La codicia dentro del pueblo de Dios podría estar tan presente, que nos asombraríamos nosotros mismos de lo poco que conocemos nuestro propio corazón.
Cuando pensamos en la codicia generalmente la relacionamos con las riquezas, el sexo o el poder, pero casi nunca la relacionamos con lo espiritual. Sin embargo, la codicia espiritual se suele dar con bastante frecuencia en el contexto religioso y cristiano.
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Todo puede comenzar con un sano deseo de “querer más del Señor”. Esto se podría traducir en el terreno de la experiencia, por ejemplo, en relación con el deseo de tener experiencias personales como el tener sueños, visiones, dones proféticos y de sanidad. Todas esas cosas son bíblicas y buenas, pero no nos corresponde a nosotros producirlas, dispensarlas, ni tampoco hacernos con ellas a discreción. La codicia espiritual en relación con estas cosas podría producir plagios de aquello que es verdadero. La codicia espiritual también puede darse en el desear un mayor crecimiento numérico de la iglesia; sin embargo, olvidamos que “el crecimiento –todo crecimiento- lo da Dios” (1ªCo.3.7) y ante la soberanía de Dios solo vale ser humildes y una completa dependencia de Él. Nada que ver con la codicia. La codicia espiritual también podría relacionarse con desear tener un ministerio relevante. Ese tipo de apetencia por un ministerio de tal naturaleza, no está exento del deseo de mandar y dirigir a otros. En el Antiguo Testamento tenemos el caso de Coré y un grupo que se juntó con él. Ellos también apetecían (codiciaron) ser como Moisés y Aarón. Era pura codicia por el cargo lo que tenían y pagaron muy cara sus pretensiones (Nú.16.1-14). En el Nuevo Testamento tenemos el caso de uno llamado Diótrefes. El apóstol Juan escribió de él:
“el cual le gusta tener el primer lugar entre ellos y no nos recibe (…) y no contento con estas cosas, no recibe a los hermanos, y a los que quieren recibirlos se lo prohíbe, y los expulsa de la iglesia” (3ªJ.9-10).
En el llamado pueblo de Dios hay muchos “Diótrefes” que les gusta tener “el primer lugar” en los grupos que presiden y que llegan a abusar de sus miembros y convertir los grupos en verdaderas “sectas peudo-evangélicas”. Si se hiciera un estudio de estos personajes, se vería que desde siempre tuvieron apetencia por “ser alguien” y cuando se les presentó la oportunidad de serlo, no la desaprovecharon.
Hay otro tipo de codicia y es el desear tener conocimientos “profundos” de la Palabra, cuando lo que ya sabemos no nos satisface, aun sabiendo que estamos bien lejos de haber alcanzado la madurez que nos proporcionaría la obediencia que el Señor nos propone en esa palabra que conocemos, o que supuestamente conocemos.
La codicia dentro del pueblo de Dios podría estar tan presente, que nos asombraríamos nosotros mismos de lo poco que conocemos nuestro propio corazón. A veces el engaño puede llevarnos a tal ceguera, que aun podríamos creer que estamos en el camino correcto y actuar como aquel Balaham antiguo, que “por lucro cayó en el error” (Judas,11; 2ªP.2.14-16); o como Simón el mago, de Hechos 8, que codició el poder espiritual y lo procuró con dinero, para seguir teniendo el control sobre las almas incautas.
Cuando se es joven en la vida cristiana y en el ministerio, esto puede sonar raro, porque a veces no se distingue la codicia de lo que es “desear más del Señor”. Porque claro, ¿quién no desea más del Señor y de sus cosas? Pero de lo que hablamos aquí no es de no desear más del Señor y de sus cosas. Sin duda el caudal de bendiciones con las cuales él nos ha bendecido, ¡ya, y anticipadamente! es más grande de lo que nosotros podemos comprender (Ef.1.3; 1ªCo.1.4-5; 2ªP.1.4). Sin embargo, para poder ir entrando en todo eso, hay que reconocer algunas cosas:
a) Que Dios tiene su tiempo para cada cosa, y cada cosa de acuerdo a su voluntad. Por ejemplo, en cuanto a los dones espirituales y los ministerios a ejercer en la Iglesia, la Escritura dice: “Mas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno conforme a su voluntad” (1ªCo.12.4-11). Y en cuanto al lugar que cada debe ocupar en la Iglesia, la Escritura es clara: “Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo como él quiso” (1ªCo.12.18). Entonces, no nos corresponde a nosotros interferir en los planes divinos, sino aceptarlos humildemente, una vez que hemos discernido la voluntad de Dios para nosotros. Y eso, casi siempre con la ayuda de otros en el contexto de la comunidad cristiana.
b) Que nosotros tenemos nuestras limitaciones, de las cuales es bueno que seamos conscientes (Ro.12.3). Aparte de lo dicho más arriba, se hace necesario comprender nuestras propias limitaciones, para no ir más allá de aquello que se nos ha concedido; pero tampoco limitarnos a nosotros mismos, ya que sufriríamos de esa manera, gran pérdida.
c) Que el proceso de crecimiento hasta alcanzar la madurez, tiene que ir forzosamente acompañado de disciplina (2ªP.1.5-8). Por tanto suele ser muy trabajoso; y en muchos casos, ¡hasta doloroso! Ese proceso con sus subprocesos a veces nos parece a nosotros que es demasiado largo, nos impacientamos y tendemos a sortearlo para evitar la ansiedad que nos produce la necesaria perseverancia y la paciencia en la espera. Pero si lo reconocemos y lo aceptamos, a la postre dará los mejores frutos (He.12.11).
En la vida cristiana no hay atajos.
En la vida cristiana no hay atajos y con la codicia podríamos estar tratando de conseguir, por la vía rápida, lo que no nos ha sido dado por resolución divina, bien porque no sea todavía el tiempo, o porque no nos corresponde a nosotros, de ninguna manera, aquello que pretendemos. En la vida cristiana toda codicia es mala, sin importar si lo que se codicia es bueno o es malo. Es por eso que la codicia, como todo pecado ha de ser tratada a la luz de la cruz de Cristo. Pero la cruz, aplicada a la vida cristiana no es nada fácil, en vista de que nos habla de muerte a nuestras apetencias carnales ¡incluidas aquellas relacionadas también con la codicia espiritual!; codicia que a veces podemos confundir con deseos lícitos que debemos llevar a cabo, sí o sí. Pero éste humilde escribiente, recordando los años pasados, sabe que no hay otro camino que el de la cruz de Cristo. Que no hay “atajos” para conseguir lo que Dios ha determinado para nosotros. Y es con tristeza que escribo esto, porque algunos de aquellos que, deslumbrados por lo que les parecía que era “su ministerio”, “su lugar” en la iglesia; “una verdad maravillosa”, “un mover del Espíritu”, “un énfasis perdido y ahora recuperado”, “una nueva unción del Espíritu”, “un don espiritual maravilloso”, etc. etc., han quedado postrados en el camino o han apostatado de la verdadera fe. La historia de algunos, de los cuales escribió el apóstol Pablo, siempre se vuelve a repetir (1ªTi.1.20; 6.20-21; 2ªTi.2.17-18).
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Porque la codicia espiritual no siempre está relacionada con lo que es falso; muy a menudo se relaciona con lo que es verdadero, pero que no nos es dado a nosotros en la forma, en el tiempo, en el lugar y en la medida que nosotros habíamos apetecido. Porque el deseo que nosotros habíamos estimado correcto, no era sino codicia espiritual.
Por eso es bueno tomar ejemplo de las lecciones que nos da la Sagrada Escritura (1ªCo.10.6, 11; Ro.15.4) así como de la vida misma. Dichas lecciones difícilmente se olvidan.
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