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Revelación e inspiración en la epístola a los Hebreos

Con una idea más clara de lo que significan ambos términos, revelación e inspiración, encontramos un gran gozo en la lectura y estudio bíblico de la epístola a los Hebreos.

PALABRA Y VIDA AUTOR 942/Angel_Bea 09 DE JUNIO DE 2023 11:31 h
Imagen de [link]Tim Wildsmith[/link] en Unsplash.

Antes de abordar el tema de la revelación e inspiración en la epístola a los Hebreos, conviene definir qué queremos decir cuando nos referimos a esos términos, dado que no todos nuestros lectores estarán familiarizados con ellos.



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Cuando hablamos de revelación (griego: apokalypsis) estamos hablando de la acción de Dios por medio de la cual él descorre el velo para que el ser humano pueda ver lo que de otra manera no podría ver. En el Nuevo Testamento aparece el término revelación en relación con la acción por la cual Dios el Padre revela al Hijo, y Dios el Hijo revela al Padre (Ver, S.Mt.11.25-27; 16.16-17). También aparece en relación con la revelación de las cosas ocultas de Dios que fueron reveladas “por el Espíritu a los santos apóstoles y profetas” (Entre otros, ver, 1ªCo.2.9-10; Ef.3.5-6). El libro conocido como Apocalipsis=Revelación, lleva ese nombre debido a que lo que se dice en él, le fue revelado al Apóstol Juan, tal y cómo él mismo indicó al principio del libro (Apc.1.1-3).



Luego, en relación con la inspiración tenemos dos referencias en el Nuevo Testamento. Una se encuentra en 2ª Timoteo, 3.16, donde el apóstol Pablo, afirmó: “Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia…” El término “inspirada” en griego es theopnéustos. Palabra compuesta por dos vocablos: Theos=Dios, y pnéustos=arrojar el aliento, respirar. La idea es que la Escritura fue exhalada, producida por el aliento divino. Lógicamente, la acción de Dios fue sobre los profetas y escritores a lo largo de la historia del pueblo de Israel, tanto en relación con el testimonio oral como con el escrito, dando como resultado las Escrituras del Antiguo Testamento. Éstas, quedaron bajo el cuidado y la trasmisión de los escribas del pueblo judío (Ver, Romanos 3.1.2).



La otra referencia la encontramos en 2ª Pedro, 2.21, donde el apóstol, refiriéndose a los profetas del Antiguo Testamento, escribió: “porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo”. Aquí el término “inspirados” en griego es fero, cuyo significado es: “impulsado”, “movido”, “arrastrado”. Aparece en Hch 2.2 y describe el “recio viento” de Pentecostés, que “movió” a los creyentes reunidos a hablar en otros idiomas. Igualmente, aquel “viento huracanado” de Hch 27.14–17 que arrebataba y arrastraba (fero) la nave en la que viajaba Pablo.



Así que lo que escribió el apóstol Pablo sobre la inspiración de las Escrituras y lo escrito por el apóstol Pedro no se contradice, sino que se complementa. Hubo profetas que hablaron y escribieron, pero también hubo profetas que hablaron y no escribieron; y aún hubo profetas que escribieron directamente sin haber dado un mensaje oral previamente.



Entonces, con una idea más clara de lo que significan ambos términos, revelación e inspiración, encontramos un gran gozo en la lectura y estudio bíblico de la epístola a los Hebreos. En realidad de todas las Sagradas Escrituras en general. Al final muchos hemos experimentado lo que decía Eugene Peterson: “La lectura de la Biblia debería convertirse en una conversación cariñosa con Dios”i. Si Dios es nuestro Padre como dice la Escritura y nos habla a través de ella, entonces tendría que ser así, como dice E. Peterson, y muchos lo hemos experimentado.



Luego, nuestra epístola de referencia es de carácter eminentemente teológico. Solo en los tres versículos primeros aparecen seis de las grandes doctrinas fundamentales de la fe cristiana. Cuatro de ellas aparecen de forma explícita: La revelación divina, la divinidad de Jesucristo, el valor expiatorio de su muerte, y su ascensión a los cielos. Luego, dos doctrinas están de forma implícita: La inspiración, dado que sin inspiración no puede haber revelación transmitida fiable, y la resurrección de Jesús, dado que sin resurrección no pudo haber ascensión a los cielos. Luego, a lo largo de la epístola el autor tratará de forma amplia y profunda acerca de la persona de Jesús: Su encarnación, necesaria para poder ofrecerse como ofrenda propiciatoria por el pecado (2.14-17) y a la vez, como Sacerdote y Mediador del Nuevo Pacto, entre Dios y su pueblo. Así que, el tema principal de toda la epístola es “el Hijo”, quien se nos presenta como superior a los ángeles, a Moisés, a Josué y al sumo sacerdote antiguo; también el Nuevo Pacto basado sobre Su persona y obra es superior en todo al antiguo Pacto que, en definitiva, estaba constituía una serie de “símbolos”, “figuras” y “sombras” que de forma profética y didáctica, también anunciaban de antemano una revelación mayor, en “el Hijo”. (Hb.8.5; 9.9,24)



 



La Revelación de Dios



La epístola a los Hebreos comienza desde el principio hasta el final con una afirmación de la revelación divina:



Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres, por los profetas, en estos postreros días, nos ha hablado por el Hijo” (Hb.1.1-2).



El énfasis dado a la revelación divina nos muestra que el autor no duda de la revelación de Dios; al contrario, sino que está convencido de que Dios ha hablado. No hay argumentación ni defensa alguna de esa realidad, dado que la da por sentado. Pero si nos ceñimos a la declaración que aparece en el texto citado vemos que, para el autor, la Revelación es el conjunto de muchas revelaciones, ya que “Dios habló muchas veces”; que dicha revelación fue variada, y progresiva, dado que habló “de muchas maneras” y concluyó de forma definitiva en y con la persona de su Hijo: “En estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (Hb.1.1-2).



Escribiendo a unos destinatarios que estaban por volver la mirada al antiguo Pacto, olvidándose de lo que Dios había revelado en “el Hijo” el autor tratará con toda naturalidad del cumplimiento del antiguo Pacto en la persona de Jesús, el Hijo de Dios. Él no hablará de la revelación ni dará una clase magistral sobre tan importante tema, sino que la dará por sentado a través de los textos, pasajes y versículos, asegurando que lo que se dijo en las Escrituras del Antiguo Testamento lo dijo el Espíritu Santo (Hb.3.7); y lo hace de una forma tan natural y sencilla que no cabe duda de cuál era su convicción al respecto. Según el autor, lo que se dijo en el texto del Antiguo Testamento “lo dice el Espíritu Santo” (Hb.3.7). (Luego volveremos a esto mismo).



Pero volviendo al tema de la revelación que Dios había dado hasta que se manifestó “en su Hijo”, encontramos que las citas del Antiguo Testamento que el autor usa, vienen a ser, por una parte, órdenes que Dios dio a los ángeles respecto del Hijo (Ver, Hb.1.5-6-7,13-14). Pero por otra, también se nos presenta a Dios el Padre en diálogo con el Hijo. Por ejemplo, sólo en el capítulo 1, tenemos cuatro referencias a declaraciones que hace el Padre al Hijo, y otra en el capítulo 7. Veamos:



Mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy…” (He.1.5,13); “Mas del Hijo dice: Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo…” (Vv.8-12); “Pues, ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: ‘Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies?” (v.13); “Juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”.



Sin embargo, mientras que las citas aludidas se refieren a las palabras dirigidas por el Padre al Hijo, hay otras citas que nos hablan de palabras que el Hijo dirige al Padre:



Por lo cual, entrando en el mundo dice: ‘Sacrificio y ofrenda no quisiste; más me preparaste cuerpo. Holocausto y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí’.” (Hb.10.5-9. Ver también: Hb.2.11-13).



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Lo sorprendente de estas citas recogidas de las Escrituras del Antiguo Testamento, y cuyas palabras son atribuidas al Padre y al Hijo, es que los que hablaron y/o escribieron en el pasado fueron hombres. Esto nos habla de lo que siempre se ha dicho acerca de la doble autoría de la Biblia. Por una parte tiene por autor a Dios y por otra a hombres de carne y hueso. Dicho de otra manera: Dios irrumpió en la historia del pueblo escogido revelándose a hombres, respecto de sí mismo y de su obra salvífica, por medio de su Espíritu Santo. Y en esa irrupción Dios proporciona la facultad a hombres de carne y hueso para entrar en su consejo y conocer ese diálogo mencionado entre Dios Padre y Dios Hijo, y registrarlo en las Escrituras. Eso es la revelación. De otra manera no tendríamos escrita esa realidad que quedó consignada en las Escrituras. Pero por otra parte también llegamos a conocer la realidad de cómo la revelación divina estaba entrelazada con la responsabilidad de respuesta del pueblo, ante cada una de las demandas de la voluntad de Dios revelada. De ahí que en la citada epístola aparezcan tantas y serias exhortaciones dadas al pueblo de Israel y, por extensión, a la iglesia del Nuevo Testamento; en este último caso, para “no tener en poco, una salvación tan grande” (Hb.2.1-4); Todo lo cual -¡Ojo!- dijo el autor de la epístola, lo “dice el Espíritu Santo” (3.7-18; 4.1-13). Y si tenemos en cuenta de que el autor de esta epístola cita de los tres grandes bloques del A. Testamento, no está haciendo otra cosa que seguir el mismo ejemplo del Señor Jesús, para mostrar toda la revelación que estaba recogida sobre él “en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (Lc.24.44).



Pero hemos de notar algo que no debe pasarnos desapercibido; y es que el autor de la epístola aprecia tanto la obra del Espíritu Santo en relación con las Escrituras del A. Testamento, como con el testimonio que daría lugar a la formación de las Escrituras del Nuevo Testamento, que habla de “la salvación que es en Cristo Jesús” ya cumplida (2ªTi.3.15-17). Y el Espíritu Santo también tuvo que ver con dicho testimonio, oral y escrito:



Una salvación tan grande… que fue anunciada primeramente por el Señor –y- nos fue confirmada por los que oyeron, testificando Dios juntamente con ellos, con señales, prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad” (Hb.2.3-4).



Valga decir que aunque en el caso del Señor Jesús, él no escribió nada, en el caso de los apóstoles y/o asociados testificaron, primero, de forma oral y, cuando llegó el tiempo, también por escrito. Por tanto, ambos testimonios tanto del A. Testamento como del Nuevo se dieron con la asistencia del Espíritu Santo. El Evangelio de Juan, Cps., 14,15 y 16, con la promesa del Espíritu Santo a efectos de guía y enseñanza, hay que tenerlo en cuenta aquí, así como 2ª P.3.15-16, entre otros, en todo el proceso de revelación divina.



 



La inspiración del Espíritu Santo



Pero la referencia a la inspiración del Espíritu Santo en relación con los escritores del A. Testamento, no fue una ocurrencia del escritor de Hebreos, o una referencia “de pasada”. Era una necesidad, dado que sin inspiración por el Espíritu, no era posible transmitir la revelación divina de forma fiel. La “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos” que diría Pablo, o era inspirada o no lo era; y si era inspirada era una Palabra fiel y digna de ser creída, recibida y obedecida. Revelación e inspiración están indisolublemente unidas. Por eso nuestro autor anónimo tenía tan interiorizada la idea de la inspiración por el Espíritu “de los santos hombres de Dios” (2ªP.1.20-21) que recurre a esa acción divina, dos veces más en su epístola:



Una en relación con todo lo referente al antiguo pacto. Y es en medio de toda su argumentación que afirmó que todo aquello era un testimonio del Espíritu Santo: “Dando el Espíritu Santo a entender con esto…” (Hb.9.8). O sea, como ya hemos visto en relación con la revelación dada, fue el Espíritu Santo el que habló en relación con la historia del pueblo de Israel; pero también con todo lo relacionado con lo ordenado por Dios en relación con la vida religiosa del pueblo. Por lo que –y hemos de insistir en ello- revelación e inspiración están unidas de forma inseparable. Así que las palabras del Señor a Moisés, respecto de la construcción del tabernáculo (después, el templo) no fue un invento de Moisés, sino una orden directa del Señor: “Mira que hagas conforme al modelo que te fue mostrado en el monte” (Ex.25.40; Hb.8.5). Entonces, todo cuanto se hizo en obediencia a la revelación dada, fue un testimonio del Espíritu Santo con propósitos didácticos para el pueblo, y por extensión, para nosotros. Por eso dice: “Lo cual es símbolo para el tiempo presente…” (Hb.9.9). De ahí que tampoco el apóstol Pablo perdiera la oportunidad para mostrar a sus lectores la utilidad de las Sagradas Escrituras del A. Testamento. Pero dicha utilidad no lo sería en absoluto, si la Escritura no fuera “inspirada por Dios” tal y cómo nos aseguran los apóstoles, Pablo y Pedro. (Ver, Ro.15.4; 1ªCo.10.6,11, con 2ªTi.3.15-17; 2ªP.1.20-21).



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Pero todavía hay una referencia más a la acción divina sobre el texto del Antiguo Testamento. En el capítulo 10 hace alusión a una conversación entre el Hijo y el Padre, donde se pone de manifiesto la disposición del Hijo para llevar a cabo la obra redentora que traerá salvación a los pecadores (Heb.10.5-14). Entonces esta referencia no se relaciona con el pasado del pueblo de Israel, sino con el Nuevo Pacto. Es decir con el nuevo tiempo de la gracia y la manifestación del Hijo de Dios encarnado (Heb.10.16-17). Pero es en medio de todas sus declaraciones que, con toda naturalidad, el autor de nuestra epístola, declara: “Y lo mismo nos atestigua el Espíritu Santo; porque después de haber dicho… añade…” (Heb.10.15)



Lo extraordinario de estas afirmaciones es que el autor usa escrituras del A. Testamento como un testimonio del Espíritu Santo. Pareciera que va más allá de lo que es la inspiración para afirmar que es el mismo Espíritu Santo el que habló en el Antiguo Testamento. Pero no, no se trata de eso, sino que lo que parece afirmar es que lo que escribieron “los santos hombres de Dios” lo dijo el Espíritu Santo a través de ellos. Y esto no solo lo dijo en relación con el antiguo Pacto, sino con lo afirmado sobre el Nuevo, en la persona de Jesucristo (Heb.10.15-19). Pero el autor de Hebreos no inventó nada. Él estaba siguiendo a Jesús en esto. Jesús atribuyó al Espíritu Santo las palabras del rey David. (Ver, Mt.22.41-43,46 con J.10.35). Por lo que entendemos que todas esas referencias a la acción divina, revelando (descorriendo el velo) e inspirando (“impulsando”, “moviendo” “produciendo”) a hombres para hablar y/o poner por escrito su Palabra, fue creando un solo cuerpo de Revelación divina, que compone lo que conocemos y recibimos como Antiguo y Nuevo Testamento: “La Biblia”; “Las Sagradas Escrituras”. Éstas nos fueron dadas con propósitos de salvación, instrucción, formación, corrección y restauración a fin de ser conformados a la imagen de Jesucristo. (Ro.8.29; Col.3.10; 2Ti.3.15-17)



Pero en todo ese proceso de formación y progreso espiritual, descubrimos que, efectivamente, como decía Eugene Peterson: “La lectura de la Biblia debería convertirse en una conversación cariñosa con Dios” ¿Por qué no, dado que Él nos ha buscado, recibido, tratado y nos sigue tratando con tanto amor y cariño?



 



i “Cómete este libro”. Como me fue prestado hace años no dispongo de los datos referentes a la editorial, la página y la fecha.


 

 


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