Sin Dios dejaríamos de ser personas. Él nos ha creado y quiere mantenerse en comunión con nosotros. Para nuestro contacto con Él existe una estructura infalible: la fe.
En torno al conflicto entre razón y fe he publicado ya dos artículos: Atenas y Jerusalén y las debilidades de la razón. Esta semana escribo un tercer artículo en torno a la excelencia de la fe.
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En el contexto bíblico, la fe, en este caso fe en Dios, posee un contenido riquísimo. Corresponde al verbo creer. Se refiere a Dios como fin, como término de nuestras creencias y como motivo por el cual creemos.
Tener fe en Dios indica que estamos unidos al Padre en virtud del Hijo. En el Antiguo Testamento, primera parte de la Biblia, la fe indica una actitud religiosa totalizada en Dios.
Aquí fe es admitir la existencia de un único Dios verdadero y aceptar y transmitir Su palabra: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es... y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón y las repetirás a tus hijos”. (Deuteronomio 6:4-7).
El Nuevo Testamento añade a la fe del Antiguo la aceptación de Cristo como Mesías: “Dios, habiendo hablada muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo”. (Hebreos 1:1).
El mismo autor de esta carta a los Hebreos define la fe como “la certeza de lo que se espera”. Con esta frase trata de animar a sus lectores a la esperanza y a la paciencia en las tribulaciones.
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Otra definición que el escritor da de la fe es “la convicción de lo que no se ve”. (Hebreos 11:1). La fe, en la vida práctica, es lo que nos acredita ante Dios Padre: “Nadie ha visto jamás a Dios”, dice el apóstol Juan: (1ª de Juan 4:12). Pero mediante la fe, los ojos del alma vislumbran la presencia del Padre.
La diosa razón de la revolución francesa bajó de su trono superada por la fe. El 7 de mayo de 1794 la Convención decretó el culto al Ser supremo, reconociendo en uno de sus puntos: “El pueblo francés cree en la inmortalidad del alma y es radicalmente opuesto al ateísmo”, en tanto “se quemaban las efigies que representaban el ateísmo”. La fe, como dijo el ruso Tolstoi en Pensamientos, vence a la razón, porque la fe es la fuerza vital del universo, el conocimiento del significado que encierra la vida humana. La fe es un bello arco iris tendido entre la tierra y el cielo. El mundo no reza a Dios con la razón. Le reza con las mil voces que le brotan del alma. La fe bíblica subraya la dignidad de todo el género humano ante Dios, creador de cuerpo y espíritu, de alma y de razón. Promueve el amor al prójimo, la justicia a todos los países de la tierra, porque el Dios que se mueve entre las páginas de la Escritura inspirada no es el Dios de la tribu, de la ciudad, ni de una nación. Es Dios del universo.
La excelencia de la fe consiste en su inquebrantable dinamismo y se expresa particularmente en su riqueza espiritual, en la fuerza prodigiosa que llevó a hombres de la antigüedad a las más arriesgadas empresas: “Conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerza de debilidad, se hicieron fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros”. (Hebreos 11:33-34).
Estos hombres, afligidos y maltratados, de los cuales no era digno el mundo, no vencieron en nombre de la razón, sino fortalecidos por la fe que anidaba en ellos, como el rostro de un ángel en la sombra. El descreído novelista valenciano Vicente Blasco Ibáñez llamaba benditos a los creyentes que “cuando miran la muerte encuentran un consuelo en la fe”. Más que consuelo, hallan fortaleza y confianza en el Ser supremo, porque la fe consiste también en las realidades que acepta y confiesa.
Según Newman, la fe no proviene, en absoluto, de un acto de la razón. “En tal caso había que pensar que Pablo no podía exigir la fe de sus creyentes hasta que hubiese obrado primero un milagro, que la razón pudiese aprobar las propuestas de la razón”.
Como ya ha sido apuntado, la fe excelente no descansa en tos dictados de la razón, sino en la creencia en Dios, en la confianza que el creyente pone en Él para cumplir su Palabra y obedecer sus mandamientos. La fe es un regalo gratuito de Dios, una respuesta a su llamada, un abandono total de las propias ideas para arrojarse en la misericordia infinita de Dios; fe es aceptar la obra acabada de Cristo con su muerte, resurrección y ascensión al cielo de donde descendió.
La excelencia de la fe consiste en dar firme asentimiento a verdades reveladas por Dios en Su Palabra. La incredulidad no es otra cosa más que la falta de fe. El corazón necesita creer en algo y llega a creer mentiras cuando carece de fe en Dios. “La fe hace bien en no razonar-decía Ramón y Cajal-, porque es sentimiento y no lógica”. La certeza que se deriva de la fe es mucho más profunda que la que se deriva de la razón. Cuando carecemos de fe o dejamos que muera, vamos también muriendo con ella, porque la fe es la puerta por donde se ha de entrar cuando se quiere alcanzar la salvación del alma.
La fe excelente está reforzada por una experiencia que no puede explicar perfectamente. Por ejemplo: “Creo que la receta del médico aliviará mi dolor”, aunque no sabe cómo actuará el medicamento.
Uno de los temas de la reforma religiosa impulsada por Lutero en el siglo xvi, fue Sola Fide, sólo la fe, prescindiendo de la razón. Para Lutero y los hombres que fe siguieron la excelencia de la fe consiste en que puede llegar a certezas que el criterio de la razón nunca podrá alcanzar. Porque la fe hace de la factura de la Sagrada Escritura y de su exégesis el único puente de referencia para la verdad de Dios. El filósofo danés Soren Kierkegaard estimaba que "la fe es un salto más allá de la razón". Lo es porque la razón queda en la tierra, en tanto que la fe, al saltar más allá, se adentra en la eternidad, en los misterios de Dios.
Sin Dios dejaríamos de ser personas. Él nos ha creado y quiere mantenerse en comunión con nosotros. Para nuestro contacto con Él existe una estructura infalible: la fe. La excelencia de la fe.
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