Vivimos, en muchos casos, una experiencia cristiana, una vivencia de la espiritualidad evangélica, que hace difícil que nuestra fe encaje con normalidad que, en el centro de esta nuestra experiencia de fe, podemos y debemos encajar la preocupación por la injusticia, el sufrimiento, la opresión y la exclusión de los más débiles y proscritos.
Cuando este encaje no se ha hecho y vivimos una fe cómoda, esto se refleja también en la manera en que evangelizamos, en los valores que transmitimos al mundo cuando decimos que estamos evangelizando. La tentación de la evangelización consiste en sentirse llamada a hacer una evangelización cómoda, no comprometida, de tipo metahistórico, de prédica de salvación despreocupada del destino de los sufrientes del mundo, no presentando la figura de un Dios Padre que está de parte de las víctimas de esta tierra al igual que estuvo de parte de esa víctima que fue Jesús en la cruz llevando sobre sí la injusticia, el pecado y el sufrimiento del mundo.
La consecuencia de todo esto es que, en nuestra evangelización, confundimos los auténticos lugares sagrados para Jesús. Asumimos la iglesia como lugar de referencia de lo sagrado y queremos reconducir allí a los evangelizados.
Reconducimos a los evangelizados al culto, a la liturgia más o menos radical o difuminada, al ritual, a la práctica de la “piedad”, a una ética de cumplimiento… olvidando el auténtico lugar sagrado que no es precisamente ni el templo, ni el ritual, ni el ceremonial. El auténtico lugar sagrado es Dios mismo y, por semejanza como nos muestra Jesús, el hombre, el ser humano y, especialmente, el pobre, la víctima, el oprimido, el sufriente, el estigmatizado, el privado de su dignidad humana. Es verdad que en la evangelización se alude mucho a Dios y a las responsabilidades que con él tenemos, pero olvidamos este otro lugar sagrado por excelencia que es el propio ser humano que se encuentra apaleado y tirado al lado del camino. Como esto le es cómodo al evangelista, la tentación de la evangelización de evitar el enfrentamiento con la injusticia, la opresión y el sufrimiento humano está servida.
Así, en la evangelización, presentamos a un Dios que mora en los templos a donde hay que ir a buscarle y a encontrarse con él, cuando Dios quiere morar en medio del mundo. Dios quiere habitar plantando su tienda entre los hombres para estar cerca de los sufrientes del mundo, y nosotros lo recluimos en los templos. Es por eso que, quizás, la evangelización se siente tentada a ser apática ante el sufrimiento de los hombres. Ha olvidado al Jesús crucificado y sufriente, y sólo ve al Jesús glorificado y recluido en los templos. Así, ya, el lugar sagrado por excelencia no es el hombre, sino el ritual, el culto, la asistencia a los servicios religiosos. El ritual y el templo sustituyen al hombre pobre y sufriente, al prójimo como lugar sagrado… y eso se comunica en la evangelización que la hacemos cómoda, no comprometida, de prédica de gozo insolidario que se olvida del grito de los oprimidos y excluidos del mundo.
La parábola del Buen Samaritano hoy, narrada por muchos de los evangelistas de turno, sería una historia en donde el sacerdote, el levita y cualquier otro religioso, podrían pasar de forma inmisericorde al lado del apaleado y despojado, dando prioridad al servicio religioso, al templo, a la iglesia, al culto, al ritual, sin que nadie le criticara ni condenara. Serían simples prototipos de los buenos religiosos de hoy. Hemos trasmutado los términos de una forma totalmente negativa y que se aleja de los parámetros de Jesús que condenó a los que priorizaron el servicio religioso a la práctica de la misericordia. Así la evangelización no puede circular por los cauces y las líneas de compromiso que marcó Jesús… aunque nos digamos seguidores del Maestro.
La evangelización tiene que clamar por la llegada de nuevos evangelizadores que encajen con la figura del débil, del despreciado, del extranjero, del diferente, del samaritano que hoy necesitamos más que nunca para que cambie los parámetros evangelizadores y los encarrile dentro del auténtico lugar sagrado: el amor a Dios y lo que es semejante a éste: el amor al prójimo, especialmente al prójimo pobre, estigmatizado, oprimido y sufriente del mundo.
Tenemos que recuperar, así, el centro de lo sagrado para poderlo comunicar en nuestra evangelización. Para poder comunicarlo en palabra y obra. Para, así, también, poder hacer una evangelización que no sólo nos haga estar pendientes del servicio religioso, de la iglesia, del culto y de los pastores que han de orientar al pueblo de Dios en medio del mundo, sino que nos haga estar pendientes y comprometidos con el auténtico lugar sagrado: Dios mismo y, por semejanza, el hombre, el ser humano con el que debemos compartir la vida, el pan y la Palabra.
Así, iremos trazando las líneas de la verdadera y auténtica evangelización que el mundo necesita siguiendo el ejemplo del Maestro.
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