El maltrato es un comportamiento que contradice todo cuanto se prometió ante Dios y ante el juez. Un delito delante de Dios y delante de los hombres.
El solo hecho de plantear el tema que encabeza este escrito, ya debería resultar a todo lector un tanto preocupante, escandaloso y aun repugnante. Pero se hace necesario hacer esa pregunta dado que, a veces, por seguir un excesivo literalismo en la interpretación y aplicación de algunos pasajes de la Biblia o hacer una mala exégesis de ellos, se suele caer con frecuencia en aquello que dijo Jesús de “colar el mosquito y tragar el camello”. Y a estas alturas repugna la idea de que se pudiera permitir el maltrato de un marido creyente a su esposa, igualmente creyente. Pero para el caso, da igual tanto si es creyente como si no.
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El tema viene a cuento porque después de haber vivido casi cinco décadas en la fe cristiana evangélica, algo hemos visto y vivido como para poder decir algo sobre el tema propuesto. Por ejemplo, hace unos treinta años, alguien me dio un librito titulado, “La familia Cristiana según Cristo”. Le eché un vistazo rápido hasta que llegué a un capítulo en el cual trataba el pasaje de 1ªPedro, 3.1-4, sobre el comportamiento de las esposas en relación con sus maridos. Recuerdo (hace años que no tengo el libro mencionado) que el autor se refería al tema de los maridos “difíciles” de tratar y hasta dónde tenían que soportar las mujeres el consecuente “trato difícil”. El autor se refería a aquellos maridos no-creyentes que, evidentemente, no seguirían las normas que daban los apóstoles para los matrimonios cristianos (Ver, 1P.3.7, con Ef.5.25-29). Entonces dicho autor no tuvo reparos en descontextualizar el pasaje y hacer referencia al contexto anterior, donde se habla, no del matrimonio, sino de “los criados” –o esclavos- cristianos que a veces tenían que soportar amos “difíciles” hasta el punto de “ser abofeteados” (Ver 1P.2.18-21). O sea que para el autor del libro, llegado el caso, la mujer creyente casada con un no creyente, debía aceptar el maltrato “para seguir así el ejemplo de Cristo” y, con el tiempo, “ganar al esposo no creyente”.
La exégesis del pasaje no podía ser más desafortunada, pero la aplicación del mismo, más desafortunada todavía. No es momento de tratar con todo el contexto y explicar las desventajas de las mujeres en relación con los hombres en aquella época y cultura. Solo señalar que el apóstol Pedro (como también Pablo) traza claramente el comportamiento de lo que debe ser un esposo creyente, en relación con su esposa, haya sido cristiana o no (1P.3.7; Ef.5.25-33; Col.4.18). Pero el “librito” en cuestión era una muestra de un tipo de “literatura” (basura, desde luego) que ha abundado demasiado en el pueblo evangélico y muchos han adoptado esa desgraciada “consejería” en sus relaciones matrimoniales hasta el día de hoy. Sobre todo en países donde una cultura machista pesa todavía mucho más de lo que parece.
Por eso no es la primera vez que se ha dado (y se sigue dando) el maltrato de un esposo creyente a su esposa.i Hace unos treinta años nos visitaba un predicador itinerante. Él me compartió que estando en su país, le llamó por teléfono una esposa de una ciudad del norte de España, y le dijo que estaba cansada de aguantar el maltrato de su esposo: “Desde hace más de veinte años me vine maltratando; pero él es reconocido en la iglesia porque predica muy bien y todos le tienen como un ‘líder respetable’”. Confieso que ante lo que me dijo el citado pastor sentí una gran indignación. Principalmente (además del maltrato) porque creo que a la hora de aconsejar en un caso así no se aconsejaba debidamente. Y aun hoy día no siempre se da el mejor consejo: “Oh, cuanto lo siento, querida hermana; dilo al Consejo de la Iglesia. Ora, ayuna y confía en que Dios puede cambiar a tu marido...”. Eso, después de que la hermana había dicho que ya se lo había comunicado “al Consejo de la Iglesia”, que llevaba orando veinte años y que su marido “sigue igual y no ha cambiado”. No importa que lo que yo haya apuntado sucediera hace más de 30 años. Esa actitud de víctima y humilde sufridora se ha propiciado durante mucho tiempo y no es fácil desalojarla del contexto donde se le ha dado cobijo; y como muestra, la referencia al pastor mencionado al principio. Pero también existe la falsa idea de que eso igual sería una forma de “sufrir por Cristo”; y otra, porque muchas mujeres tienen una idea falsa de no querer traicionar “la intimidad matrimonial”.
Lo dicho más arriba, se confirma porque por medio de las redes sociales hemos conocido de grandes iglesias de más allá del Océano Atlántico gobernadas por ciertos pastores, cuya fama traspasa las fronteras de su país, los EEUU de América. Esos pastores han llegado a permitir el maltrato de parte de maridos hacia sus mujeres y ocultarlo; y cuando las mujeres han querido ir más adelante en su denuncia, han tenido que sufrir de parte del liderazgo de las iglesias el silenciamiento y un llamado a “soportar y orar con la finalidad de que tu marido cambie”. De esa manera, en vez de actuar como correspondería, se hace a la esposa maltratada una doble víctima: del marido y del liderazgo de la iglesia a la cual pertenece y que no actúa como debiera.
Ante estos casos, que seguramente abundan más de lo que nos parece a nosotros, nos preguntamos: ¿Por qué los líderes de esas iglesias actúan de aquella manera, permitiendo el maltrato y derivando y dilatando los casos y haciendo a las víctimas doblemente víctimas? Y eso, aunque ellos piensan que le están dando una solución, que no lo es, en absoluto.
En primer lugar, vaya por delante que los mencionados dirigentes no están de acuerdo con el maltrato. Ellos enseñan cuál debe ser el trato del marido hacia la esposa e insisten en el papel “amoroso” del varón en relación con su esposa. Pero no siempre algunos varones actúan acorde con la regla del amor. Muchos maridos han interpretado a su conveniencia los pasajes que hablan del matrimonio, enfatizando la autoridad del marido más que el amor y “la sumisión de la esposa a su marido”, más que el reconocimiento de sus dones y la búsqueda de una relación de comunión en el compañerismo. Esos énfasis en un contexto en el cual hasta hace poco a la mujer se la consideraba inferior en todo, han proporcionado el escenario para dar rienda suelta a la carnalidad de algunos hombres, produciendo el doble maltrato: el físico y mucho más, el psicológico.
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En segundo lugar para el liderazgo mencionado, “hay que cumplir a raja-tabla” con la exhortación del apóstol Pablo de no acudir a “los tribunales del mundo” a resolver los conflictos entre creyentes, dado que eso sería dar un mal testimonio ante el mundo que nos ve como cristianos. Entonces, antes de actuar de esa manera, Pablo exhorta y pregunta a Iglesia “¿Es que no hay entre vosotros sabio, ni aún uno, que pueda juzgar entre sus hermanos…?” (Ver, 1Cor.6.1-7). Pues parece que ni en aquella iglesia ni en muchas de nuestros días hay “sabios” que puedan dar solución a problemas de esa naturaleza. De esa manera, en ciertas iglesias podrían estar sucediendo maltratos hacia las mujeres y quedar silenciadas y “ahogadas” por la aplicación de textos bíblicos que, al ser catalogados como “palabra de Dios” no pueden traspasarse sin que alcance algún tipo de “maldición” al transgresor. Claro, en este caso, la transgresora sería la mujer.
Entonces, el problema se presenta a la hora de aconsejar en el caso cuando se da el maltrato y este persiste porque el marido no cambia. En tal caso, ellos creen actuar bien. Pero aconsejan de forma equivocada a la mujer a seguir el ejemplo de Cristo tal y cómo anotamos más arriba, en la referencia de 1ªP.2.18-23. Así en relación con una esposa que sufre de parte de su marido, ella lo evidenciará “soportando por Cristo” dicho maltrato. Todo, “antes que el matrimonio se rompa”.
Tratando de entender la solución
Sin embargo, en el primer caso anotado más arriba, tenemos que tener en cuenta que el texto citado por el apóstol Pedro, en la referencia a “ser abofeteados”, nada tiene que ver con el matrimonio, sino que se refiere a un contexto social diferente. Luego, también hemos de entender que aquella era una sociedad en la cual la dignidad de las personas tal y cómo la conocemos en nuestra cultura, basada sobre principios judeo-cristianos, era algo totalmente desconocida. De igual manera los derechos humanos tardarían siglos en ser reconocidos de forma completa, tal y cómo los conocemos en nuestra sociedad occidental.ii Por tanto, ni desde el punto de vista jurídico ni desde el punto de vista social la mujer era reconocida, protegida y defendida como lo es hoy día en nuestro contexto social. Su status, su papel y lo que se esperaba de ella, nada tenía que ver con la realidad de hoy. La institución matrimonial y familiar como estaba instituida y reconocida por las autoridades romanas era celosamente guardada, de tal manera que si alguien las amenazaba, (como a las demás instituciones) todo el peso de la autoridad y la ira romana caía sobre el tal.
Solo cuando conocemos el contexto de aquel tiempo, a todos los efectos, es que podemos apreciar que la institución matrimonial y familiar era tratado por los autores del Nuevo Testamento, de manera un tanto exquisita como “escandalosa” para la sociedad de la época. Dicho trato quedó plasmado en los textos conocidos de Efesios 5.22-33 y en 1ªP.3.7. Enseñanzas que eran más que un gran avance para aquella época y mentalidad y que las trascendía. Y en esas escrituras y su contexto, nada se dice de que las mujeres debían soportar el maltrato de ninguna clase y forma. Eso, sencillamente no se contemplaba porque de parte del marido hacia la esposa, se esperaba un trato exquisito de amor, respeto, reconocimiento, sensibilidad, sabiduría, cuidado, servicio sacrificial, fidelidad, etc. Entonces, dándose y practicando esas virtudes de parte de los maridos cristianos, las esposas se sentían liberadas de aquella falta de reconocimiento, del uso y abuso y de las infidelidades en las cuales incurrían los esposos no cristianos, así como del desprecio que a menudo experimentaban de parte de ellos. Todo lo cual debía quedar fuera del matrimonio cristiano.
Pero volviendo a aquella “consejería” que han recibido muchas mujeres que han sido maltratadas, conviene resaltar algunos puntos que deberían tenerse en cuanta por parte de los guías espirituales.
En primer lugar, cuando una pareja contrae matrimonio está haciendo una especie de juramento/promesa, los cuales ambos están obligados a cumplir. Pero cuando hablamos de derechos, en nuestra sociedad occidental no hay mucha diferencia entre una boda realizada en la iglesia y una celebrada en el registro civil ante el juez ú otro representante legal del Estado. Solo que en este caso no se invoca a Dios, ante quien se realiza el acto, además de los testigos. Pero quiero decir que tanto en un lugar como en el otro, los contrayentes se comprometen a reconocerse como iguales, sin que haya ningún atisbo de superioridad del uno sobre el otro; también se comprometen a respetarse, a ser fielesel uno al otro y a cuidarse mutuamente, etc. Nada que ver con las leyes romanas del tiempo del Nuevo Testamento. Así que cuando se celebra una boda en la comunidad cristiana, presidida por un Ministro de Culto, dicha boda tiene todo el reconocimiento legal del Estado. Por lo cual, los contrayentes están comprometidos con Dios y con el Estado. Eso hace a los contrayentes doblemente responsables, ya que han asumido y se han comprometido a cumplir con los requerimientos espirituales, por un lado, y legales por otro; y no hay contradicción en eso.
En segundo lugar, damos por sentado que se darán desacuerdos en el matrimonio. Entonces, siempre se debe echar mano de los principios espirituales para subsanar las relaciones; pero caso de que no sea posible (lo cual, desgraciadamente ocurre) lo demás queda bajo la supervisión de la ley, representada por un juez. Lógicamente, en las iglesias existe una gran responsabilidad de enseñar antes del matrimonio; pero también aconsejar cuando sea necesario, y si así se solicita por parte de los matrimonios con dificultades.
Pero hay aspectos de dicha relación que no son menores. Y el maltrato es uno de ellos: El maltrato físico y el psicológico. Quiero decir que el maltrato no es una desavenencia por un desacuerdo que puede afectar en cierta medida la relación. ¡No! El maltrato es un comportamiento que contradice todo cuanto se prometió ante Dios y ante el juez; y la ley lo considera un delito. Un delito delante de Dios y delante de los hombres. Un delito que atenta contra los votos que se hicieron. Un delito que ni la esposa ni nadie tiene la obligación de padecer ni sufrir, porque no es para eso que se casó y se entregó a su esposo/a. Un delito que, como todo delito está contemplado por la ley que debe ser denunciado por todo aquel que lo conoce. Y uno se pregunta por qué razón dentro del pueblo cristiano, llegado el caso, deben ocultarse los delitos y encubrirlos “para no dar un mal testimonio ante el mundo”, cuando el sufrimiento del que lo padece no se está teniendo en cuentaiii. Un delito que no puede encubrirse con el impertinente y falso lenguaje piadoso de… “Tú, querida hermana, ora mientras dura esta situación, porque a su debido tiempo, tu marido cambiará…”
Ese comportamiento, a la luz de la dura realidad que padece una esposa es hipocresía. Pero se nos dirá que “hay que preservar la unidad matrimonial”. Sí. ¡Sin duda! Pero no a cualquier precio. Además aquí nadie va contra la unidad matrimonial. Aquí vamos contra el maltrato de un esposo hacia su esposa (¡Claro, lo contrario también podría darse!). Maltrato que ha traicionado las promesas que hizo. Porque, mientras incluso se argumenta que “un creyente no debe ir a los tribunales del mundo”, “para no dar un mal testimonio”, con demasiada frecuencia ocurre que el mal testimonio se está dando desde el mismo momento que se produce el pecado -y delito- del maltrato y que, mientras se quiere cumplir “a raja-tabla” con-un-texto-bíblico que necesitaría ser más que revisado en su aplicación, se está pecando gravemente contra la santidad del matrimonio expresada en otros pasajes de la Escritura mucho más claros. Eso, además de faltar contra la misma ley a la cual también los creyentes nos debemos. (¿O solamente es delito el no pagar impuestos? -Ro.13.1-8-).
¿Y eso no es “mal testimonio”? ¿No se estará tratando de “colar el mosquito y tragar el camello”? Por eso decía más arriba que eso es hipocresía. De ahí que crea que el hacer una cosa hace siglos podría haber sido de mal testimonio en aquella sociedad; pero que hacer lo mismo en esta sociedad y tiempo, sea lo mejor para el buen testimonio. Porque, al final y en muchos casos, lo cierto es que muchas mujeres del llamado “pueblo de Dios”, finalmente han encontrado más justicia en “los tribunales del mundo” que en sus propias iglesias, donde, primero fueron víctimas de sus esposos y luego, por una mala praxis, de los propios guías espirituales. No estaría mal, entonces, el ir creando una cultura nueva en base a los inalterables principios bíblicos; pero por otra parte no tomemos por principios bíblicos aquellos que no lo son, sino palabras dadas en su propio contexto cultural y circunstancial.
Notas
i El maltrato, entendido no necesariamente como agresión física sino del tipo que no se ve y que suele ser a menudo más perjudicial que aquel y que es, el psicológico.
ii Aunque en realidad, no deberían haber tardado tanto en vislumbrarse y reconocerse, dado que estaban presentes y podían deducirse de una visión más amplia de la Revelación divina, desde Génesis, acorde a como dijo Jesús: “Como fue hecho al principio de la creación”.
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