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Sexo y espiritualidad en Marvin Gaye

La compleja figura de este gigante del soul nos sigue dejando perplejos. La religión de Gaye nos llena de preguntas.

MARTES AUTOR 97/Jose_de_Segovia 03 DE OCTUBRE DE 2023 09:00 h
Al final de su vida Marvin no hace más que leer Apocalipsis y ver pornografía.

Hace ahora medio siglo del disco que cambió la música negra. A partir del Let´s Get It On (1973) de Marvin Gaye nada volvió a ser igual. La extraña combinación de espiritualidad cristiana con la exaltación del sexo libre que encontramos en esta leyenda de la Motown nos sigue confundiendo todavía hoy. A partir de él encontramos esa misma combinación en Prince y tantos raperos o estrellas del “hiphop”, que mezclan el lenguaje soez con expresiones de alabanza. Desde su trágica muerte en 1984, disparado por su padre –un predicador apartado de una extraña iglesia–, la compleja figura de este gigante del soul nos sigue dejando perplejos. ¿Cómo se puede unir la devoción a la promiscuidad, orar antes de tomar drogas o leer la Biblia y vivir sin límite alguno? La religión de Gaye nos llena de preguntas…



Durante siglos, la iglesia es el único lugar donde la población afroamericana ha podido desarrollar su propia cultura. La música ocupa un lugar especial en su culto. Y el predicador es la persona que más influencia tiene en la comunidad. No es extraño, por lo tanto, que la mayorí­a de los músicos negros tengan relación con la iglesia. Incluso aquellos que la abandonan, han sido criados en ella, o pueden ser hijos de predicadores, como Marvin Gaye o Sam Cooke.



El abuelo y el padre de Gaye eran pastores evangélicos, uno bautista y otro pentecostal. Su familia pertenecí­a a una pequeña denominación que se llama La Casa de Dios. Forma parte de la tradición de santidad, de la que nace el pentecostalismo clásico, pero tiene algunas peculiaridades extrañas. Fundada en 1918 por R. A. R. Johnson, tiene la particularidad de combinar los dones del Espí­ritu –como la sanidad o las lenguas–, con ciertas prácticas de origen judí­o como la Pascua, el culto en sábado y la abstención de ciertos alimentos como el cerdo o los mariscos –lo que hace que se conozcan popularmente en Estados Unidos como los pentecostales hebreos–.



[photo_footer]A la iglesia de Marvin Gaye se la conoce popularmente en Estados Unidos como los pentecostales hebreos.[/photo_footer] 



Aparte de tener la estrella de David en el púlpito, o repetir los Diez Mandamientos, en La Casa de Dios se predica, como en cualquier otra iglesia evangélica, que las personas son salvas por medio de la fe en Cristo, cuya muerte es el castigo de Dios por el pecado del hombre. Como los pastores de esta denominación no tení­an una formación especial, sino que bastaba una “unción del Espí­ritu”, el padre de Gaye empieza a trabajar a los 17 años con una evangelista conocida como la Hermana Fain. Su mejor amigo era un chico de la congregación de Lexington que se llamaba Rowlings. Juntos llegaron a pastorear una iglesia en Mayesville, al sur de Carolina, hasta trasladarse finalmente a Washington.



La sombra del Padre



Estando en la capital, el padre de Marvin conoce a una chica bautista que se acababa de quedar embarazada. Se casa con ella tres meses después del nacimiento de su hijo Micah, que entregan al cuidado de su hermana Pearl. Esta historia vergonzosa, la sacará a relucir él cada vez que quiera humillarla. Algo que no era difí­cil de hacer con una mujer que habí­a sufrido la pobreza y brutalidad de malos tratos desde que era niña, habiendo muerto su padre alcohólico en la prisión. Ella dijo después del asesinato de Marvin que él no querí­a tener ese hijo. Lo cierto es que le hizo la vida imposible…



Los Gaye, como cualquier otra familia de pastor, viví­an en torno a la iglesia. Cuando tení­a solo 27 años, el padre de Marvin habí­a sido hecho secretario general de la denominación en 1942, pero su congregación era bastante pequeña. Formada básicamente por su familia, tení­a sin embargo las mismas actividades que una iglesia normal. Marvin cantaba desde pequeño en los cultos, donde se hablaba también en lenguas, habí­a profecías y se buscaba la sanidad divina.



Su padre era tan estricto en la iglesia como en la casa. Las chicas no podí­an maquillarse, ni llevar medias. Y para los chicos no habí­a deporte desde la noche del viernes hasta la del sábado, según sus rí­gidas costumbres sabatarias. Ni cine, ni televisión. Cada infracción de las normas o provocación desobediente era castigada duramente a golpe de cinturón. Guardar la ley era, por lo tanto, algo fundamental. La obediencia no te llevaba al Cielo, pero tu deseo de obedecer mostraba la realidad de tu estado espiritual. Lo que abrí­a la puerta a una duda y un temor terrible.



Es sorprendente que sin embargo Marvin respetó siempre a su padre. Le estaba especialmente agradecido por haberle enseñado la Biblia. Decí­a que conocí­a a Jesús, gracias a él, pero su relación mostraba una clara ambigüedad. Le amaba, pero sin embargo le temí­a; despreciaba su conducta, pero respetaba su enseñanza; querí­a agradarle, pero también deseaba enfrentarse a él. Buscaba sobre todo su amor y apoyo, pero nunca encontró su aprobación. Reconoció que tení­a un don para la música, pero le decí­a que debí­a usarlo para glorificar a Dios, no para celebrar sus deseos carnales.



[photo_footer]Cuando tenía solo 27 años, el padre de Marvin había sido hecho secretario general de la denominación en 1942, pero su congregación era bastante pequeña.[/photo_footer] 



Mal ejemplo



El ejemplo del padre dejaba sin embargo mucho que desear. Aunque él ya era miembro del comité ejecutivo de la denominación –que eran llamados apóstoles, como los doce, teniendo además ese número–, querí­a ser el Principal Apóstol. En 1947 se produce una división, formándose la Iglesia del Dios Vivo. Gaye ve entonces su oportunidad, haciéndose obispo del grupo. Lo que pasa es que la iniciativa fracasa, y el padre regresa humillado a la Casa de Dios dos años más tarde para descubrir que su amigo Rawlings es el nuevo Apóstol Principal. Este, para asegurar su posición, dicta una nueva regla por la que a sus 37 años convierte el cargo en vitalicio.



Al ver sus ambiciones frustradas, el padre de Marvin continúa unos años como pastor, pero pierde todo su interés en la iglesia. Lleno de orgullo, no la abandona, pero finalmente se retira y su vicio empieza a salir a la luz. Parece que ocultaba una práctica fetichista de vestirse de mujer. Su ropa se vuelve cada vez más ambigua, hasta el punto de que muchos creí­an que era homosexual, aunque se acostaba con mujeres de su congregación, a las que siempre se referí­a como “hermanas” o “compañeras”.



[photo_footer]Al ver sus ambiciones frustradas, el padre de Marvin continúa como pastor, pero pierde todo su interés en la iglesia. [/photo_footer] 



Su hijo se siente cada vez más avergonzado por el afeminamiento de su padre. Lo que le hace obsesionarse por su sexualidad, preocupado de que su condición pueda ser hereditaria. Cambió de hecho su apellido, “Gay” por “Gaye”, cansado de las bromas que le hací­an constantemente, e intenta demostrar una y otra vez su heterosexualidad. Aunque Marvin habla suavemente, vestí­a impecablemente y tení­a los modales educados de un hijo de pastor. Como su padre no le dejaba hacer deporte se dedica a cantar con un grupo del instituto, intentando demostrar siempre que es alguien “normal”. Comienza a pensar que “tiene que hacer algo malo para ser aceptado” y “perder el estigma de ser un hijo de Dios”. Para su desgracia, sus amigos le consideran sin embargo demasiado conformista, mientras que su padre le ve como un rebelde.



La atracción por lo prohibido



Ante este panorama, Marvin sólo veí­a dos opciones: se enfrentaba con su padre –cosa que le parecí­a imposible–, o se alistaba al ejército. Así­ que, contra la voluntad paterna, abandona el instituto un año antes de acabar, para ser reclutado en la Aviación. Es claramente un gesto desesperado. Su carácter era muy poco apropiado para la vida militar. Tení­a un temperamento pací­fico y sensible, que, unido a su aversión a la autoridad, formaban una mezcla explosiva que le empujaba a hacer, calladamente, exactamente lo contrario a todo lo que le mandaban. Cuando descubre que esto no es lo suyo, sigue el mismo juego que tení­a con su padre, incumpliendo siempre las normas, hasta ser finalmente expulsado.



Mientras está destinado en la base de Salinas (Kansas), tiene la primera experiencia sexual con una prostituta. El sexo, por un lado, le fascina, pero por otro le da miedo. Su padre le habí­a enseñado a verlo como algo sagrado, pero lo llama siempre “hacer algo sucio”. Aunque pronto adquiere el sabor de lo prohibido. El remordimiento postcoital se convierte así­ en una experiencia regular para él, que siente la atracción de la lujuria, pero lo ve como algo degradante. Recurre por eso a la prostitución. Le parece que el clí­max es demasiado corto para tanta anticipación. Y evita de ese modo comprometerse en ninguna relación, prefiriendo de hecho mirar a hacer.



[photo_footer]Gaye murió en 1984, disparado por su padre, un predicador apartado de una extraña iglesia.[/photo_footer] 



Esta obsesión con el sexo es tan importante para entender a Gaye como su incapacidad para abandonar el cristianismo. Uno y otro se aúnan en la más extraña combinación, que le acompaña hasta el dí­a de su muerte, la ví­spera del dí­a que iba a cumplir 45 años. Muerto en las manos de su propio padre, con quien habí­a vuelto a vivir. Disparado con un arma, que él mismo le habí­a dado, en su miedo paranoico de que alguien pudiera atacar a su familia. La droga le hací­a vivir aterrado, mientras leí­a sobre la cama de la habitación –donde fue asesinado– las promesas de los Salmos de que nadie podí­a hacerle daño. Una historia patética, pero real como la vida misma...



Sexo y espiritualidad



Si las canciones de la música popular presentan el amor como la salvación del hombre, la idea de Gaye es que es el orgasmo lo que nos trae la liberación. Debido a la represión que sufrió por la extraña educación de su padre, Marvin no sabe relacionar su fuerte impulso sexual con la idea de vocación divina, que le anima toda su vida a proseguir su carrera, a pesar de tantos problemas. Él creí­a, desde niño, que habí­a sido escogido por Dios para una tarea. Ese sentido de misión no le abandona, aunque esté fuera de la iglesia. Es lo que le hace cantar hasta el final de su vida. Y que acaba uniendo finalmente a su obsesión sexual.



Canciones como Get It On o Sexual Healing plantean una idea sagrada del sexo, por la que puede dedicar estos discos a “nuestro Señor y Salvador Jesucristo”, mientras alaba el deseo por el cuerpo de una mujer. Esa combinación de promiscuidad y religión es la que finalmente pretende que purifique sus más oscuras pasiones. Se sintió por eso muy consolado de saber que el poeta y predicador John Donne ya habí­a comparado el sexo duro con el amor de Cristo en 1609. El problema es que cuando libros como El Cantar de los Cantares utilizan el sexo como analogí­a o ejemplo de la relación de Dios con su pueblo, no están declarando el sexo como una actividad espiritual en sí misma.



Se ha especulado mucho sobre la relación entre el orgasmo y el éxtasis mí­stico. Se dice que ambos muestran una misma intensidad y pérdida del ego, como si así­ se pudiera trascender este mundo, perdiéndose en la identidad de otro. Lo cierto es que, para nuestro occidente materialista, el orgasmo ya no expresa ninguna verdad profunda. El sexo ha ocupado el lugar de la religión. Y como dice Malcolm Muggeridge, “el erotismo es el único misticismo que ofrece el materialismo”.



[photo_footer]Hace ahora medio siglo del disco que cambió la música negra.[/photo_footer] 



Dos caminos



La religión de Gaye se convierte así­ en el triste ejemplo de a dónde llega esa espiritualidad, como nos muestra Steve Turner en su magistral biografí­a. Al final de su vida no hace más que leer Apocalipsis y ver pornografí­a. Se relaciona sólo con prostitutas y un público que utiliza como sustituto a otra compañí­a sexual, mientras vive dominado por la enfermiza relación con su padre, la adicción a las drogas y su enfermiza inseguridad por su virilidad. Esos son los frutos de “vivir para la carne”. Por eso el apóstol Pablo nos advierte en Romanos 8:13 que “si vivimos conforme a la carne, moriremos; pero si por el Espí­ritu hacemos morir las obras de la carne, viviremos”.



Hay dos caminos aquí­. Uno presenta una vida aparente, basada en la autoindulgencia, pero cuyo final es la muerte. Y una muerte que en realidad nos lleva a la vida. “Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espí­ritu es vida y paz” (Ro. 8:6). ¿Cómo podemos entonces dejar de vivir para la carne? ¿Cumpliendo la Ley que enseñaba el padre de Gaye? ¿Haciendo los Diez Mandamientos que se repiten cada domingo en La Casa de Dios? No, contesta Pablo, “porque es imposible para la ley librarnos de la ley del pecado y de la muerte” (vv. 2-3). Hace falta otra la ley, ¡la del Espí­ritu de vida en Cristo Jesús!



“Dios, enviando a su hijo, en semejanza de carne de pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de Cristo se cumpliese en nosotros” (Ro. 8:3-4). Al estar unidos así­ a él por la fe, recibimos la justicia de Dios, por la que ya no hay “ninguna condenación” (v. 1). Su Espí­ritu hace que ya no andemos ′conforme a la carne′ y pensemos en “las cosas del Espí­ritu” (v. 5). Tenemos así­ una deuda de gratitud, “no a la carne, para que vivamos conforme a la carne” (v. 12), si no que “por el Espí­ritu hacemos morir las obras de la carne”. Porque, o matas el pecado, o el pecado te mata a ti. Y sólo hay una forma de hacerlo: ¡Por el Espí­ritu de vida que hay en Cristo Jesús!


 

 


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