia y del Espíritu. De esa manera, los discípulos allí reunidos pudieron entender que habían sido “bautizados con Espíritu Santo y fuego” (Lc.3.16). El fuego como figura, también nos recuerda la necesidad de “quemar” la escoria del corazón no regenerado, para producir un corazón “purificado”, tal y cómo anunció anticipadamente el profeta Ezequiel (Ezq.36-25-27).
Pero el día de Pentecostés también se dio el fenómeno de “hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hch.2.4). ¿Qué sentido podría tener ese milagro? Pues, ya vimos en una exposición anterior la importancia de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés en relación con la unidad producida, sin tener en cuenta las diferencias sexuales, la posición social, ni tampoco la edad (Ver, Hch.2.16-18). Así que el asunto de los idiomas hablados, sin conocerlos, algunos expositores con bastante acierto, sugieren que las lenguas/idiomas, que fueron causa de divisiones profundas entre los seres humanos ¡desde Babel hasta el día de hoy! Dios quiso mostrar con el milagro que el mensaje del Evangelio era un mensaje de paz, capaz de unir a los seres humanos divididos por causa de los idiomasi. El apóstol Pablo entendió bien estos sucesos, aún sin mencionarlos; pero su teología sobre la obra de Jesucristo en la cruz del Calvario, su resurrección y la venida del Espíritu Santo sobre los creyentes, no ofrece ninguna duda al respecto de los resultados a efectos de “crear un nuevo hombre, haciendo la paz” que también se le denomina “la familia de Dios” formada de“los unos (judíos) y los otros (gentiles) teniendo entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Ef.2.14-19). De ahí que la unidad de la iglesia como pueblo de Dios, es “la unidad del Espíritu”, representada por la metáfora del “cuerpo de Cristo” (Ef.4.3-4,12,16). Dicha unidad pasa por encima de todas las divisiones humanas, incluidos los idiomas usados muy a menudo como ocasión de división, como ya apuntamos. La conocidísima “declaración universal” del apóstol Pablo haría referencia a esto mismo (Gál.3.28).
Al llegar aquí, surgen otras preguntas relacionadas con otros pasajes donde se hace referencia a la venida del Espíritu Santo sobre algunos grupos de personas, como en la ciudad de Samaria (Hch.8.14-17); en la casa de Cornelio (Hch.10.44-48) y en relación con los discípulos de Juan el Bautista (Hechos 19.1-6). En relación con estos grupos se observa que al menos en dos de ellos, cuando el Espíritu Santo vino sobre ellos, “hablaban en lenguas y profetizaban”. Las preguntas que nos surge son las siguientes: ¿Cuál de todos estos pasajes debe ser la norma para todos los creyentes de todas las épocas? ¿Es Pentecostés, Samaria, los creyentes de la casa de Cornelio, o los discípulos de Juan el Bautista? ¿Es necesario que todos los creyentes hablen en nuevas lenguas cuando reciben a Cristo y al Espíritu Santo en su experiencia de conversión o después de esta? Preguntas que trataremos de responder en la próxima exposición.
Notas
i No hemos de pasar por alto que, en esas fiestas judías, Jerusalén era visitada por centenares de miles de judíos de otras naciones y que solo en el Hechos 2.8-11 estaba representadas unas veinte naciones.
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