Todo nuestro ser ha sido afectado por la obra y la presencia de Dios en el Espíritu.
A veces hemos leído u oído sobre el “sentir la presencia de Dios” y algunos autores siempre ponen en duda que eso sea posible. Ellos dicen que hemos de guiarnos sólo por la fe y en dependencia de la Palabra de Dios. Su énfasis en negar que sea posible sentir la presencia de Dios, llega a tal punto que miran de reojo a los que lo afirman. Lo cierto es que una actitud que niega tal posibilidad en absoluto ha causado mucho daño a muchos buenos y sencillos creyentes. Esa actitud sin duda se debe al hecho de que mucho de lo que pasa por verdadero no es sino puro emocionalismo, carente de realidad. Entonces para evitar caer en el exceso en ese sentido, se suele caer en el otro extremo rechazando tal posibilidad y enfatizando la fe y la obediencia.
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Pero a la contra, también podemos afirmar que personas que nunca experimentan la presencia de Dios en su vida podrían estar viviendo un cristianismo carente de vida en el Espíritu. Ahora bien, se hace necesario aclarar que el creyente debe basar su vida en todo en la Palabra de Dios, por medio de la fe en lo que Dios ha dicho, no en lo que el creyente sienta. Esto debe quedar meridianamente claro, porque los sentimientos no son del todo fiables y ellos mismos nos pueden jugar muy malas pasadas. De eso también sabemos algo.
No se trata, pues, de afirmar que nuestros sentimientos son la base de nuestra fe y confianza, sino de que una vez que hemos afirmado que la Palabra es nuestro fundamento y la fe el medio para conducirnos en todo en la vida, entonces, como consecuencia podemos experimentar, en ocasiones, la presencia de Dios en nuestras vidas de forma muy real; y eso es tan bíblico como lo anterior.
Qué duda cabe que el hombre o la mujer que no conocen a Dios no pueden experimentar “su” presencia (aunque podría darse en algún nivel). No saben de qué se está hablando. Eso es lógico, pues la Biblia dice y la experiencia lo confirma, que “el hombre natural (animal, sin el Espíritu) no entiende las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (2ªCo.2.14)
Sólo hay una forma en la cual un hombre o una mujer pueden llegar a tener una relación de comunión con Dios y experimentar la presencia de Dios en su vida. Esto solamente es posible cuando el Espíritu Santo nos lleva al arrepentimiento y a la conversión a Dios. Así se produce lo que, en palabras de Jesucristo llama nuevo nacimiento espiritual y de lo cual no solo el apóstol Juan, sino también Santiago y Pedro mencionaron en sus escritos (J. 3.5; 1ªJ.3.9; 5.1,4,18; St.1.18; 1ªP.1.22-25). Entonces, la presencia de Dios se hace evidente en el flamante y nuevo creyente; en unos más, en otros menos; y aunque las evidencias no son principalmente los sentimientos, también los incluyen. Es Dios mismo el que por su iniciativa le hace hijo suyo. Dice el texto bíblico:
“Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús… Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba! (Padre)!” (Gál. 3.26; 4.6; Juan 1.12-13)
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Ante esta experiencia de conversión (Hech.3.19) y nuevo nacimiento espiritual, ¿qué podemos decir? Si bien antes de ser creyentes no podíamos experimentar la presencia de Dios, es evidente que una vez que hemos sido llevados por el Espíritu de Dios a los pies de Jesucristo, somos hechos hijos suyos y a quien ahora de forma especial tenemos y llamamos como Padre. De ahí que la oración (el hablar con Dios) sea una de las consecuencias más inmediatas de la conversión a Dios y poner la fe en Cristo-Jesús: “¡Abba –Papá-“.
Y esa experiencia se da de forma integral en la vida del cristiano; es decir implica lo intelectual, emocional y físico. En el nivel intelectual ha habido un acogimiento de la buena nueva que ha recibido y cambiando su forma de pensar; en el emocional ha sido tocado de forma profunda por el hecho de saber lo que Dios ha hecho en él y ahora sus sentimientos se expresarán de forma diferente a cómo se expresaban antes, porque la fuente de los mismos, son diferentes. Y en lo físico, el cuerpo es hecho templo del Espíritu Santo. Por lo tanto debe ser guardado en santidad puesto que es del Señor, no nuestro (1ªCo.6.19) Todo nuestro ser ha sido afectado por la obra y la presencia de Dios en el Espíritu. (1ªTes.5.23; 1ªCo.7.19-20)
Así que el “Espíritu de su Hijo” nos ha sido dado y de ese hecho se derivan dos consecuencias: una, que el Espíritu de Dios habita en nosotros. Esto es un misterio, pero si creemos lo que dice la Escritura, se refiere a la misma presencia de Dios en los creyentes. Y a mí, al menos, me cuesta creer tener como huésped a alguien en tu casa y nunca ser consciente de dicha presencia. Aunque, nuevamente hemos de reconocer que la presencia de Dios en los creyentes se evidencia, principalmente, por las consecuencias que producen.
Por ejemplo, la Biblia habla “del fruto del Espíritu” en la vida de los creyentes: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza, etc”. (Gál.5.22-23) Todos esos elementos son producidos por la presencia del Espíritu Santo en nosotros y varios de los cuales se dan y tocan la esfera de los sentimientos. Cuanto más “llenos del Espíritu Santo” estemos (Ef.5.18-20) más real será en nosotros la presencia de Dios, hasta el punto de experimentar “un gozo inefable y glorioso” (1ªP.1.8) ¡Incluso en medio de las pruebas! Esto se pone de manifiesto en varias ocasiones en la Escritura: “Los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Hechos 13.52; 1ªP.4.12-14) ¿Porqué se sabía que estaban llenos de la presencia del Espíritu Santo? Pues, por la consecuencia de estar “llenos de gozo” y de su firmeza en la fe, en medio de la gran oposición que padecían. Pero por otra parte, la paciencia, la mansedumbre, la templanza, etc., son rasgos del carácter del cristiano en su semejanza a Cristo. Por tanto, cuanto más llenos del Espíritu Santo estemos (Ef.5.18-20) más nos pareceremos a nuestro Señor Jesucristo en su carácter y más real será para nosotros la presencia de Dios, ¡incluso en medio de las pruebas!
Pero luego, además de la conformación del carácter cristiano, evidenciado por su “fruto”, el Espíritu Santo da poder y valor para testificar de Jesucristo, tanto en un contexto de paz como en contextos de oposición (Hech.4.29-31; 6.4,10-15; 8.1-4); también produce certidumbre respecto de quién es aquel en quien hemos creído y lo que ha sido hecho en nosotros (1ªTes.1.5); igualmente, produce un temor reverente que ha de acompañar a aquellos que son conscientes de la presencia de Dios en ellos (Hch.5.11; 9.31); pero también evidenciará una consciencia de “ser guiados por el Espíritu” así como una vida de oración, adoración, alabanza y seguridad respecto de nuestra identidad como hijos de Dios (Ro.8.14-16; Ef.5.18-20).
Por tanto, la herencia y bendición que hemos recibido por y en Cristo es grande. Sin embargo, corremos el peligro de perderla debido a la incredulidad y a la negligencia por no atender la vida cristiana como es debido. Hay que detenerse, considerar lo que nos ha sido dado y lo que ha sido hecho en nosotros y tomar conciencia de ello. Hoy día hay tantos entretenimientos que los creyentes no encuentran un momento para la meditación, la reflexión, la oración, la contemplación, la espera, etc. y las pérdidas por desatender las disciplinas espirituales son grandes; y los resultados, en muchos casos, suelen ser desastrosos. Sobre todo la superficialidad y la gran cantidad de esfuerzos carnales para llevar adelante la obra de Dios.
Termino leyendo algunos versículos que hacen alusión al Espíritu Santo y nuestra responsabilidad en relación con Él:
“Cuando hubieron orado, el lugar en el cual estaban tembló y todos fueron llenos del Espíritu Santo y hablaban con osadía la palabra de Dios” (Hech.4.31)
“Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos ha dado Dios Espíritu de cobardía, sino de amor, de poder y de dominio propio” (2ªTi.1.6-7)
“Ten cuidado de ti mismo y de la enseñanza/doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren” (1ªTi.4.16)
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