La Biblia, verdadera biblioteca que trata todos los temas que interesan a los seres humanos, no silencia los viajes.
Víctor Hugo, en su célebre obra Los Miserables, dice que “viajar significa nacer y morir en cada instante”.
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Nacer o morir, en mi experiencia viajar constituye la manera más agradable de instruirse.
Otros países. Otras culturas. Otras costumbres. Otra gente. Otro mundo. Para mí, desplazarse del lugar habitual, ir de una ciudad a otra, de un país a otro, constituyen vivencias únicas. Yo, viajero empedernido por tierra, aire y mar, encuentro en los viajes una vida nueva, una felicidad inconfesable, el cielo sobre mí y el camino bajo mis pies.
Todo lo tengo escrito y conservado en mis diarios de viajes.
Mi primer viaje fuera de la ciudad en la que vivía lo realicé a los 18 años. Fue un viaje de 40 kilómetros entre Tánger, ciudad marroquí junto a la salida oeste del estrecho de Gibraltar, hasta Arcila, al noroeste de Marruecos, precioso puerto pesquero.
Después, la vida y los años me han regalado muchos después. Cuando escribo tengo ante mí el diario de viaje en el que he ido anotando todo, año tras año.
He viajado por 36 países de Europa, 17 de Asia, 11 de África, 29 de América Latina, incluyendo el francés Haití, el portugués Brasil, los de habla inglesa Barbados, Bahamas, Guyana, Jamaica, y Canadá, y 32 de los 50 estados que tiene la unión norteamericana, incluyendo Puerto Rico. He escrito tres libros de viajes.
Como apuntaba Machado, en todos estos viajes he hecho camino al andar. Viajar recrea el ánimo. Aumenta el conocimiento y la sabiduría.
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La Biblia, verdadera biblioteca que trata todos los temas que interesan a los seres humanos, no silencia los viajes.
El mayordomo de Abraham viaja desde Macpela, donde entonces residía el patriarca tras haber enterrado a Sara, hasta Mesopotamia en busca de esposa para Isaac. (Génesis 24).
Nehemías viaja de Persia a Jerusalén autorizado por el rey Artajerjes. (Nehemías 2:1-6).
En Proverbios 7:6-19 la mujer astuta de corazón invita al hombre a su casa diciéndole que “el marido se ha ido a un largo viaje”.
Pablo desea “un próspero viaje” a Roma. (Romanos 1:10).
Juan alaba a Gayo por asistir a los hermanos y ayudarles “para que continúen su viaje”. (3ª Juan 6).
El patriarca Abraham, venerado por las tres grandes religiones monoteístas, cristianismo, judaísmo e islam, vivía inicialmente en un lugar que la Biblia identifica como Ur de los Caldeos, antiquísima ciudad de Sumeria, a orillas del río Éufrates. Por indicación de Jehová abandona Ur y se instala con la familia, criados y animales en tierra de Canaán, un viaje calculado en unos 400 kilómetros.
Los últimos años de Jacob, nieto de Abraham, hijo de Isaac y de Raquel, estuvieron amargado por la mentira que sus hijos le hicieron creer que José, hijo predilecto, había muerto despedazado por las fieras. Cuando llega la verdad, José, siendo segundo gobernador de Egipto se da a conocer a sus hermanos, les ordena que lleven al padre a tierra de los Faraones. Eufórico, alegre, agradecido, Jacob llega a Egipto con su familia y todas sus pertenencias.
El viaje supuso unos 350 kilómetros.
Moisés, el legislador por excelencia del pueblo de Israel, uno de los grandes profetas de la Biblia, recibió la orden de Dios de sacar al pueblo judío de la esclavitud de Egipto. Lo condujo a través de tierras desérticas a lo largo de 40 años, pero a causa de las vueltas y revueltas geográficas durante la peregrinación se cree que en el viaje sólo recorrió unos 450 kilómetros.
El viaje más largo de Jesucristo fue el que realizó desde el tercer cielo, donde “el verbo era con Dios”, hasta Belén, en la tribu de Judá, a nueve kilómetros al sur de Jerusalén, en un recorrido de cielo a tierra imposible de contabilizar en número de kilómetros.
Los tres años de su ministerio público fueron muy intensos recorriendo territorios y ciudades israelitas: Galilea, Judá, Samaria, Jerusalén, el rio Jordán, monte de la transfiguración, Betania, toda la tierra de la Palestina del primer siglo. La gente le rodeaba donde iba, ni siquiera tenía tiempo para comer. Sermones en las sinagogas, predicaciones al aire libre, curación de enfermos, resurrección de muertos, subida al monte para orar en las noches solitarias, sin un hogar fijo, viviendo en todas partes, como un auténtico viajero.
Después de su conversión, el apóstol San Pablo se convierte en un predicador viajero.
Escribiendo a los miembros de la Iglesia en Roma les dice: “Desde Jerusalén, y por los alrededores hasta Ilírico, todo le he llenado del Evangelio de Cristo”.
Ilírico, en el noroeste de Macedonia, era el límite de la actividad occidental, viajera entonces desarrollada por Pablo, en contraposición a Jerusalén, extremo oriental.
En el primer viaje Pablo cubre Chipre, Salamina, Pafos, Perge, Antioquía, Iconio, Listra y Derbe en territorio asiático.
El segundo viaje le lleva a Listra, Frigia, Galacia, Misia, Neápolis, Filipos, Macedonia, Acaya, Tesalónica, Berea, Atenas y Corinto.
A lo largo del tercer viaje recorre algunas ciudades de las anteriores y otras por primera vez: Galacia, Frigia, Éfeso, Filipo, Mileto, Tiro; desembarca de una nave en Cesarea y sube hasta Jerusalén.
Como lo escribió el argentino Bio Casares, “los viajes nos enriquecen de recuerdos y agrandan la vida”.
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