Las diferencias entre los cristianos y los que no lo son, existen como existen la luz y las tinieblas, la verdad y la mentira, lo espiritual y lo carnal, lo que es mundano y lo que no lo es.
Una de las cosas de las cuales se acusa al apóstol Pablo es de hacer una división entre los creyentes y los que no lo son, “los que son del mundo”. A juicio de algunos “expertos” tal división no debió hacerla el apóstol. La razón sería doble. Por una parte ellos están bien seguros de que el apóstol Pablo estaba influenciado por la filosofía gnóstica y por lo cual había hecho unas separaciones que nada tenían que ver con las enseñanzas de Jesús; pero por otra parte, ese proceder lógicamente creaba y crea -en la medida que se sigue usando la misma concepción- una división entre los seres humanos y llena de orgullo a los creyentes mirando “desde arriba” a los que no lo son. Eso dicho así suena bastante lógico. Sin embargo también deja al inspirado Apóstol Pablo bastante mal y, como decíamos en otros artículos, invalida casi la mitad del Nuevo Testamento. Tales expertos bien podrían ser llamados, “los nuevos marcionitas”, como ya apuntábamos en anteriores artículos.
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Sin embargo, esa diferencia que estableció el apóstol Pablo entre los seguidores de Jesús y los que no lo eran, no era algo que se basaba en su propia opinión y orgullo. La realidad es que los que llegaban a conocer al Jesús, “muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Ro.4.25) experimentaban no solo el perdón de sus pecados, sino una liberación completa de todas aquellas esclavitudes en las cuales habían vivido en el paganismo (1ªCo.12.1-2; 1Tes.1.9-10; Tito, 3.1-3). Esa experiencia daba paso a la paz y el gozo de tener la seguridad de haber recibido el perdón de sus pecados y la esperanza de la vida eterna. Por tanto, ellos eran conscientes de que el sentido de su vida después de “haberse vuelto de los ídolos a Dios” era el de “servir al Dios vivo y verdadero” mientras vivían en la “esperanza de la venida de su Hijo Jesús” (Ver, 1ªTs.1.9-10)
Esa evidente transformación de vida que experimentaban los que se convertían a Cristo hizo que abandonaran formas de vida idolátrica; cultos en los cuales a menudo acababan en orgías donde las borracheras y la inmoralidad se daban sin límites. Todo ello, aparte de haber huido de una forma de vida contraria a todos los postulados divinos. Baste ver algunos pasajes que aparecen en las mismas epístolas apostólicas, que nos muestran lo que era el ambiente moral de la sociedad en aquel tiempo (Ro13.12-14; 1ªCo.6.9-11; Ef.4.17-21). Entonces no es nada de extraño que lo que estos “nuevos marcionitas” califican de “influencia de la filosofía gnóstica” en el apóstol Pablo, no sea otra cosa que la influencia del Espíritu Santo, inspirando a los apóstoles a fin de que pudieran establecer aquello que es “santo, justo y bueno” (Ro.7.12) a diferencia de lo inmundo, injusto, inmoral y malo. De ahí que, con toda justicia, el apóstol Pablo (y no solo él, sino también los demás) empleara términos como luz y tinieblas, noche y día, nosotros y ellos, los de afuera, etc., etc.
Pero también hemos de tener en cuenta que la diferencia que había entre los cristianos y aquellos que no lo eran, se hacía más palpable en la actitud que estos últimos adoptaban para con los seguidores de Jesús. El asunto es que los no creyentes atacaban, calumniaban, ultrajaban y perseguían a los cristianos por el solo hecho de haber dejado aquel modo de vida. Pedro escribió así: “A éstos les parece cosa extraña que vosotros no corráis con ellos en el mismo desenfreno de inmoralidad, y os ultrajan” (1P.4.4). Incluso los cristianos eran tratados como de “malhechores” por los demás. (1ªP.2.12) siendo calumniados porque su forma de vida contrastaba con la de aquellos (1P.3.16).
Entonces los creyentes eran perseguidos solo por el hecho de ser seguidores de Jesús y tener una forma de vida diferente. Por tanto, no es de extrañar que los apóstoles hablaran en términos de “ellos y nosotros”; “los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas”; “los hijos de Dios y los hijos de ira” o, “hijos de desobediencia”. Unos vivían de forma santa y justa mientras que de “los demás”, decía el apóstol Pablo: “porque vergonzoso es aun hablar de lo que ellos hacen en secreto” (Ef.5.7-12). Los creyentes vivían de forma santa, tal y cómo Pablo lo expone en los capítulos 4 y 5 de su carta a los Efesios: No robaban, no mentían, su conversación estaba orientada a “edificar a los oyentes” y vigilaban su carácter y sus propias emociones, para no dar lugar a la ira y a la amargura, practicando el perdón, la reconciliación y buscando siempre la paz entre ellos.
Aquellos despreciados cristianos tenían paz y se gozaban en la esperanza de la vida eterna, aún ante el hecho de la muerte. Sin embargo, la forma de vida de “los demás”, “los otros”, “los de afuera”, era totalmente diferente y cuando llegaba el momento de la muerte, estando “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef.2.12) “se entristecían” sobremanera(1Tes.4.13-14). Que el apóstol Pablo hablara más de estas diferencias entre los creyentes y los que no lo eran, era del todo lógico, ya que escribió 13 cartas. Pero eso no quiere decir que los demás no tuvieran la misma visión y experiencia. Aún el mismo Jesús enseñó a sus discípulos en ese sentido, a no andar como anda “el mundo” y a no esperar “del mundo” y de “sus hijos” lo que el mundo no iba a darles, sino todo lo contrario: rechazo, persecución y aflicción (J.15.18-20; 16.33). En palabras del mismo Jesús, unos eran “los hijos del reino” y otros, “los hijos del malo” (Mt.13.36-38); unos “los hijos de este siglo” y otros “los hijos de luz” (Lc.16.8). Por tanto, los apóstoles del Señor no estaban inventando nada a la hora de establecer una división. Era el mismo Señor y el Evangelio el que la estableció.
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Sin embargo, también hemos de reparar en que ninguno de los apóstoles hablaron con orgullo acerca de lo que ellos habían recibido. Antes bien negaron que lo recibido fuera en base a sus méritos personales (1ªCo.4.7). Más bien el apóstol Pablo enseñó a guardarse de caer en el orgullo pretendiendo estar por encima de los demás e instó a Tito, el destinatario de una de sus cartas, a que enseñara a todos los creyentes que en nada se creyeran por encima de los demás. ¿La razón?:
“Porque todos nosotros éramos también insensatos, rebeldes, extraviados (…) Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia…” (Ti.3.1-6).
Es por esta misma razón que cuando el apóstol Pedro se refiere a la responsabilidad de dar testimonio por parte del creyente, no se olvida de algunas cosas que a veces es posible que olvidemos y por lo cual algunos de “afuera” se ofendan con toda la razón. Él señala la responsabilidad de “estar siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y respeto ante todo aquel que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1ªP.3.15-16). “Preparados”, sí. Pero no solo intelectualmente sino en relación con el carácter y una actitud adecuados, sin lo cual todo testimonio cristiano quedaría invalidado. Por eso añadió que el testimonio debe ir acompañado… “con mansedumbre y respeto”, como procede comportarse por parte de aquellos que hemos sido rescatados de la misma condición y perdición en la cual nos encontrábamos. Pero además añade la importancia de que el testimonio vaya acompañado de “la buena conducta” sin la cual, el testimonio de palabra no tendría valor alguno (1ªP.3.16).
Entonces, ¿de qué vamos a jactarnos si todo lo hemos recibido por su misericordia y nada en base a nuestros méritos?:
“Porque ¿quién te distingue? ¿O qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? (1ªCo.4.7).
Por tanto las diferencias entre los cristianos y los que no lo son, existen como existen la luz y las tinieblas, la verdad y la mentira, lo espiritual y lo carnal, lo que es mundano y lo que no lo es, lo santo y lo inmundo, etc. Y esas diferencias no las establecemos nosotros, sino el Señor por medio de su Evangelio. Y dichas diferencias solo son abolidas por ese mismo Evangelio. Por eso el haber recibido el Evangelio con todo cuanto eso significa, no nos autoriza a nosotros, los que nos llamamos “cristianos evangélicos”, a menospreciar a los demás ni a mirarlos “desde arriba”, ni tampoco a “trazar” líneas divisorias que solo le corresponde trazar al que todo lo ve, todo lo sabe y que será el Juez de todos; es decir Dios mismo. Y mucho menos pretender trazar una línea divisoria entre “ellos y nosotros”, cuando la fe que decimos profesar pudiera estar en contradicción no solo con la conducta, sino con un carácter que no se asemeja en nada al de Cristo Jesús. Porque, a decir verdad, hay otros muchos que sin ser “cristianos” en la forma que nosotros lo entendemos, tengan una mejor comprensión de la persona de Jesús y, por lo tanto, de lo que es la responsabilidad, la honestidad, la integridad, la entrega, el amor y el servicio a los demás, sin que se llamen “evangélicos” o, “protestantes”. Eso por sí mismo, no es garantía de nada. Entonces, ¿a son de qué establecer una línea divisoria resultado de un espíritu orgulloso que no concuerda con el Espíritu de Cristo?
Sin duda, es mucho lo que tenemos que aprender en relación con este tema. Que el Señor nos ayude.
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