Dios pudo hacerlo. Y lo hizo. Dios quebró la corteza, rasgó los cielos y se reveló a los hombres desvelando el misterio de Su personalidad.
La semana pasada escribí en Protestante Digital un artículo sobre el misterio de Dios. Esta semana escribo otro que trata de la revelación de ese misterio.
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Teófilo de Antioquía, que vivió en el siglo segundo de nuestra época y escribió varios libros en defensa de la fe cristiana, solía ilustrar la necesidad de la revelación diciendo que “los granos encerrados en una granada no pueden comunicar con los que se hallan fuera de la corteza”.
Admitiendo la granada como figura de la tierra, el hombre, representado por los granos, jamás hubiera podido romper la corteza que le separaba del cielo para descubrir, aunque sólo en parte, el misterio de Dios.
Pero Dios pudo hacerlo. Y lo hizo. Dios quebró la corteza, rasgó los cielos y se reveló a los hombres desvelando el misterio de Su personalidad.
Pablo llama a esto “el misterio de la piedad”. El gran misterio de la fe cristiana.
Añade Pablo que el misterio de Dios “se ha mantenido oculto desde los tiempos eternos”(Romano 16:25). “Misterio escondido desde los siglos en Dios, que creó todas las cosas” (Efesios 3:9).
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La primera promesa sobre la Revelación del misterio divino se produce inmediatamente después de la caída en pecado de Adán y Eva. La simiente de la mujer, Cristo, heriría a la simiente de la serpiente, el Diablo:
Génesis 3:15: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el calcañar”.
Mil años antes de que se produjera la revelación del misterio, Salomón la intuye, y su sola posibilidad le deja perplejo. Dice:
2º Crónicas 6:18: “¿Es verdad que Dios habitará con el hombre en la tierra? He aquí, los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener”.
Los años pasan. Los tiempos se hacen difíciles. El corazón del hombre se endurece. La indiferencia espiritual desanima a los hombres de Dios. Aún faltan setecientos años para la revelación total del misterio. Isaías lo desea ardientemente. Exclama:
Isaías 64:1: “¡Oh, si rompieses los cielos, y descendieras, y a tu presencia se escurriesen los montes!”.
Unos 520 años antes de aquella noche que según Unamuno fue nuestro día, en Belén, el profeta Hageo contempla la esplendorosa era mesiánica y vislumbra la gloria que llenaría la humildad del segundo templo:
Hageo 2:7: “Y haré temblar a todas las naciones, y vendrá el Deseado de todas las naciones; y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová de los ejércitos”.
En fin, la última página del Antiguo testamento se escribe unos 420 años antes de la encarnación del misterio en el vientre de la virgen María.
Los versículos finales profetizan sobre la aparición de Juan el Bautista, quien prepararía el camino al Señor. En este mismo capítulo, de sólo seis versículos Cristo es comparado al sol de justicia:
Malaquías 4:2: “Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada”.
El misterio revelado de Dios, Cristo, no es un invento del cristianismo. Es la culminación de un proceso divino elaborado para salvar al hombre de sus pecados, elevarlo por encima de su condición humana y capacitarlo para una vida superior en el más allá eterno.
Razón tenía Cristo al pedir a los judíos que escudriñaran las Escrituras, porque en ellas se encuentran los eslabones de esta cadena profética que va desde el paraíso al pesebre.
Juan 5:39: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí”.
Cuando el proceso profético llega a su final se produce el hecho histórico. ¡Estamos en presencia de un misterio: la revelación del misterio!
¡Tiembla el diablo! ¡Se conmueve el cosmos! ¡Se rompen los cielos! ¡Dios decide morar con el hombre en la tierra por un período de treinta y tres años! En el reloj de Dios ha sonado la hora de la Revelación. Pablo lo sintetiza en un texto breve:
Gálatas 4:4: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley”.
El Dios existente y coexistente del primer capítulo de San Juan se hace carne en la carne del hombre. Así lo explica el evangelista: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios... Y aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:1, 2 y 14).
El que era en el principio con Dios, el que era Dios, habitó entre nosotros. ¡He ahí el misterio! ¡Misterio profundo, insondable! El Dios personal del Antiguo Testamento se hace persona en el Nuevo para entrar en comunicación con las personas. Dios desciende a la tierra y permanece un tiempo con nosotros. El misterio de Dios quedó revelado en Cristo.
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