La nana más dulce

Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Isaías 9:6

[ads_google]div-gpt-ad-1623832500134-0[/ads_google]La calle emanaba vida. Una vida ajetreada y jubilosa. Una vida iluminada por luces artificiales.

Era tarde y el aire frío se dejaba sentir con más vehemencia al ser mecido por el viento del norte.

Acurrucada bajo el abrigo atravieso con premura la larga avenida chispeante y plagada de sonidos navideños.

Una procesión de bolsas multicolores transportadas de aquí para allá declaran con frivolidad que las compras hacen que la navidad sea más luminosa.

Los adultos; casi ninguno acompañado por niños, se aventuran a entrar en las atestadas tiendas, apretados unos contra otros, combatiendo a empujones para poder adquirir aquello tan ansiosamente buscado.

Observando ese enjambre de gente impetuosa, siento deseos de poner en pausa todo aquello y huir.

¿Qué hago aquí? Me pregunto mientras miro la aglomeración.

Aligero el paso hasta que el gentío y el bullicio quedan muy atrás. El silencio se hace cómplice de la noche y por fin encuentro la deseada calma mientras mis pasos se hacen más pausados y la respiración mucho más calmada.

Experimento bajo las estrellas una extraña sensación de feliz serenidad. Pienso en Dios dentro de ese cuerpecito recién nacido. ¡Qué sobrecogedora imagen!

Un Dios que transformó lo trivial en sublime, maravilloso. Un Dios al que se homenajea y nada tiene que ver con el consumismo y el espectáculo en en que se ha convertido su supuesto recuerdo.

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Desde el umbral de mi presente quiero apartarme de la algarabía, mostrar en mí la huella de quien abandonando su trono de gloria nos dio la oportunidad de ser redimidos.

No quiero recordar a ese niño desde donde otros lo miran, correría el riesgo de verlo como otros lo ven. Quiero descubrirlo a través de las aristas más humildes de mi corazón, percibir a ese Dios nacido pobre que nos regala la oportunidad de ser ricos en Él.

No quiero verlo como todos lo ven, deseo sentarme junto a un imaginario pesebre y mecerlo entre mis brazos cantando la más dulce de las nanas, para mi Jesús, Dios encarnado, Mesías prometido.